Se dice en lenguaje jurídico que tanto las fuentes como los medios de prueba son fundamentales en la parte procesal. Y no jurídico, pero sí social, es el terreno en el que se mueven los discursos diarios de tertulianos y fauna afín. La mayoría no son abogados, y muchos de ellos ni siquiera son periodistas, pero sientan supuestas cátedras sobre Derecho sin el menor pudor ni recato. Es obvio que se trata de una diseñada terapia del pensamiento colectivo que pretende que el individuo adopte un determinado punto de vista como lo válido y certero y que, como contraposición, asuma que cualquier otro es erróneo.
Esto lo descubre usted fácilmente en cualquier barra de tasca por la que pase a mediodía a tomar una caña. No tardará en escuchar como se dictan sentencias sobre hechos que, probablemente, nunca sucedieron o forman parte de la bulosfera mediática. Será testigo de cómo se criminaliza de oído y alegremente a jueces (por ejemplo); así tal cual, como el que sopla la boquilla de un matasuegras la noche de fin de año. Se compran y venden opiniones espurias según el canal de la tele que se ve y que es visionado, precisamente, para confirmar el propio sesgo y reafirmarlo.
Es cierto que acomodar lo que mejor nos parezca, y según nuestras preferencias, es más fácil que acudir a las fuentes primarias y comprobar datos antes de hacerse una idea torticera sobre cualquier tema. ¿Cuántas veces le han intentado tapar la boca con un: «lo ha dicho la tele?». Sí es así, amigo mío, dese por jodido como aquel que dice. Le acaban de dar con las tablas del Moisés moderno y de nada sirve que intente rebatir las leyes de la farándula. Todo lo que va a conseguir si intenta demostrar lo contrario es que le coloquen la etiqueta de sectario.
Pensaba esto porque mi natural curiosidad me lleva a zapear por canales televisivos de todo tipo y condición y, por las mañanas, suelo ir alternando desde primera hora —sobre las siete—, las distintas emisoras radiofónicas donde habitan personajes de diferentes pelajes y longitud de colmillo. Esto me pone de manifiesto que el trabajo ya está hecho, y que desenredarlo no va a ser cosa de hoy para mañana si es que se desenreda durante las próximas décadas. Probablemente, la rotura es de tal dimensión que no valdrá con coser costuras y habrá que reinventar alguna cosa más sofisticada.
La sociedad española está rota, quebrada más o menos por la mitad. Es una especie de gigante cabezudo con cuatro ojos: dos debajo de la frente y otros dos en la nuca. Mientras una mitad trata de convencer a la otra de que es un olivo con aceitunas lo que hay enfrente, la otra le asegura que lo que está viendo son dos perros copulando en una esquina. No hay manera de entenderse. La realidad se configura ahora como se pretendía: a través de un diálogo de besugos en los que solo vence el disparate, la incoherencia, la imposibilidad de tener bajo ningún concepto un punto de vista común. Esa debía ser la idea de aquellos que ansiaban asaltar el cielo. Sin embargo, estoy convencido, de que lo que van a conseguir es que España acabe como la torre de Babel: la parte superior quemada, la parte inferior tragada por el fango, y la de en medio se irá pudriendo lentamente con el paso del tiempo. Sin ánimo de ser pesimista.