La zorra y sus cuentos

                    Yo no he visto hasta el día de hoy ninguna zorra de carne y hueso, al menos que pueda recordar. Cierto es que no se trata de un animal doméstico ni fácil de ver. Supongo que, a menos que se frecuente el bosque cuando estos animalitos salen de paseo, es complicado coincidir con las zorras que queden por el ancho mundo. Y ahora que lo pienso no sé si no será debido en parte a la mala fama que le hemos dado los seres humanos. Desconozco si en otros idiomas llamar zorra a una mujer es tan peyorativo como en español, pero en nuestro idioma desde luego lo es.

          Pensaba esto viendo a la representante española en Eurovisión ayer noche. Una señora que cantaba una canción llamada «zorra», referidas la letra y el título del tema a una individua ficticia (la interprete) de vida alegre, que según entendí del argumento sale cuando le da la gana, o se viste o alterna como mejor le parece. Y claro, deduzco aunque no me enteré muy bien de toda la letra, que se quejaba de que los demás la llamaban zorra de forma peyorativa por vivir a su manera. En fin, ese sería el argumento, más o menos. Todo ello envuelto en una coreografía que supongo representa a un colectivo determinado y no al conjunto de españoles. Desde luego, a mí no me representaban. No creo que sea esa la España real. En fin, resultado del experimento: castañazo gordo hasta la posición 22 con menos puntos que el Almería, más o menos.

          Aquí en nuestro país neowoke los medios nos han atribulado a base de la necesidad de boicotear a Israel (por suerte no he oído aquello de al perro judío), aunque sí hemos visto un Tuit de una ministra del gobierno llamando al exterminio de los judíos de forma literaria: «desde el río hasta el mar», tuiteó sin el menor reparo. Claro que es posible que esa ministra de lo que sea desconozca que ese lema lo adoptó Hamás en 1980 (puede que tampoco sepa que Hamás es una organización terrorista). Con esta gente nunca se sabe.

          El odio diseminado por los defensores del buen rollo, de la necesidad de querernos mucho, de la distensión y los no creadores de bulos incluido ese mismo de no crear bulos, no ha surtido el efecto buscado. Sí que escuchamos algunos silbidos durante la actuación de Israel y, sobre todo, las redes sociales con ejércitos de cuentas pagadas para distribuir basurilla gubernamental estuvieron muy activas. Algunas excéntricas que durante los días previos llamaban poco menos que a un progromo debieron sufrir un síncope vasovagal al ver que Israel quedaba entre las 5 primeras, que nuestra zorra woke era enviada al cubo y que los españoles, con esa verdad del pueblo que tanto ensalzan, votaron así:

 

           

La quema de libros

          La quema de libros de la historia reciente más conocida se produjo el 10 de mayo de 1933 en la Opernplatz de Berlin, durante los primeros años de la Alemania nacionalsocialista, más conocida como la Alemania NAZI. Durante la noche, de forma que el aquelarre iluminara la infamia como preludio de los tiempos oscuros que estaban por llegar durante los siguientes 12 años de gobierno, se quemaron las ideas que no comulgaban con una visión totalitaria que exigía la democratización de las instituciones, la socialización o la nacionalización de las grandes empresas.

          Llama la atención que semejantes acciones las llevaran a cabo no solo los zotes del nuevo partido, sino estudiantes universitarios de un país que siempre se distinguió por ser cuna de intelectuales en todos los ámbitos. Cuesta creer, que en aquellos primeros años del nacionalsocialismo, los gañanes y macarras que todo movimiento político cuenta entre sus filas, lograran convencer a las masas más formadas y mejor preparadas para que actuaran de aquella manera. De la cancelación de la cultura al genocidio solo quedaban unos cuantos pasos que, por desgracia, se terminaron por dar.

          Hemos visto este ansia por aniquilar la expresión cultural y relegar a la inexistencia del oponente ideológico de forma más cercana en el tiempo en Kabul, algo parecido a lo que en Roma se denominó «damnatio memoriae». Allí se erigían dos monumentales estatuas de Buda construidas en el siglo V. Los talibanes las devastaron después de 25 días con dinamita, disparos de tanques y cohetes. Es un mecanismo difícil de asimilar para una mente más o menos sana: la intención no de disentir de aquello que no se comparte, sino de eliminarlo del espacio incluido el tiempo pasado.

          Resulta tristemente desalentador como todavía hoy en las universidades españolas convive gente brillante con auténtica indigencia intelectual. Hay quien pretende derribar las estatuas de Cristobal Colón por genocida mientras admira el Acueducto de Segovia comiéndose un cochinillo a modo de Saturno devorando a su hijo. O quien pretende convertir la Plaza de las Ventas en un mercadillo de perroflautas, pero paga para entrar en el Coliseo y se rila de gusto al ver la arena donde se cometieron crímenes en masa para diversión del pueblo. De una hemiplejía intelectual como la que se está poniendo sobre la mesa solo pueden sobrevenir desgracias.

          Hay que alertar que esa forma de entender las identidades y la cultura de los pueblos continúa vigente en nuestros días. No hemos aprendido apenas nada de la Historia. Por alguna razón que desconozco, al poder suelen llegar individuos medio trastornados que, como Nerón, tienen una clara tendencia a provocar fogatas. Una vez en el cetro estos gusanos se convierten en capullos que, por lo general, antes de romper el tejido que les envuelve y volar para siempre, dejan un rastro de cagadas que no son fáciles de limpiar para las siguientes generaciones. 

          

Las ranas en la cazuela

          Es conocida la fábula de la rana nadando en el agua que, sin que el bicho lo perciba, se va cociendo hasta morir de calor. Se suele usar para mostrar las consecuencias del conformismo, y como metáfora de lo que ocurre con las personas que creen que todo está bien o piensan que las circunstancias siempre les son ajenas. Les es cómodo pensar que las cosas deben resolverse solas, o que de no ser así otros las arreglarán para ellos y para todos los demás. A pesar de que, mientras tanto, lo habitual es que empiecen a sudar sin moverse.

           A las sociedades les ocurre, en ocasiones, lo mismo que si de un conjunto de ranas flotantes se tratara. Es hasta cierto punto comprensible, porque como bien pensantes y ciudadanos de orden pensamos que el sistema democrático es infalible. Sin embargo, como desgraciadamente demuestra la historia, no lo es. Ni mucho menos. Una gran cantidad de indeseables protagonistas han llegado al poder gracias a las urnas, es decir, ganando las elecciones. Recuerde el lector el infame caso del nacional socialismo alemán en los años treinta del siglo pasado. Hitler ganó las elecciones y el resto ya lo conocen. No es el único caso.

           En España, aunque hoy andamos tratando de reescribir la verdad con tinta invisible para poderla corregir a conveniencia, el Frente Popular ganó las elecciones y durante los meses de gobierno antes de la rebelión militar se dedicó a promover miles de asesinatos, represalias, amenazas, quemas de iglesias, expropiaciones de tierras y un largo etcétera de crímenes sin cuento. Nadie hizo nada por evitarlo, y los españoles de entonces se comieron una guerra, cientos de miles de muertos y cuarenta años de dictadura y represión: cojonudo. Así de listos somos los de la piel de toro.

          Durante los años perdidos del franquismo el lema: «de política no se habla» era la norma generalizada para andar por casa y por las calles. No en vano, la mano militar y censora represaliaba a cualquiera que tuviera la tentación de expresarse en libertad contra el poder del dictador o sus mafiosos y psicópatas. Por suerte, con la muerte del régimen nos convertimos en una democracia liberal, y se suponía que la libertad quedaba conquistada. Seguro que usted se ha dado cuenta de que han pasado desde 1975 hasta hoy la friolera de medio siglo. Sin embargo, cabe la posibilidad de que esté empezando a percibir cierto calorcito de un agua que comienza a hervir.

          Pensaba esto porque uno ya está hasta las meninges de que le vengan con el mismo cuento: «de política no se habla». Y estoy hasta sálvese la parte porque es algo que te dicen siempre los mismos: los librepensadores del socialismo, los progresistas que reparten carnés de buenos y fachas, los guays defensores de la igualdad desde sus moquetas, desde sus chalés de lujo y sus fiestones de gente cuqui, los viva la pepa y ponme una picaíta mientras te sujeto el cubata. Esos, los defensores de la libertad de expresión, son los que tienen cuando les interesa la boca llena de aquí de política no se habla a la espera de que acabemos cocidos como ranas. Conmigo lo llevan crudo. 

El corte del jamón

          Comer jamón sabe todo el mundo más o menos de paladar educado, realizar bien el corte del jamón es otro cantar. Hay lonchas que directamente te quitan el sentido de puro placer, y otras que podrían usarse para escayolar el alma del criminal que la ha cortado. En el mundo del jamón casi todo es radical: cuchillo bien afilado, pata negra llorona de grasa amarilla, loncha fina como el pellejo de una uva y un intenso babeo a la espera. Luego el éxtasis en la boca. La vida misma. Iba a escribir una barbaridad pero me la voy a ahorrar para alguna novela.

          El jamón tiene dos caras y las dos son bellas. Una es exultante y vital, más fresca y jugosa que una primavera en Sevilla. Brilla y te llama como una flor abierta para que uno se embarre hasta el éxtasis revolcado en su jugo de sensaciones: bellota, encinas, olor a hierba húmeda, a dehesa, a paciencia y a secretos ignotos que el guarro ha ido macerando y durmiendo. Nunca una bestia tan noble ha proporcionado al sapiens una colección tan grata de virtudes. No es gratis, claro es. Lo bueno tiene un precio.

          Pensaba esto mientras me deleito una vez más en el producto de mis cochinadas preferidas porque la vida es, me parece a mí, como el jamón de pata negra. De chico te sacan la corteza a base de una combinación de besos y collejas bien administradas, de palmadas en el lomo para que uno vaya tomando consistencia y aire que le ventile los días por venir. Una ayuda para desprenderse de la coraza producto de los días de maduración.

          Es tanto el arrebato de sentirlo y disfrutarlo que cuando menos se lo espera uno al jamón los días le están tocando el hueso. Toma conciencia entonces de que dispone de una maniobra sorprendente. Se le da la vuelta y muestra su otro lado. Una parte más madura, hecha y rotunda como una existencia humana a partir de más o menos los cuarenta años. Es el costado de los expertos. Donde se resume, en definitiva, la ciencia de un conocimiento asentado.

          A las personas nos ocurre lo mismo que al producto de los cochinos, y me pueden llamar loco si quieren. Uno da de sí lo mejor que tiene desde que asoma las orejas por sálvese la parte para que se lo coman a besos. Luego lo desgastan a base de acometidas afiladas y, cuando menos te lo esperas, te das cuenta a cierta edad de que ya le has dado la vuelta al jamón. No hay otra. El único consuelo es tratar de ser un buen hueso para llenar de esencia algún puchero que alguien guarde en la memoria.  

Donde habita la verdad

          Alguna vez he hecho mención al concepto de sociedad líquida, creado por el sociólogo ya fallecido, Zygmunt Bauman. Y también al juego que sigue dando su teoría si la aplicamos a diversas cuestiones relevantes como la verdad o la ficción, la percepción de la realidad o la versión interesada que nos venden con frecuencia quienes, precisamente, menos creen en la verdad y más interesados están en convertirla en algo líquido e interpretable. 

          Hace unos años se puso de moda aquello que se llamó la postverdad, que venía a ser el anticipo del punto en el que nos encontramos hoy. En resumidas cuentas, la verdad no era lo que veíamos y tocábamos o comprobábamos personalmente, la verdad pasó a ser el relato. Lo que quien quiera que estuviese interesado en deformar o inventar una realidad alternativa e interesada tuviera la ocasión de hacerla pública. Hoy es lo habitual. Seguramente, habrá oído usted de escándalos que harían caer gobiernos que, como por arte de magia, desaparecen del debate y la información pública y son sustituidos por otros más convenientes a quien tiene el poder.

          Pensaba esto porque más allá de la postverdad, en lo que hoy podríamos llamar la cotidiana mentira, existe el mundo de la ficción y sus personajes, que como defiende Umberto Eco, son una verdad no sujeta a interpretaciones. Sus identidades son incuestionables. Dice Eco en su libro: Confesiones de un joven novelista.  

 «En la vida real no estamos seguros de la identidad del Hombre de la Máscara de Hierro; no sabemos realmente quién fue Kaspar Hauser o si Anastasia Nikoláevna Romanova fue asesinada con el resto de la familia real rusa en Yekaterinburg o sobrevivió. En cambio, leemos las historias de Arthur Conan Doyle estando seguros de que, cuando Sherlock Holmes se refiere a Watson, designa siempre a la misma persona, y que en la ciudad de Londres no hay dos personas con el mismo nombre y la misma profesión». Watson es una verdad más allá de cualquier duda razonable.

          Por eso, ahora que nadamos en la abundancia de la manipulación más descarnada, que hemos alcanzado una realidad en la que la mentira es moneda de valor en alza y curso legal, que además se puede practicar con impunidad, de forma pública y sonrisa en los labios sin miedo al reproche o repudio social, nos queda la ficción. Ese mundo en el que las identidades creadas son auténticas, únicas, irrepetibles e inmunes a la manipulación interesada de quienes construyen mentiras y las venden como realidades.  

¿Qué es lo bueno o lo malo?

          ¿Cómo se mide lo que es bueno o malo en términos generales? Es una pregunta que puede parecer una boutade, o incluso una simpleza si ustedes lo prefieren. Podemos sustituir el verbo medir por considerar, calificar, determinar u otros similares. La cuestión es la siguiente: ¿Por qué se considera que algo es bueno o no lo es en términos generales? La respuesta que muchas personas proponen es: porque la mayoría así lo percibe o lo considera, o porque es generalmente aceptado como bueno o malo por una gran cantidad de personas. 

          Si nos basamos en la aceptación popular para considerar que algo es bueno vamos a tragar con mucha basura, y además la vamos a tener que dar por buena. Da igual el terreno en el que nos movamos. Hay programas de televisión, por citar un ejemplo, con una gran audiencia que son considerados directamente telebasura. Esto nos lleva a tener que aceptar que hay basura buena, al menos, en la tele. Y como derivada, aceptar que los programas culturales de la 2 que casi nadie ve son malos porque no tienen buena aceptación. O defendemos esto, o tragamos con que lo que vende bien y se acepta por el público mayoritario, a veces, es malo. Incluso basura, que la gente consume (consumimos) por alguna razón masoquista o quizá ignota.

          Pensaba esto porque hay pocas cosas sobre la calidad en las que todo el mundo esté de acuerdo, que se sepa hasta el momento. Sin ir más lejos, el jamón de bellota de pata negra. Es lo que podríamos denominar un Gold Standard de lo que está tela de bueno: un patrón de referencia para entendernos. Esto lo saben incluso los chinos, que andan atareados entre otras cosas en replicar lo inimitable. Por mí que impriman los jamones en 3D y con su pan se lo coman. Nosotros los seguiremos produciendo a golpe de dehesa y encinas con una raza porcina única en el planeta.

          Yo creo que en esto de la calidad mucha culpa la tienen los medios, es decir, que lo bueno en ocasiones no es más que puro marketing. Pasa en el cine, ocurre con muchos restaurantes afamados, libros, grupos de música tan efímeros que apenas llegan a escucharse sus canciones pero que tienen su minuto de fama. Leía el otro día, que con esto del TikTok la media de tiempo que emplea cada usuario en cada video es de 7 segundos. O sea, me lo expliquen, como diablos se puede hacer algo de calidad en ese tiempo.

          A mi entender la mayoría de cosas en las que a uno le acusen de precoz da mala espina. ¡Quieto ahí! Hay veces que suena incluso a reproche. Ya se sabe que las prisas nunca fueron buenas. Hoy que es Domingo de Ramos, si puede disfrute con tranquilidad de un plato de jamón de bellota, una copa de vino o una cerveza fría y una buena compañía y… , luego, pues intente no darse prisas tampoco. Usted ya me entiende.    

No es asunto mío

          Vivir en sociedad y adoptar la actitud «no es asunto mío» es, probablemente, una de las decisiones más cuestionables que se pueden tomar a título individual. No me refiero solo al contexto español, sino también al europeo y por extensión al global. Es claro que mientras más reducimos el alcance del foco, más podemos profundizar en los detalles y opinar o actuar con conocimiento de causa (un guiño para fotógrafos). Las grandes metas, qué sé yo: acabar con el hambre en el mundo, pues probablemente no son un objetivo sobre el que podamos ejercer mucha influencia desde una posición de ciudadanos de a pie en Villarrubia, por citar un pueblo como podría ser otro. Hay que acotar el terreno.

          Una de las estrategias de los poderes políticos es conseguir que la gente a la que gobiernan opine solo cosas buenas de ellos, o en el peor de los casos que se calle y cierre la boca. En el primer caso se paga y premia con dinero y reconocimiento y en el segundo, según el nivel de influencia del desobediente, se le silencia y ningunea o directamente se le represalia. Y no crea, estimado lector, que esta estrategia es exclusiva de dictaduras, no se engañe, ocurre también en el suelo que usted pisa. Quizá confundido porque puede votar cada cierto tiempo, aunque su voto no valga lo mismo que el de otros ciudadanos o se lo pidieran para hacer lo contrario de lo que hacen con él. Los votantes, por lo general, somos una larga secuencia de ceros a la izquierda.

          Conscientes de estos hechos, lo único que no podemos hacer es dejarnos conducir a la esclavitud, hoy no hacen falta cadenas ni latigazos para ser esclavo, con ser ciegos o indiferentes ya es suficiente. Mire si hay esclavos en España que nuestros niños y niñas en 2023, según UNICEF, son los más pobres de Europa. Solo unos cuantos años y ahí está el dato y el resultado. Y sí, tiene usted todo el derecho a achacarlo a la pandemia, a la guerra en Rusia, al núcleo de la Tierra, a los curas pederastas o a su vecina del quinto que es muy puta: si a usted la de lo mismo y no es asunto suyo que mas da.  

https://www.unicef.es/noticia/pobreza-infantil-espana-obtiene-la-peor-nota-en-la-union-europea

          Hablar y opinar como hago yo tiene costes, a veces severos, es un compromiso personal. Pero, por si a usted no le da igual o darle igual le supondría un coste inasumible, le cuento una anécdota. Una mujer estaba repartiendo propaganda a las puertas de la Plaza Roja en Moscú. Fue arrestada y los guardias, tras comprobar el material que llevaba encima, le preguntaron por qué había cometido la estupidez de protestar distribuyendo unos folletos en blanco. La mujer, resoplando agitada, contestó: «No hace falta que escriba nada, lo sabe todo el mundo». Pero lo por lo menos, tuvo el valor de repartir el dolor y la indignación pintadas de blanco. 

 

           

Y tú más

          Nada hay más inmoral y despreciable en el discurso, sobre todo en el ámbito político, que el «y tú más». Es algo que conocemos como el ventilador para esparcir la mierda, una técnica aprendida del calamar cuando eyecta la tinta para cegar a sus posibles depredadores. Una forma de hacer que, por otro lado, es contagiosa y no se restringe al político corrupto de turno, sino que se propaga como una infección vírica entre tertulianos, supuestos periodistas y vulgo de andar por casa.  

          Es inmoral porque la frase lleva un reconocimiento implícito: «yo sí» o «nosotros sí», y delante se le ubica el índice acusador del «y tú más». O sea, que le dices a alguien que tiene cuernos y no se defiende, sino que admitiendo su cornamenta se excusa acusándote de que tú también la llevas. Menudo alivio más tonto debe sentir el ornamentado al saber que no es el único de la fauna con la cabeza adornada.

          Pensaba esto porque con lo de la mafia gubernamental del capo Koldo y los muchos ladrones del gobierno, hemos vuelto a ver la técnica en todo su apogeo. A la chiqui del conocido «¿Qué son dos mil kilitos de nada, chiqui?», la hemos visto incluso con la carótida congestionada en el «senao» como dice ella, gritando en modo verdulería: «y tú más». Nada menos que la cajera de los ERES de Andalucía, la que pagaba los asados de vacas, las putas y la cocaína con el dinero de los parados.

         Ahora el «y tú más» perenne de este clan de malhechores viene a restregar a los españoles, en nuestra propia cara, que sí, que no le demos más vueltas, que ellos son ladrones, puteros, muchos de ellos drogadictos y que nos suben los impuestos hasta la asfixia porque el golferío y la ambición son cada vez mayores. Pero que no nos preocupemos porque los otros más, y que como no les podemos ni ajusticiar ni llevar al paredón, pues que nos jodamos y bailemos. 

         Así están las cosas, mientras un ejército de papagayos y papagayas sectarios en tertulias, periodicuchos subvencionados, y hasta clubs privados repiten a coro «y tú más». Es decir, admiten sin ningún rubor la degradación moral y de valores propia a través de la generalización de la podredumbre. Estos que venían a regenerar la política y están convirtiendo el país en una montaña de basura moral de la que solo podemos acabar en ruinas. Argumentos pobres de una pobre gente.   

Una patada a la olla

          Una patada a la olla es lo que esta semana nos ha venido a advertir doña Ursula von Der Leyen. Un mensaje en forma de aviso de que lo conocido desde el final de la Segunda Guerra Mundial podría no ser para siempre. Hace casi un siglo que Europa disfruta de una paz y prosperidad sin precedentes en la Historia, pero eso está bajo amenaza. Una, en concreto, que se cierne sobre el continente con rapidez, y que esta señora estima incluso tan inminente como en cuestión de un par de años.

          Los europeos estamos inmunizados al dolor de la guerra a base de palomitas y experiencia en la pantalla plana de nuestros salones, o en las del cine cuando había cines y la gente iba a las salas. Pero ese es todo el contacto, por suerte, que hemos tenido con la cruda realidad de la guerra desde 1945. Nadie está preparado psicológicamente para un conflicto bélico, pero nosotros, probablemente, lo estamos menos que nadie. La seguridad de quienes piensan en la jubilación y la prosperidad de las nuevas generaciones podrían saltar por los aires hechas añicos.

          Vivimos acostumbrados a que, mal que bien, todo funciona aceptablemente. Los cajeros sueltan algo de dinero, hay luz y calefacción o aire acondicionado y aunque no llueve al abrir el grifo sale agua limpia. Las estanterías de los supermercados están cargadas de todo tipo de alimentos frescos, conservas, productos de higiene y, en definitiva, todo lo necesario para vivir con unos altos niveles de cobertura de necesidades. ¿Qué ocurriría si la mayoría de cosas que damos por hecho dejaran de existir o funcionar en cuestión de semanas?

          Los europeos se negaron, o no quisieron ver, la amenaza que suponía el nacionalsocialismo y Adolf Hitler, a pesar de las muchas pruebas que fue dando antes de desatar el desastre en septiembre de 1939. Hoy, casi un siglo más tarde, Putin está siguiendo los mismos pasos en sentido contrario: expandir el espacio vital desde el este hacia centro Europa. El problema es que cuando se comienza por ese camino la Historia nos enseña que no es fácil encontrar el punto de frenada, pero sí el de no retorno.

          Yo no confío en los burócratas y gordinflones bien alimentados del Parlamento Europeo, una especie de corte romana distópica convertida en un remanso de políticos amortizados en sus países, de arribistas viviendo como marajás y de días de vino y rosas. Con ellos mal se puede hacer frente a una amenaza como la que asoma por el Volga, solo nos queda la esperanza de que Putin no dure mucho y que, detrás de él, haya algo de cordura que no es algo que pinte fácil.   

          

El timo de la igualdad

          No hay segmento social más desigual por elevación que el que defiende a diario la igualdad. Nadie manifiesta desear tanto ese desiderátum como quien lo convierte, al mismo tiempo, en una grotesca burla de la que a expensas del truco vive y se ríe como un triunfador. El timo de la igualdad funciona desde que se inventó el socialismo como un mantra recurrente, útil a la luz de la Historia para que sus promotores se hicieran completamente desiguales. Por arriba, claro, y por abajo los demás.

          La igualdad no existe en la naturaleza, es una construcción social para que cierto orden de justicia, derechos y obligaciones puedan alcanzar a todas las personas sin mediar discriminación por razón alguna. En este argumento, a menudo, flaquea la tercera pata: la de las obligaciones. Hace unos días, en uno de esos programas ñoños de las teles dopadas, un joven de no más de veinte años decía: «el Estado tiene la obligación de mantenerme, porque yo no quiero trabajar». ¿Entienden ahora lo del timo de la igualdad?

          La igualdad, en mi opinión debe ser considerada desde el punto de partida de las oportunidades, y con matices. En una sociedad justa todos debemos tener la oportunidad de estudiar, de tener acceso a la salud o de acceder a un puesto de trabajo, pero sin obviar el mérito. Exigir la igualdad en los resultados es no aceptar la igualdad de oportunidades. ¿Para que querría alguien las mismas oportunidades que un triunfador, si tocándose las pelotas mientras el otro se parte el lomo currando puede exigir y disfrutar iguales resultados? O lo que es más sangrante, exigirle que reparta lo conseguido a partes iguales.

          La igualdad del socialismo consiste, según vemos en la Historia, en esquilmar a quien lo gana para vivir como si lo ganaran sus promotores ideológicos. Ejemplos a lo largo y ancho del mundo tenemos hasta cansarnos. Países en la miseria y sus dirigentes en la riqueza. Por alguna extraña razón, los socialistas en fuga nunca suelen ir a disfrutar la igualdad a países como Venezuela, Cuba, Corea o similares, prefieren antes lugares desiguales según ellos como Suiza, o algún paraíso fiscal. Aquello que un VP comunista que tuvimos en la anterior legislatura llamó «cabalgar desigualdades».

          La miseria moral de estos promotores se pone de manifiesto en tiempos de dificultades. Es entonces cuando su esencia de hiena hambrienta toma cuerpo. Lo vimos con los NAZIS, cuando aprovechando el Holocausto una de sus prioridades fue enriquecerse. Lo vemos en los narcoestados caribeños, como su pueblo muere de hambre y los hijos de los dirigentes se hacen multimillonarios en USA. Y lo vemos en nuestros miserables patrios, cuando mientras los españoles morían a miles en la pandemia, se cerraban negocios, nos arruinábamos y nos hacían aplaudir en los balcones, una banda de mafiosos y miserables llenaba maletas para que alguien se las llevara en avión a algún paraíso con las caletas adecuadas para seguir manteniendo al grupo del cejas y sus colegas de Puebla.