Paraísos particulares

          Agosto es por excelencia el mes de los paraísos particulares. Son las 4 semanas en las que una mayoría de personas disfruta de las vacaciones. La razón viene de lejos, y se la debemos al emperador Augusto, quien en el 18 a.C  instituyó las Feriae Augusti. Un período tras las cosechas agrícolas para el descanso durante la canícula. Ya por entonces, los patricios y los ciudadanos que podían permitírselo se trasladaban a sus paraísos particulares: las villas campestres a las afueras de la Roma imperial lejos del ajetreo de la urbe.

          Dos mil años después, muchas costumbres han cambiado, pero esta de las vacaciones de agosto la mantenemos. Sin embargo, las condiciones de trabajo son muy distintas a las de entonces. Por otro lado, los medios disponibles permiten a grandes masas de población desplazarse a destinos lejanos y exóticos como nunca antes se había hecho. Lugares a miles de kilómetros y horas de vuelos en los que es posible encontrar una cala recóndita de aguas cristalinas. Allí, al otro lado del mundo, la gente mira al cielo azul o al agua turquesa y piensa en voz alta: «Estoy en el paraíso». 

          Ocurre con frecuencia que, tras esa manifestación de éxtasis, se obtiene una respuesta inesperada en el mismo idioma: «Hombre Manolo, ¿cuándo has llegado? ¿Habéis probado ya el Mai Thai del bar de Kleim?». Y que el tal Manolo, sin dar crédito a lo que acaba de escuchar, gire la cabeza y se encuentre con Juan y Pepi, los vecinos del quinto B. Sentados a un par de metros, con la suegra de Juan repantigada en una sillita baja y los dos energúmenos de los hijos tirándose arena a los ojos. Es bien conocido que todos tenemos derecho al paraíso y que, quizá por ese motivo, cada vez hay menos paraísos particulares.

          Pensaba esto viendo uno de esos programas chorras de la caja tonta en verano. De los que repiten cada año, como las películas de serie B que empiezan a las tres de la tarde y acaban cinco minutos antes del telediario de las nueve. Una pareja en cuestión se encontraba en la Cochabamba o alrededores (por decir algo), sobre un acantilado. Abajo se divisaba una playa pequeña de piedras oscuras y guijarros puntiagudos. Una zona pensada para el entrenamiento de faquires. Unas olas feroces atizaban la costa dejando una amalgama de algas y medusas borrachas, pero vivas y con ánimo vengativo. Ni un chiringuito ni refugio a la vista donde guarecerse en caso de tsunami, pero, por otro lado, no había ni rastro de Juan, ni de Pepi, ni del resto de la banda. La pareja miraba a la cámara con ojos un tanto incrédulos y exclamaba feliz, al menos en apariencia: «Aquí estamos en el paraíso».

          Yo no soy quien para criticar el paraíso particular de nadie, pero algunos tienen más pinta de purgatorio que de remanso de paz. Supongo que las imágenes de los supuestos paraísos en Instagram cotizan al alza en la caza de seguidores y de ahí el esfuerzo. Lo próximo será la democratización del infierno, de eso estoy seguro. Allí todos nos pondremos la mar de morenos, incluso tiznados y, algo me dice, que entonces por alguna de esas injustas carambolas Juan y Pepi no aparecerán por la zona, ni habrá manera de encontrarlos para preguntarles por la suegra y los niños chillones, ni por los cócteles del bar de Satán.   

4 opiniones en “Paraísos particulares”

  1. Ya estoy haciendo como los romanos y me encuentro disfrutando de mis vacaciones. Y con tu novela en cola para leerla en cuanto acabe con la que tengo entre manos. Buen verano para ti también.

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