Las personas suelen pedir perdón de forma individualizada cuando, después de haber cometido una ofensa consciente o inconscientemente, deciden reparar el daño al ofendido. Sin embargo, una petición colectiva de perdón me parece un sinsentido, una manipulación del noble esfuerzo personal que conlleva el reconocimiento de haber causado algún daño u ofensa.
Pensaba esto porque ahora se ha levantado la recurrente polvareda mexicana de lo malo que fuimos (ojo al dato), hace 500 años los españoles. Y la necesidad de que yo ahora, o mis representantes institucionales, pidan perdón en mi nombre a los mexicanos de hoy. O sea, que yo, un fulano de Sevilla que vive en Espartinas le pida perdón a un güey que se está tomando una birra en Chihuahua o en Sinaloa con la boca llena de jalapeños.
Imagino el careto del cabrón si me viera aparecer por su barrio, compungido yo y con cara de pecador y me postrara frente a él como para pedirle matrimonio y le dijera: «Te pido perdón por lo que hizo Hernán Cortés, por haber sacado hace 500 años a tus antepasados un poco caníbales del festival en el que vivían y haberles enseñado el español». Sinceramente, creo que solo podría esperar dos respuestas: que el güey me invitara a una raya y un tequila, o que me pegara dos tiros por majara. No pienso tentar a la suerte.
Yo no necesito que venga ningún italiano a pedirme perdón por la dominación del Imperio Romano sobre mi país, después de todo, aquí nacieron dos de los más grandes emperadores romanos, a poco menos de diez minutos de mi casa. Tampoco necesito que vengan más árabes, y mucho menos a pedirme perdón por los 700 años de dominación sobre mi tierra. Ni que vengan los tartessos, ni que vengan los fenicios, sobre todo, si lo que vienen es a pedirme el perdón de sus abuelos de hace mil años.
Yo quien sí creo que debe pedir perdón son los gilipollas, que por esas cosas del destino llegan a tener una cierta cuota de poder público. Tontolabas que no han leído en su puta vida un libro de Historia, que viven como grandes sabios y gastan como grandes productores de riqueza y que, en el colmo de la poca vergüenza, piden perdón en mi nombre como venderían a mi madre si estuviera viva, y se quedan tan anchos. A esos, si hay a quien tengo que pedir perdón, los tengo borrados de la lista por pendones.