Carnaval de postureos

          Estamos ya en época de carnavales, de esos de los de toda la vida. No el carnaval de postureos desenfrenados de las redes sociales, ese es más reciente, sino el satírico festivo. El carnaval auténtico rezuma talento crítico y su poquito de malababa. Es un reflejo social con pimienta y texturas goyescas. En las letras de las comparsas hablar de un maricón no lleva implícito un delito de odio, un político es un don nadie lameculos que vive de lujo con el dinero de otros y se dice tranquilamente, y la vecina del quinto sigue yendo al bingo y tirándose al mejor amigo de su marido. O sea, un reflejo de lo que todos sabemos, pero hacemos como que no lo vemos.

          Lo que es imposible dejar de ver, a menos que uno retroceda unas cuantas décadas y se olvide del móvil y de las redes sociales, es el carnaval de cotidianos postureos de una peña ávida de asomarse al mundo. A mí, que tengo todas las redes, cada vez me da más pereza aparecer en ellas. Es algo que, aunque con poca frecuencia, me obligo a hacer para anunciar un artículo como este o el lanzamiento de una nueva novela o cosa similar. Y luego, mi editor lo replica o lo recuerda de vez en cuando y algunos amigos me regalan un like o un corazoncito. También me dejan comentarios por aquí abajo algunos días, que siempre agradezco. Salir en video es algo que no me gusta, me resisto, aunque haya colgado alguno muy puntualmente.

          Yo sé que eso es una desventaja si lo que se pretende es tener muchos seguidores que, las más de las veces, tampoco aportan gran cosa. Hay que tener en consideración que no solo le sigue a uno una cohorte de admiradores, ni mucho menos. También se es seguido y, sobre todo seguida, por curiosos y pervertidos, delincuentes y estafadores, ademas de algunos personajillos envidiosos con intención de criticar a escondidas o directamente poner a bajar de un burro a cualquiera entre risas con los colegas.

          Pensaba esto porque me quedo de piedra con la exposición de sus vidas que hacen algunas personas para vender lo que sea que vendan: acabas descubriendo dónde vive el fulano, si se ha operado las tetas la mengana, si ha ido a Turquía a ponerse pelo el que antes era calvo, dónde comen, con quién, qué comen y así hasta el aburrimiento. Algunas personas tienen el síndrome de gran hermano tan interiorizado que no se privan de dar de sí mismos cada detalle insignificante de sus vidas cotidianas. Un exhibicionismo tan incauto como arriesgado. 

          Debería haber una policía de las redes sociales, así del mismo modo que en todos los grupos de wasap hay un tontolaba o una amargada que se encarga de censurar comentarios por vicio, debería haber digo, alguien que le advirtiera a los más expuestos que incluso el ridículo se debe racionar con mesura. Que nadie necesita ver el canalillo de la raja del culo de un gordo agachado recogiendo castañas, ni a la rubia de bote comiéndose un plátano con cara de vicio.  

 

No vino nadie

          Subirse a un escenario o hacer una presentación siempre conlleva el miedo al fantasma y la incertidumbre del «no vino nadie». Quienes llevamos muchas tablas encima conocemos bien a ese gusanillo en el estómago que nos advierte de que quizá nos enfrentemos a la soledad. No ha habido una sola ocasión en la que no lo haya pensado y temido, a pesar de que, con pocos o muchos asistentes, nunca me he visto solo en una tribuna o en la presentación de uno de mis libros. Aunque nunca es tarde para el tropiezo.

          Pensaba esto porque hace unos días se hizo viral un escritor novel que organizó una presentación de su novela en Jerez, y como puede ocurrirle a cualquiera, no fue nadie. Se vio solo con el bibliotecario mirando a las musarañas. Más tarde lo lamentó en las redes y, según parece, recibió una ola de solidaridad: un par de millones de mensajes y las ventas que no esperaba de su libro (ignoro cuántas, pero dicen que muchas). El público nunca deja de sorprender. No sabía yo que había compradores de libros por pena o solidaridad, aunque nunca hayan oido hablar ni del autor ni de su obra, pero bueno, bienvenidos sean igualmente. 

          En estos tiempos en los que hay más personas escribiendo y publicando, copublicando, autopublicando, replicando o copiando que lectores leyendo, se hace difícil sacar el pescuezo de autor y que alguien te dedique un minuto. Eso, suponiendo que lo escrito acabe tomando forma de libro legible sin que, en realidad, se trate de un artefacto de tortura. Quizá por eso, entre otros motivos, es frecuente ver a escritores apostados durante horas en un rincón de una librería esperando a que alguien se acerque por caridad a interesarse por su libro. Paseo con frecuencia por grandes librerías y allí les veo, hablo con ellos, me lloran en el hombro, y les entiendo. Varias horas de plantón para regresar a casa sin haber vendido una escoba es duro para la autoestima.

          Es legítimo y hasta gratificante querer escribir un libro, sin embargo, no es tan fácil publicarlo y, mucho menos, que te lea alguien más que tu familia y cuatro amigos, (bueno que te lean, o que te compren el objeto para adornar una estantería). Por eso, no es de extrañar que al margen de una primera presentación de autoestima, donde cada cual reúne a quienes tiene en la agenda y familiares, después lo más frecuente es el vacío de un público que no te conoce, al que no llegas porque la distribución no te lleva, y no te lleva porque hay más libros inundando el mercado cada semana que botellines de cerveza.

          Alrededor del 90% de los escritores noveles no venden ni 200 copias de su libro, y el 99% no vende ni 2.000 copias. Datos de los informes oficiales de publicaciones. Por eso, en mi opinión es bueno gestionar bien las expectativas. Todos los que un mal día decidimos dedicar cientos de horas a escribir una historia lo hicimos soñando con el éxito, o si no todos la mayoría, pero el éxito no solo depende de la calidad o el esfuerzo (imprescindibles) del escritor. Los ya publicados lo sabemos bien (incluso publicados por editoriales tradicionales, como es mi caso). La barrera de entrada al mercado (distribución, librerías, crítica, difusión etc), tiene diez veces la altura del muro de las lamentaciones. Y aunque lo subas, cuando llegas sigues siendo un desconocido. Cuenta la historia de los escritores, que William Golding, muy contento él con su premio, llegó a un hotel de Londres para inscribirse y le hicieron deletrear su apellido. A lo que contrariado exclamó: ¡Joder, me acaban de dar el jodido premio Nobel!

Los regalitos

          Hoy es 1 de diciembre, y toca pensar en los regalitos. Un año más, gracias a Dios o al destino, cada cual que mire para donde mejor le parezca. El caso es que el tema de los regalitos es recurrente por estas fechas del calendario, como lo es el quebradero de cabeza para dar con algo que no sea la corbata, el pijama, o el dispositivo electrónico. Conozco a un amigo que hace más de diez años que no usa corbata y cada Navidad le regalan un par de ellas, puede que como castigo enmascarado.

          Esto de los regalitos hay que currárselo un poco. No vale dejarlo para última hora y luego deprisa y corriendo tirar de algo improvisado. Corre uno el riesgo de que el obsequio acabe, un tiempo después, de vuelta en las propias manos fruto del karma tras haber pasado por varios propietarios que lo fueron a su vez regalando a la menor oportunidad. La teoría de los seis grados de distancia social aplica también a los regalitos, por lo que la soga que se regala imprudentemente podría acabar perfectamente en el propio armario pasadas un par de navidades.

          Pensaba esto porque yo siempre lo pongo fácil a mis allegados, les pido que me regalen libros. Pero no solo eso, sino que para evitar que se devanen la cabeza sobre mis preferencias, o acerca de si las últimas novedades ya las he leído, les hago una lista de obras candidatas. Así de simple. Tiene la ventaja de que aunque al final me acabe cayendo el pijama de turno, prenda que nunca uso, viene con el añadido de algunos de los libros que me alegran las fiestas.

          Un libro, entiendo yo, es mucho más que un regalo. Lo pienso así porque no se trata solo de un objeto. Piense en un pañuelo, un perfume, unos zapatos o una lata de sardinas, por poner unos ejemplos: no son más que objetos. Un libro, sin embargo, es el envoltorio de un mundo lleno de experiencias, de personajes que aún no conocemos, de lugares, sabores, sentimientos, conocimiento que no tenemos y que está allí dentro. Detrás de las cubiertas que hacen de papel de regalo, hay un universo a la espera de ser descubierto.

          Quien te regala un libro te quiere bien, de eso estoy seguro. No es algo que te suela regalar un cuñado, y eso ya debería ser una pista importante acerca de lo que digo. Es también un gesto elegante, el de alguien que ha pensado en ti y en lo que te puede interesar saber. Por eso, queridos lectores, plantéense regalar un libro estas navidades. Es fácil. Aquí les dejo una opción muy interesante:

El eslabón de Chihuahua

           

           

Malotes sin disfraz

          Muchos de los personajes de mis novelas son malotes sin disfraz. Lo son de una manera visible. Son individuos de escasa moral, interesados en el dinero y el sexo, o sin escrúpulos para cometer actos delictivos con el fin de conseguir un beneficio personal. Y conviven con otros personajes mejor adaptados a la vida en sociedad. En definitiva, trato de que los habitantes de mis páginas sean, en la medida de lo posible, un reflejo de lo que vemos por la calle cada día.

          Pensaba esto, precisamente, porque la realidad suele tener esa manía incómoda de superar a la ficción. Estos días, en un alarde más de imaginación, nos ha presentado al malote disfrazado de superioridad moral. Una clase de individuo que bajo el disfraz de cordero y el discurso hueco y falsario esconde una personalidad abyecta hasta lo patológico. Una habilidad que le permite surfear entre bambalinas, rozando culos al descuido, acosando con frases a medio terminar, o pasando directamente a la violencia envuelta en el miedo de la víctima a las represalias.

          En la literatura estas escenas tampoco son nuevas, incluso yo describo algunas parecidas en mis novelas. Pero ninguno de mis personajes va de vendedor de biblias, ni de adalid de la superioridad moral que se enfrenta a los malos de siempre. Unos supuestos malos que, además de escuchar sin reaccionar, no se atreven a descabalgar de la burra a los pregoneros con carita de buenos. Mis personajes malotes se ven venir a lo lejos, presumen de serlo, actúan en consecuencia y, cuando los pillan, pagan las consecuencias.

          Vivimos en tiempos de cuentos y timadores, días de regeneradores que bien podrían refundar el cártel de Medellín con el dinero de los impuestos que nos sacan hasta la asfixia. De defensores de la igualdad y los derechos de la clase obrera y trabajadora que se hacen ricos en un par de años, y que pasan del pisito modesto a la mansión, del barrio obrero a las zonas más caras y exclusivas de Bruselas o París. Y todo ello, desde la superioridad moral.

          Sin embargo, pocas cosas hay más detestables en estos propietarios de la superioridad moral que escuchar su defensa del feminismo, su esfuerzo por la igualdad, sus caritas de monjes acartonados, su aliento podrido. Y ahora tener que imaginarlos tras la puerta de un baño, o en un dormitorio improvisado: golpeando en vez de amando, y humillando a una mujer. Maltratando en vez de acariciando, usándola como objeto, y no respetando el cuerpo ajeno. Es bueno tomar ejemplos de la realidad, no para escribir historias, sino para recordar que según detrás de qué superioridad moral suele habitar una gran montaña de basura.   

Invisibles

          Cuando era un niño soñaba o imaginaba las mismas cosas que muchos niños de la época, por ejemplo: ser invisible. Disfrutar de ese velo de impunidad que significa una presencia inadvertida, pero sin carga de voyerismo, hablo de una etapa de mi vida en la que aún era impúber. Se trataba, supongo, de conocer lo que otros hacían en mi ausencia y que, precisamente en mi presencia, evitaban hacer por algún motivo.

          Lo que no sabía entonces es que los menganos de a pie como yo somos invisibles sin necesidad de capa o sortilegio alguno y que, nuestras vanidades, con frecuencia, no remontan ni la barra del bar del lobby de algún hotel de mala muerte, donde muchos famosos y exitosos de ayer beben y fuman un pitillo en el anonimato, apoyados sobre restos de espuma de cerveza y cabeceando las glorias pasadas sin lograr empitonarlas.

          Pensaba esto porque por estas fechas, los administradores del legado del inventor de la dinamita reparten sus famosos premios Nobel, entre ellos el de literatura. Yo, que más que escritor de medio pelo sin cabello me considero lector, me congratulo de que este año por fin el premio recaiga en alguien muy conocido, al menos para mí, porque lo he celebrado con alegría durante años. ¡Cuanto lo he bailado!

          Ya me sorprendió en su día que se lo dieran a Boy Dylan, aunque reconozco que sus letras llenas de ilusiones, porros y noches de farras tenían un valor literario sin precedentes. Nunca entendí muy bien que se negara a recoger el premio, pero sí pillara el kilo de billetes. Yo creo que estos escritores de la noche quizá ven las cosas en tinieblas.

          En esta ocasión, como otras veces, estoy de acuerdo con el juicio  del jurado de los Nobel. Reconozco que el nombre es difícil de pronunciar y fácil de confundir para un español, y que las letras que pone negro sobre blanco tampoco son fáciles. Pero lo entiendo, porque en este caso, el Nobel escribe con la intención de que su creatividad sea bailada o, eso creo yo, si no estoy en un error.

Aquí dejo una de sus obras que más me gustan:

https://www.youtube.com/watch?v=9bZkp7q19f0&list=RD9bZkp7q19f0&start_radio=1

 

 

Los peligros de levitar

  Debe de ser cosa de los años el motivo por el que nos hacemos trascendentes y aterciopelados, sobre todo, si a una edad determinada nos da por decidir que somos escritores y nos dejan sueltos a deshoras con las redes sociales. Momento en el que volamos y entre nubes de algodón flotamos en un nirvana de fatuidades y lugares comunes donde el merengue nos embadurna y llena de azúcar glasé hasta el colmo de la diabetes.

          Es entonces cuando el público, escaso por lo general, se ve regado de la bondad del ser humano según nos cuentan, además de lo bella y maravillosa que es el alma humana que todo lo puede, del camino hacia la grandeza y la paz mundial y el amor a los niños y los peluches, a la vecina del quinto, y de la necesidad del perdón universal, acurrucados con la mantita y la mesa camilla y disfrutando del empalago sin cuento que duerme a las marmotas.

         Pensaba esto porque a mí, que a menudo paseo por las redes sociales para cagarme en el mundo y en más de la mitad de los que lo habitan, me cuesta comprender la magia de escribir unas líneas, o una novela incluso, y a partir de ese momento descubrir el universo bondadoso. Debe de ser que hay plumas o teclados que ejercen un poder transformador de la mirada. Y nos endiña una de esas pedradas que nos deja tuertos y nos vuelve ridículos.

          El mundo, desde mi perspectiva, está lleno hasta las trancas de hijos de puta con balcones a la calle, que transitan junto con las buenas personas a tiempo parcial hacia un destino que nadie conoce. La literatura no consigue sacarme de la realidad más cartesiana por mucho que me mame a media noche con una botella de vino remontado y sabor a vinagre. Y siempre he entendido que el oficio de escritor es el de tener una mirada certera, cruda, árida, y no el de construir alfombras voladoras para la humanidad sobre la que descansar nuestros miedos.

          Yo la terapia de medio pelo y el diván de palabras sudadas se las dejo a los gurús que, del destilado de sus neuronas llenas de Prozac, quieren venderme el bálsamo sanador para la mía. A mí, y me pueden llamar raro si quieren, lo que me sana es una tortilla de papas con cebolla, unos callos con garbanzos y una jarra de cerveza fría. Ayuda la risa floja y el chiste ocurrente del escritor sin éxito que se reconoce en sus zapatos y no me vende los molinos de viento en un campo de amapolas. Y brindar con un buen mollate delante de unos ojos traicioneros. 

            

Sexo, dinero y poder

          Sexo, dinero y poder se suelen considerar las motivaciones a la acción en la historia de la humanidad, desde el principio hasta nuestros días. Usted, que es un lector cultivado pensará: «¡Oiga!, que en la Edad de Piedra no existía el dinero». Y tiene razón, pero ya había quienes tenían bienes materiales que, por exiguos que fueran, constituían una forma de capital susceptible de ser canjeado por otros bienes necesarios a través del trueque.

          Y que decir del sexo y el poder. Es cierto que el sexo, como es natural, forma parte consustancial de la existencia humana por razones obvias. También ha movido pasiones espurias y traiciones. Se ha usado como arma por las mujeres y, sobre todo, contra las mujeres. El cuerpo de las mujeres como objeto usado para el abuso sexual y la violación es una constante en los conflictos armados de todas las épocas. Con frecuencia el poder se utiliza en las sociedades modernas para coaccionar y conseguir de la mujer favores sexuales ante amenazas explícitas o enmascaradas.

          También son el sexo, el dinero y el poder tres ingredientes habituales en la historia de la literatura, a menudo combinados con los momentos históricos de un pueblo: rebeliones, dictaduras, colonización etc. Como se nos cuenta en el caso de la novela «El emperador del hambre», de mi amigo y colega el escritor argentino Aldo Ares, publicada por Elvo editorial. Y que tendremos la oportunidad de comentar en La Casa del libro de Sevilla, el próximo 27 de septiembre.

          Un relato de la historia reciente de Guinea-Bisáu trufado de estas tres características en grado excelso, casi como únicas motivaciones suficientes para toda las de iniquidades: asesinatos, traiciones, corrupción y toda la lista de bajezas humanas. Una novela, sin embargo, que enseña la parte buena del ser humano y, por ello entiendo, la necesaria contención para convivir y gestionar los tres demonios: sexo, dinero y poder. 

Círculo de Lectores

          Trajinaba yo en el verano del 82 entre un curso de bachillerato y el siguiente tratando de embolsarme algunas pesetas. Tenía edad legal para trabajar, aunque creo recordar que en aquella época las leyes laborales eran mucho más laxas que ahora. La tasa de paro de aquel año según la EPA era del 16% en general, y casi del 50% en menores de 20 años. Más o menos, la misma que ahora 40 años después si descontamos los trucos del almendruco.

          Ya fuera cosa del destino o de vaya usted a saber, supe de un anuncio en el que buscaban vendedores para el Círculo de Lectores y allí que me encajé. Logré el puesto sin contrato, lógicamente, y a comisión por conseguir nuevos socios para aquella revista de la que cada mes había que comprar un libro o un disco, o quizá dos, si no recuerdo mal. Suscribirse costaba 200 pesetas, y yo el primer mes cobré de comisiones 8.000 pesetas. Es decir, que tuve éxito, y enganché a un montón de gente para aquella empresa.

          Muchas de las familias, de barrios humildes, que se encontraban con un chaval de 17 años en la puerta, de verborrea facilonga y descaro sin cuento, me miraban desconcertadas. Algunas madres me señalaban varios churumbeles que se arremolinaban agarrados a sus piernas moqueando, y me decían que a ver cómo se las apañaba ese día para hacerles el bocata. Eran tiempos muy duros, en una España todavía con niveles de desarrollo alejados del resto de países de una Europa en la que todavía no habíamos ingresado.

          Yo me debía a mi trabajo y quizá por eso, ignorando las necesidades que me señalaban los posibles clientes, les hacía ver que leer era la mejor inversión para sus hijos. No mentía. Aunque mi argumento como es lógico era interesado y, casi seguro, inoportuno. Vi muchas veces como algunos padres y madres rebuscaban en cajones las monedas o renunciaban entre gestos de resignación a la litrona de ese día. Yo me llevaba mi contrato. No me arrepiento. Hoy sé, aunque no lo vea, que he llenado de libros muchas casas humildes de Sevilla. 

          Leer en aquellos años era casi la única diversión posible, además de escuchar música o fabricar niños. Hoy, la oferta de ocio es tan abrumadora que leer solo es una opción entre plataformas digitales, cientos de canales de música, podcast, porno en internet y bulos en cascada. Quizá por ese motivo no nacen apenas niños, en pocas casas hay ya una biblioteca junto a una chimenea para las horas de lectura, y nos tragamos como si fueran pipas los programas basura de chismes e indignidades sin cuento. Sé que muchos de aquellos libros siguen existiendo, y que muchos de aquellos niños y niñas que vieron entrar libros en sus casas hoy se acuerdan de ello. Lo sé, porque algunas hoy mujeres lectoras me lo han contado, las vueltas que da la vida. A todas ellas, mi gratitud con afecto. 

La manopla misteriosa

          Ocurre con el misterio de las letras, pero estoy convencido de que la manopla misteriosa anda por todas partes repartiendo suerte o guantazos sin ton ni son. Se desplaza de un lado a otro, y según le pille o le caiga aquel con quien se cruza le suelta un mandoble o una caricia sin ningún criterio. Es la versión más mundana del conocido dicho: «Que Dios reparta suerte», pero la manopla misteriosa lo que reparte son leches o abrazos según por donde pases y del día que te la cruces.

          Pensaba esto porque acabo de terminar de leer una celebrada novela de una muy renombrada autora internacional. Se trata de una historia distópica en un mundo donde las mujeres son más o menos esclavizadas y usadas como recipientes para tener hijos y por ahí van los tiros… Es una obra muy conocida. Terminé de leerla y pensé, si yo escribo esto y lo envío al listado de editoriales que conozco no solo no me contestarían, sino que es probable que alguna de ellas me denuncie por escribir una historia odiosa y absurda: razones suficientes para la condena al horno crematorio. Pero… se ve que el día que la autora envió el manuscrito la manopla estaba graciosa y le dio bola a la cosa.

          Estoy seguro, como decía al principio, que este efecto mágico de la manopla misteriosa no se da solo en las letras. He visto películas en el cine después de que me las hicieran pasar como obras maestras en la radio, la tele, y hasta en el vecindario que las glorificaba sin haberlas visto, y mientras las visionaba me daban ganas de prender fuego a la sala con la gente dentro. Como soy civilizado, en vez del atentado contra los inocentes espectadores me preguntaba, ¿pero qué le pasa a la peña para que comulgue con cada cosa que no hay por donde cogerla? 

          Me da a mí la impresión de que en esta vida hay un fuerte componente para el éxito y el fracaso que no depende directamente del individuo, o muy poco. Obviamente, para que a uno le toque la lotería es condición imprescindible que posea, al menos, un boleto. A partir de ahí el resto no está en su mano, creo yo. Como es lógico, no se puede ser un pintor exitoso si nunca se ha pintado nada, como no se puede aspirar a actor porno siendo un eunuco emasculado. Por suerte, la realidad todavía no se ha convertido en un engrudo de absurdos en el que nada es lo que parece y todo es relativo…., pero todo se andará. 

          Entiendo que conforme cumplo años quizá dejo de entender las nuevas realidades, a veces disfrazadas de simples carajotadas, y un plátano colgado en la pared en la prestigiosa feria de arte internacional contemporáneo conocida como ARCO me sigue pareciendo un plátano, por mucho que el tipo que lo pegó en el muro asegure que es una obra de arte. No sé, llámenme loco pero yo no trago, y ustedes si quieren pues lo pelan y se lo comen tan ricamente y, ya saben, para gustos los colores.   

Epidemia de gurús

          Las epidemias de gurús son algo recurrentes. Salvando las distancias, son como las oleadas de la gripe y otros bichos oportunistas. Llegado el momento idóneo, cuando se dan las condiciones de temperatura adecuada, bajas defensas de la población general, y abundancia de posibles huéspedes, entonces aparecen a campo abierto y colonizan el cuerpo y la mente de sus víctimas. Es una dinámica que se da en todas partes, pero en España en particular con especial incidencia. No en vano, damos nombre por una cuestión de error de atribución a la famosa gripe española de 1918.

          Los gurús florecen como esos yogures de limón que nadie come, y que te los pegan junto a los paquetes de leche que todo el mundo compra. De ese modo, agazapados como lapas acaban escondidos en algún rincón del frigorífico, alertas al incauto desprevenido con un poco de hambre. Entonces, ¡Zas!, te lo encuentras en la mano, y cuando te descuidas ya tienes ese sabor ácido y químico del que no puedes desprenderte en toda la mañana.

          Pensaba esto porque hace unos años, cuando se puso de moda lo de enseñar a la gente común a hacerse millonaria con el trading (jugando a la bolsa como si fuera el Tetris desde casa), aparecieron infinidad de genios y gurús de los mercados financieros. Un amigo mío, me contó que sospechó algo al asistir un caluroso día de verano a un curso para hacerse ricos. El tipo que lo impartía, en Málaga, llegó diez minutos tarde empapado de sudor. Se acababa de bajar de una tartana sin aire acondicionado y había comido a la ligera un menú de 5,95 euros en el bar más perrero de la zona.

          Algo parecido ocurrió primero con el coaching, y ahora con los maestros de escritores de éxito. A los diez minutos de que alguien, hace unos 20 años, pronunciara por primera vez la palabra coaching, en España estábamos inundados de expertos en la materia por las esquinas de todas las calles físicas y virtuales. Incluso te regalaban cursos a distancia en Mercadona adheridos a los packs de yogures de limón. He conocido profesionales del mundo de la verdulería mutar de ese sector y hacerse gurú del coaching para terapia con caballos en un fin de semana.

          Ahora ocurre lo mismo con los genios de la literatura. Han surgido como setas porque saben que hay muchos futuros premios Nobel esperando. Los verás en IG, en Facebook, y probablemente en la puerta del super. Son quienes por unos cuantos miles de euros te enseñarán no solo a escribir bien, también a publicar en las grandes editoriales, a tener éxito como Pérez Reverte y deslumbrar al mundo con tu literatura. Todo gracias a los secretos que atesoran y que, en un magnánimo esfuerzo de generosidad, nunca han puesto en práctica para escribir ellos mismos una sola frase.