¿Qué te cuentas?

          ¿Qué te cuentas? Con esta pregunta quizá usted, estimado lector, haya saludado alguna vez a un amigo o familiar. Es un modo amable de interesarse por el otro, por sus últimas novedades o peripecias si las hubo desde la última vez que se encontró con esa persona. Solicitamos que nos cuenten algo con dicha fórmula, acaso una porción del relato de vida ajena del que hemos estado ausentes por un tiempo más o menos largo.

          En la respuesta a la pregunta hay variaciones considerables. Conozco gente que suele responder con un simple «nada», dejando así huérfana de noticias la expectativa del interesado. Otros, menos secos, ofrecen un comodín o un par de lugares comunes envueltos en frases hechas. Y, como es lógico, los hay profusos hasta el desparrame llevando a la saturación al incauto curioso que enseguida ve como su memoria se satura de información anodina. Lo más complicado, como siempre, es el equilibrio.

          Pensaba esto porque creo que a los escritores nos pasa algo parecido en ocasiones. Nos preguntamos: ¿Qué te cuentas?, y aunque es un tanto retórico hacerse la pregunta a uno mismo no es una cuestión baladí. Lo que nos contamos lo ponemos sobre el «papel» en forma de escrito: novela, ensayo o pensamiento sobre la servilleta del bar. Y lo hacemos con la intención de compartirlo con quienes no nos han preguntado nada. ¿Una contradicción? 

          Yo creo que de esa circunstancia viene el vacío que a veces escucho comentar a algunos escritores y aspirantes. No sé qué contar, o estoy en sequía de inspiración, que si el miedo al folio en blanco o el síndrome del impostor etc. En definitiva, un largo catálogo de lamentos. ¿Cómo puede alguien quejarse de no saber qué contarle a nadie? Inventar una historia no tiene destinatario, simplemente nacen y deambulan por ahí, a la espera de que el destino, la suerte y las circunstancias llamen a su puerta y pregunten: ¿Qué te cuentas?

 

Los derechos del lector

          A menudo tenemos noticias de cómo y cuánto se vulneran los derechos de los autores, sobre todo escritores, que ven cómo sus obras circulan sin control por Internet sin que generen un solo euro a sus legítimos propietarios. Hay, por así decirlo, la generalizada aceptación de que aquello que se puede conseguir gratis, aunque sea perjudicando a otros, es hasta cierto punto legítimo. Quizá este es uno de los motivos por los que las obras literarias están tan devaluadas. Y es curioso el dato que aporta CEDRO en un reciente informe, a mayor nivel cultural de los países y mayor P.I.B más robos de todo tipo de contenidos editoriales.

          Hay que considerar que no solo el autor o el propietario de la obra tiene derechos, también los tiene el público en general, y los lectores en el caso particular de los libros. Entre esos derechos no está, como es lógico, el de hacerse con ejemplares físicos, digitales o en cualquier formato sin pagar por ellos. Eso es, simplemente, ilegal. Viene a ser parecido a parar el coche en carreteras secundarias y esquilmar los naranjos ajenos de una finca, dejar pelados los olivos y llenar el maletero, o beberse el minibar del hotel y rellenar las botellitas con agua o con algo peor… Estoy convencido de que existe gente que, de hecho, suele hacer las tres cosas sin ningún pudor después de descargar un libro gratis de algún sitio pirata.

          En nuestro país el término «derechos» está deformado, lastrado de malas intenciones ideológicas, de confusión y de frustraciones. La mayoría de la población que conozco no sabría diferenciar entre derechos constitucionales y derechos fundamentales (también en la Constitución), y hacia qué apuntan unos y otros. Por solo citar un ejemplo: decir que se «okupa» porque se tiene derecho constitucional a la vivienda es como robar un banco para disponer de dinero porque se tiene derecho a comer y a no pasar hambre. O sea, un dislate. Y lo peor es que el ciudadano no conoce quiénes son los verdaderos deudores de sus derechos en la mayoría de los casos. Por ejemplo, si el problema de la vivienda lo tiene que resolver la autoridad pública, o su vecino del bloque de enfrente que tiene dos pisos.

          Creemos tener derecho a prácticamente un universo de cosas, la mayoría de las cuales ni producimos, ni hacemos nada por ellas, salvo asignarles la etiqueta de que nos pertenecen por derecho sobrevenido. Y convertimos ese mantra maliciosamente inoculado en la gente en obligaciones de otras personas, que tienen que darnos y si no se las quitamos, todas las satisfacciones a nuestro interminable catálogo de privilegios arrogados por el simple hecho de existir y respirar cerca de donde se puede meter la mano con impunidad. Y en algunos sectores u oficios hasta el codo. 

          Pensaba esto no porque considere que la mayoría de lectores somos una banda de robaperas, no me mal interprete el lector, sino porque los lectores honrados también tenemos derechos. El escritor francés Daniel Pennac creó un catálogo en 2009 con los derechos del lector, entre los que no figura, como es lógico, la apropiación indebida.

Aquí los dejo con las palabras y la fotografía del autor.

 

          

 

Donde habita la verdad

          Alguna vez he hecho mención al concepto de sociedad líquida, creado por el sociólogo ya fallecido, Zygmunt Bauman. Y también al juego que sigue dando su teoría si la aplicamos a diversas cuestiones relevantes como la verdad o la ficción, la percepción de la realidad o la versión interesada que nos venden con frecuencia quienes, precisamente, menos creen en la verdad y más interesados están en convertirla en algo líquido e interpretable. 

          Hace unos años se puso de moda aquello que se llamó la postverdad, que venía a ser el anticipo del punto en el que nos encontramos hoy. En resumidas cuentas, la verdad no era lo que veíamos y tocábamos o comprobábamos personalmente, la verdad pasó a ser el relato. Lo que quien quiera que estuviese interesado en deformar o inventar una realidad alternativa e interesada tuviera la ocasión de hacerla pública. Hoy es lo habitual. Seguramente, habrá oído usted de escándalos que harían caer gobiernos que, como por arte de magia, desaparecen del debate y la información pública y son sustituidos por otros más convenientes a quien tiene el poder.

          Pensaba esto porque más allá de la postverdad, en lo que hoy podríamos llamar la cotidiana mentira, existe el mundo de la ficción y sus personajes, que como defiende Umberto Eco, son una verdad no sujeta a interpretaciones. Sus identidades son incuestionables. Dice Eco en su libro: Confesiones de un joven novelista.  

 «En la vida real no estamos seguros de la identidad del Hombre de la Máscara de Hierro; no sabemos realmente quién fue Kaspar Hauser o si Anastasia Nikoláevna Romanova fue asesinada con el resto de la familia real rusa en Yekaterinburg o sobrevivió. En cambio, leemos las historias de Arthur Conan Doyle estando seguros de que, cuando Sherlock Holmes se refiere a Watson, designa siempre a la misma persona, y que en la ciudad de Londres no hay dos personas con el mismo nombre y la misma profesión». Watson es una verdad más allá de cualquier duda razonable.

          Por eso, ahora que nadamos en la abundancia de la manipulación más descarnada, que hemos alcanzado una realidad en la que la mentira es moneda de valor en alza y curso legal, que además se puede practicar con impunidad, de forma pública y sonrisa en los labios sin miedo al reproche o repudio social, nos queda la ficción. Ese mundo en el que las identidades creadas son auténticas, únicas, irrepetibles e inmunes a la manipulación interesada de quienes construyen mentiras y las venden como realidades.  

TIA: Tonta inteligencia artificial

          No deja de sorprenderme lo inteligentes que son los motores de rastreo en la red, la IA y los algoritmos de identificación de preferencias según mis movimientos internautas. La habilidad extraordinaria que tiene la tecnología para conocerme, identificar mis gustos  y preferencias, o mis desviaciones inconfesables e incluso adyacentes a las más peligrosas conspiraciones. Todo lo que hago deja un rastro virtual que me delata, me descubre y me deja con la patas colgando.

          Ayer, sin ir más lejos, comencé a recibir anuncios y sugerencias para alquilar un trastero guardamuebles en Oxford (UK), después de que media hora antes me ofrecieran un apartamento de lujo en Oxfordshire a un precio de ocasión. Incluso me llamó una amable comercial, que en inglés y con afectada voz británica, deseaba ampliarme información sobre inversiones en la zona. Mantuvimos una breve conversación sobre las bondades de la vida en Headington, y las peculiaridades de sus famosos pubs.

          Hará algo así como un mes comencé a recibir ofertas y notificaciones acerca de yates en venta en Coral Gable (Miami), con fotografías de auténticas maravillas. Se ve que, de momento, lo único que el Big Data y la IA no han logrado situar en su punto correcto es el nivel de mi patrimonio, que ni de lejos, alcanzaría todo junto para un yate de lujo. Me complace que se me tenga en consideración, no obstante, por si en algún momento me toca la mano de la diosa fortuna.

          Pensaba esto porque se me ocurrió lo divertido que es engañar a la máquina. Digamos que basta con dejarles las miguitas de pan en un camino alejado de nuestros intereses. Las palabras introducidas en los buscadores tienen el sonido de las notas de la flauta de Hamelin. En la tele ocurre lo mismo, y según vas eligiendo canales en Netflix, por ejemplo, las guardan en el histórico para ofrecer lo que según ellos te gusta ver. Si alguien quiere gastar una broma que use el perfil de su pareja cuando no esté en casa y ponga películas porno. Así tendrá un motivo para pedirle explicaciones la siguiente vez que entre en su perfil para ver una peli juntos y le sugieran a Manolo el Mandinga con un nivel del 100% de match.

          Yo me lo paso bien mientras escribo algún capítulo nuevo de mi próxima novela. Navego como hacen la mayoría de escritores por los escenarios reales donde se desarrolla la acción. Visito restaurantes, busco extravagancias que son del agrado de mis personajes  por cualquier parte del mundo. Luego dejo de escribir y ya veo a esa inteligencia artificial con sus super poderes preparándome la oferta de productos y servicios que algunos incautos van a pagar para ofrecerme su publicidad en el escritorio de mi Mac.     

           

El factor X. Serie de post «the missing link» 4.

          El factor X podría ser el nombre de una nueva crema cosmética sin ningún problema. Una de esas que por 100 euros la ampolla promete rejuvenecer el cuero envejecido de los bolsillos mejor acomodados. Recuerdo, hace quizá unos 10 ó 15 años, en el aeropuerto de Singapur, los precios de una conocida marca de cremas milagrosas para el cuidado del rostro. Tuve la sensación de que el precio, en realidad, lo marcaba el envase de lujo y la parafernalia que lo envolvía al margen de las supuestas bondades del potingue.

          Sin embargo, como ustedes saben yo no me dedico a la cosmética, por eso el Factor X al que me refiero es algo muy distinto a las cremas o los shows televisivos. Que su apellido sea el símbolo que usamos para nombrar una incógnita no es casual. La únicas certezas de las que disponemos son su existencia y el hecho de que cada vez podría estar más cerca de convertirse en una problemática realidad sanitaria a escala global. Entre las muchas amenazas del ecosistema que acechan a la especie humana, el Factor X puede ser un verdadero cisne negro.

          Hoy vivimos en un ecosistema que poco tiene que ver con el existente en la época de los denisovanos hace 50000 años. Unos primos de los Neardentales, según publicó la revista Nature en 2010, cuyos últimos vestigios fueron encontrados en una cueva en Denisova, en Siberia. Si bien es cierto que coincidieron en el tiempo con el Homo Sapiens, no prevalecieron. Lo que no es de extrañar dado que en plena era glaciar las condiciones de vida por entonces no debían propiciar un futuro alentador.

          Se desconoce si la causa de su desaparición se debió, precisamente, a nuestros primeros descendientes. Después de todo, el ser humano que hoy somos ha prevalecido colonizando el planeta y sus recursos y eliminando las alternativas que presentaban otras especies competidoras. En esto somos tan animales como cualquier otro ser vivo. Lo que desconocemos hoy es el riesgo que conlleva la fauna viral y microbiana que también quedó enterrada en el frío siberiano de entonces. 

          Sea como fuere, ahora estamos desenterrando restos fósiles gracias a un clima que derrite capas de hielo de aquella época. Estamos encontrando pequeños restos de huesos de aquellos habitantes del planeta de un tiempo remoto. Y convendría considerar la incógnita que nos proporciona la existencia del Factor X, y si su aparición nos sumirá a la humanidad actual en un largo período de hibernación. Como todo el mundo sabe la curiosidad mató al gato.

La pandemia del tiempo

          El día y la noche se suceden cada seis horas desde que empezó el año: cuatro amaneceres y cuatro crepúsculos. Al principio, no le dimos importancia ocupados en las tareas cotidianas, pero pasan los días y ocurre en todo el planeta.  Algunos científicos dicen que se debe al efecto del cambio climático, D. Trump apuesta por una maniobra china y la necesidad de bombardearlos, Bunbury y Miguel Bosé aseguran que es un efecto visual provocado por las vacunas. A la mayoría de las personas, al principio, les daba lo mismo ver o no ver. 

          Seis horas de luz seguidas de seis de oscuridad. El misterio, aseguran los primeros estudios geofísicos, se debe al aceleramiento de la Tierra a la que parece que le han entrado unas tremendas prisas por llegar a ninguna parte. Quizá solo es una maniobra del planeta para deshacerse de la humanidad, como mi perro labrador, Warren Sánchez, que se libra de las gotas de agua cuando sale de la orilla de la playa a golpe de carreras y sacudidas.

         Les cuento esto porque se acaban de publicar los primeros resultados de laboratorio. El envejecimiento de unos ratones desde que empezó el año: en vez de vivir un mes solo duran una semana. Su tiempo, también se ha acelerado por cuatro, y sus días solo duran seis horas. Los médicos comienzan a sospechar que el incremento de patologías crónicas y las muertes por enfermedades propias del envejecimiento se deben a que nos hacemos mayores cuatro veces más rápido. El mundo está quedándose sin mayores. Dentro de unos años los jóvenes de veinte tendrán la edad biológica de ochenta.

          Dicen los expertos que la humanidad se ha quedado sin tiempo. Que nuestra especie está condenada a vivir apenas un par de décadas desde que nacemos. En ese tiempo tiene que desarrollarse, amar, innovar y asegurar la supervivencia de la siguiente generación. Es la única posibilidad de sobrevivir a la pandemia del tiempo. Quienes ahora somos mayores y ya notamos cada día como nos pasa una semana por encima tenemos la obligación de preparar a nuestros descendientes. Un nuevo vertiginoso mundo en el que el valor de la vida sea cuatro veces mayor será muy exigente.

          Hemos empezado a centrarnos en lo importante. Mientras más rápido corre el tiempo más cae la super producción y la contaminación por falta de adaptación y de consumidores. A nadie le interesan las guerras porque son innecesarias ya que las conquistas no sirven a quien las consigue. Cada veinte años el reemplazo de todos los humanos por sus hijos, y así sucesivamente, deja poco margen a la codicia, la maldad, el hedonismo o la acumulación de riquezas. Desde que vemos salir el sol cada seis horas todo ha cambiado: la luz intermitente nos recuerda lo efímeros que somos, y que salvo para amarnos por un instante los unos a los otros, no hay tiempo para nada más.    

La ceguera blanca

          Leí la novela «Ensayo sobre la ceguera» de José Saramago a finales de los años noventa, poco después de su publicación en 1995. No era la primera obra del escritor portugués que leía, pero el hecho de que en 1998 le concedieran el Nobel incentivó un poco más mi acercamiento a su obra. Es una historia distópica llena de simbolismo y, aunque han pasado casi treinta años, es del todo actual, tanto que me atrevería a considerarla premonitoria.

          La pandemia de ceguera que afecta a la sociedad y el pánico que se produce entre las gentes ficticias del relato permite que aflore la amoralidad en su estado más primitivo. Saramago nos muestra la esencia humana en un punto cercano a la locura, en el que la ausencia de valores es absoluta. Conceptos como lo bueno o lo malo, la verdad o la mentira, lo correcto o lo vil desaparecen de forma progresiva. Las mentes más miserables y abyectas se hacen con el control de la situación.

          No se trata ya de una sociedad líquida en el sentido de Zygmunt Bauman, en la que los conceptos se diluyen, sino de una degeneración completa rayana en la pérdida de lucidez. El misterio que Saramago no nos desvela en la novela es el motivo que lleva a algunos a tomar ese camino de degradación. Debemos suponer que es por la única razón de ejercer el poder absoluto desde la locura, cosa que ya hiciera Nerón en tiempos del Imperio romano.

          El autor nos deja una esperanza en uno de los personajes: la mujer del médico. Un caso rara avis que al no estar contaminada trata de ayudar en lo posible a remediar el caos. No es tarea fácil, en un entorno donde la realidad deja de existir y los días dependen de la voluntad del tirano, según lo que en cada momento su patológica conducta desprenda acerca de qué es lo que hay que hacer o quién debe vivir y quién no. 

          Decía que se trataba de una distopía e incluso un relato premonitorio porque es obvio que hoy vivimos una situación de pérdida similar de la lucidez y del criterio racional. Hoy se defiende con soltura y sin el menor reparo lo que en otro tiempo habría sido vergonzante y reprobado por la mayoría. El tirano puede decidir un lunes cualquiera que la luna es verde y cuadrada y que de ella cuelgan aceitunas. No importa, la camarilla abducida lo jura si es necesario, afectada  como está por la pandémica ceguera. No haré espóiler, pero quizá solo nos quede la esperanza de que la mujer del médico salga del relato y nos libre del tirano.  

El gusano definitivo. Serie de post «the missing link» 3.

          Cuando me enteré de que en Siberia habían descongelado un gusano con más de 45000 años y que seguía vivo, me entraron nuevas dudas acerca de qué es la vida. Han leído bien: 45 milenios. Ustedes, como yo, quizá se pregunten cómo carajo lo ha hecho ese bicho. Quédense con este término: criptobiosis. Palabrota que yo no había oído hasta entonces, y que viene a ser un proceso que pone el metabolismo de los seres vivos en suspensión hasta el punto de que el animal parece estar totalmente muerto.

          Yo no había escuchado nada parecido desde el experimento teórico de Schrödinger, pero no se trataba de un microscópico gusano, sino de un gato entero de tamaño estándar. El caso es que a pesar de lo mucho que dio que hablar aquel dilema, ahora parece que sí se puede estar vivo y muerto a la vez. Por lo menos, en forma de gusano, pero no solo, como les contaré en el siguiente post de la serie «themissinglink».

          Este nuevo hallazgo se produjo cerca de un remoto lugar donde está la puerta del inframundo: Sajá-Yakutia, una de las regiones más inhóspitas de Rusia. Allí el permafrost se está derritiendo como un helado de nata en Matalascañas cualquier día de agosto, desvelando la Historia del planeta. La sorpresa es que parte de esa Historia parece seguir viva, o ser capaz de volver a la vida, como se prefiera.

          Este tipo de descubrimientos pueden ser una oportunidad. No sé muy bien con qué objetivo, pero por ejemplo, podría servir para los estudios genéticos o de longevidad. Ignoro si a usted le mola la idea de vivir 45 milenios, la mayor parte de ellos congelado junto a la merluza en el arcón de su casa a la espera de una Navidad futura. Nunca se sabe. 

          También tengo claro que representa una amenaza, no ya por el pequeño detalle de que cuando se descongele el permafrost y libere todo el carbono y el metano que contiene nos vamos a reír un montón en el infierno. Antes de eso, aunque ya está ocurriendo, una gran cantidad de animalitos que llevan eones echándose un sueño fresquito se van a despertar, a la vista de lo que está ocurriendo. Y sí, quizá usted ya lo ha adivinado: no estamos preparados para una amenaza desconocida de ese tipo. 

          

Ensayo y error. Serie de post «the missing link» 2

          Todo lo hecho y conseguido por el hombre ha sido a base de ensayo y error. O dicho de otro modo, vas y pruebas, te la pegas y lo intentas de otra manera. No es que sea un método muy sofisticado, pero funciona para casi todo el mundo. Siempre hay, como es conocido, quien prefiere reiterar en el error hasta hacerse daño, pero ese es tema para otro día. En el mundo empresarial, siempre dado a los eufemismos, se le llama hacer un ensayo piloto. En la ciencia también, pero en vez de meter a un piloto en un transbordador espacial para convertirlo en polvo estelar, meten a un macaco en una jaula y le pinchan cosas en el lomo.

          En la película dirigida por Franklin J. Schaffner basada en la novela de Pierre Boulle, «El planeta de los simios» (1968), las tornas cambian y son los humanos quienes hacen de cobayas. Hoy decimos que se trata de un relato distópico. Los simios evolucionaron a partir de la raza humana, o prevalecieron, después de que nosotros destruyéramos el mundo tal y como lo conocíamos en el siglo xx. Mi teoría es que no necesitaremos llegar al año 3978 como en la historia protagonizada por el coronel George Taylor (Charlton Heston), sino que ocurrirá mucho antes.

          Después de 1945 y del lanzamiento de las armas nucleares inventadas por Robert Oppenheimer, el mundo ha conocido un tiempo de paz a nivel global (guerras locales o bilaterales no ha dejado de haber nunca), impensable hasta entonces, a la luz de la Historia desde tiempos de Alejandro Magno. Una amenaza con un poder disuasor tan grande que hizo impensable usarla unos contra otros por lo absurdo del resultado final: no es posible el juego de suma cero si el resultado es cero ganadores.

          Pensaba esto mientras escribía mi ya avanzada segunda novela, porque esta semana ha saltado una nueva alerta mundial en China que ha colapsado los hospitales. Un virus respiratorio que ataca selectivamente a los niños. La parte de la población no ensayada con el COVID-19 y que tuvo como diana primaria a la población mayor. Hemos pasado de las residencias de ancianos a las guarderías infantiles. La pregunta es: ¿Y si somos un gigantesco laboratorio planetario antes de poner en marcha el plan definitivo? Es posible que China, que en asuntos de población masiva tiene experiencia, haya entendido antes que nadie que dentro de poco no vamos a caber todos en este planeta. O, al menos, no todos haciendo cada cual lo que mejor le parezca, es decir, no todos en libertad.

          Si la fisión nuclear nos pareció un engendro del diablo, soplado al oído a Oppenheimer, un arma biológica sin restricciones puede ser el siguiente paso hacia la distopía. Y usted se preguntará qué encontraremos allí. Algo que Zaira ya le preguntó a Zaius: «¿Qué encontraré allí, doctor?» y él contestó: «Su destino».

To be continued. 

No cabemos. Serie de posts «The missing link» 1

          No se puede llenar un vaso de agua que ya está lleno, o eso dice la Ley del vacío. A mí también me lo dice el sentido común y la experiencia personal, sin necesidad de normas ni postulados. Las perogrulladas no necesitan ser explicadas casi nunca. La única excepción es cuando la evidencia alcanza un tamaño tan enorme que no se puede abarcar entera con la mirada y, como resultado, no la vemos. Algo de esto ocurre con la población mundial. No cabemos todos los que seremos.

          Nos podemos apretujar más: que si échate para allá, recoge un poco las piernas o no pongas los codos en la mesa, pero poco más. La demografía engorda como esas bolas de nieve que se alimentan de lo que pisa mientras rueda y crece ladera abajo. La ves venir y nada puedes hacer para detenerla. Nada se puede hacer a estas alturas del siglo para que en 2050 no seamos 10.000 millones de seres humanos en el planeta. El doble que hace apenas unas décadas. Y, usted sagaz lector, ya se habrá dado cuenta de que la Tierra tiene el mismo tamaño que entonces, y  el mismo que hace decenas de miles de años cuando acaso éramos una pandilla de primates.

          ¿Y luego qué? Pues salvo que alguien se saque de la manga un planeta adicional, cosa poco probable, tenemos un problema. Para entonces, como ya se está anunciando, los ricos nos habrán abandonado en sus cohetes y naves espaciales pertrechados con sus sombreros de copa y sus puros habanos. A buen seguro se llevarán los toros de lidia para seguir con las corridas, las escopetas para cazar etés y las bodegas llenas de mollate en barricas de roble francés. Aquí quedará lo que ahora se ha dado en llamar «la gente», sin más. La gente a pelo y sin naves espaciales. El problema es que como ricos no hay tantos, yo no conozco personalmente a ninguno, deduzco que lo que es gente vamos a seguir siendo demasiados para un solo planeta.

           Dicen los pájaros de mal agüero que un nuevo episodio de extinción total es inevitable (ELE) –EVEN LINK TO EXTINCTION—. Ya saben, lo de los dinosaurios y el meteorito. Sin embargo, si uno lo piensa con serenidad esa solución no nos resuelve el problema. La solución para tratar una uña del pie incardinada en el dedo gordo no es la eutanasia por mucho que se arregle el problema. De modo que sí, la población seguirá creciendo y creciendo de forma descontrolada. Les doy un dato clarificador: en los próximos 27 años se duplicará la población africana de los 1.200 millones actuales a 2.500 millones y a finales de siglo se rozarán los 4.000 millones de personas en ese continente. ¿Se ve mejor así? Los europeos tendremos en el sur a unos vecinos con una población 10 veces la de Europa. Y es muy posible que necesiten lo mismo que cualquiera: seguridad y alimentos, e incluso bienestar.

          Como yo no estaré aquí a finales de siglo para ver ni contar nada, y no tengo recursos para construirme un cohete, me he metido en el garaje de casa. Estoy revolviendo cajas para ver si me puedo construir un DeLorean capaz de viajar en el tiempo como en «Regreso al futuro». En cualquier caso les iré contando de qué va la serie «The missing link», sin hacer espóiler de lo que aún no ha visto la luz.