Donde habita la verdad

          Alguna vez he hecho mención al concepto de sociedad líquida, creado por el sociólogo ya fallecido, Zygmunt Bauman. Y también al juego que sigue dando su teoría si la aplicamos a diversas cuestiones relevantes como la verdad o la ficción, la percepción de la realidad o la versión interesada que nos venden con frecuencia quienes, precisamente, menos creen en la verdad y más interesados están en convertirla en algo líquido e interpretable. 

          Hace unos años se puso de moda aquello que se llamó la postverdad, que venía a ser el anticipo del punto en el que nos encontramos hoy. En resumidas cuentas, la verdad no era lo que veíamos y tocábamos o comprobábamos personalmente, la verdad pasó a ser el relato. Lo que quien quiera que estuviese interesado en deformar o inventar una realidad alternativa e interesada tuviera la ocasión de hacerla pública. Hoy es lo habitual. Seguramente, habrá oído usted de escándalos que harían caer gobiernos que, como por arte de magia, desaparecen del debate y la información pública y son sustituidos por otros más convenientes a quien tiene el poder.

          Pensaba esto porque más allá de la postverdad, en lo que hoy podríamos llamar la cotidiana mentira, existe el mundo de la ficción y sus personajes, que como defiende Umberto Eco, son una verdad no sujeta a interpretaciones. Sus identidades son incuestionables. Dice Eco en su libro: Confesiones de un joven novelista.  

 «En la vida real no estamos seguros de la identidad del Hombre de la Máscara de Hierro; no sabemos realmente quién fue Kaspar Hauser o si Anastasia Nikoláevna Romanova fue asesinada con el resto de la familia real rusa en Yekaterinburg o sobrevivió. En cambio, leemos las historias de Arthur Conan Doyle estando seguros de que, cuando Sherlock Holmes se refiere a Watson, designa siempre a la misma persona, y que en la ciudad de Londres no hay dos personas con el mismo nombre y la misma profesión». Watson es una verdad más allá de cualquier duda razonable.

          Por eso, ahora que nadamos en la abundancia de la manipulación más descarnada, que hemos alcanzado una realidad en la que la mentira es moneda de valor en alza y curso legal, que además se puede practicar con impunidad, de forma pública y sonrisa en los labios sin miedo al reproche o repudio social, nos queda la ficción. Ese mundo en el que las identidades creadas son auténticas, únicas, irrepetibles e inmunes a la manipulación interesada de quienes construyen mentiras y las venden como realidades.  

TIA: Tonta inteligencia artificial

          No deja de sorprenderme lo inteligentes que son los motores de rastreo en la red, la IA y los algoritmos de identificación de preferencias según mis movimientos internautas. La habilidad extraordinaria que tiene la tecnología para conocerme, identificar mis gustos  y preferencias, o mis desviaciones inconfesables e incluso adyacentes a las más peligrosas conspiraciones. Todo lo que hago deja un rastro virtual que me delata, me descubre y me deja con la patas colgando.

          Ayer, sin ir más lejos, comencé a recibir anuncios y sugerencias para alquilar un trastero guardamuebles en Oxford (UK), después de que media hora antes me ofrecieran un apartamento de lujo en Oxfordshire a un precio de ocasión. Incluso me llamó una amable comercial, que en inglés y con afectada voz británica, deseaba ampliarme información sobre inversiones en la zona. Mantuvimos una breve conversación sobre las bondades de la vida en Headington, y las peculiaridades de sus famosos pubs.

          Hará algo así como un mes comencé a recibir ofertas y notificaciones acerca de yates en venta en Coral Gable (Miami), con fotografías de auténticas maravillas. Se ve que, de momento, lo único que el Big Data y la IA no han logrado situar en su punto correcto es el nivel de mi patrimonio, que ni de lejos, alcanzaría todo junto para un yate de lujo. Me complace que se me tenga en consideración, no obstante, por si en algún momento me toca la mano de la diosa fortuna.

          Pensaba esto porque se me ocurrió lo divertido que es engañar a la máquina. Digamos que basta con dejarles las miguitas de pan en un camino alejado de nuestros intereses. Las palabras introducidas en los buscadores tienen el sonido de las notas de la flauta de Hamelin. En la tele ocurre lo mismo, y según vas eligiendo canales en Netflix, por ejemplo, las guardan en el histórico para ofrecer lo que según ellos te gusta ver. Si alguien quiere gastar una broma que use el perfil de su pareja cuando no esté en casa y ponga películas porno. Así tendrá un motivo para pedirle explicaciones la siguiente vez que entre en su perfil para ver una peli juntos y le sugieran a Manolo el Mandinga con un nivel del 100% de match.

          Yo me lo paso bien mientras escribo algún capítulo nuevo de mi próxima novela. Navego como hacen la mayoría de escritores por los escenarios reales donde se desarrolla la acción. Visito restaurantes, busco extravagancias que son del agrado de mis personajes  por cualquier parte del mundo. Luego dejo de escribir y ya veo a esa inteligencia artificial con sus super poderes preparándome la oferta de productos y servicios que algunos incautos van a pagar para ofrecerme su publicidad en el escritorio de mi Mac.     

           

El factor X. Serie de post «the missing link» 4.

          El factor X podría ser el nombre de una nueva crema cosmética sin ningún problema. Una de esas que por 100 euros la ampolla promete rejuvenecer el cuero envejecido de los bolsillos mejor acomodados. Recuerdo, hace quizá unos 10 ó 15 años, en el aeropuerto de Singapur, los precios de una conocida marca de cremas milagrosas para el cuidado del rostro. Tuve la sensación de que el precio, en realidad, lo marcaba el envase de lujo y la parafernalia que lo envolvía al margen de las supuestas bondades del potingue.

          Sin embargo, como ustedes saben yo no me dedico a la cosmética, por eso el Factor X al que me refiero es algo muy distinto a las cremas o los shows televisivos. Que su apellido sea el símbolo que usamos para nombrar una incógnita no es casual. La únicas certezas de las que disponemos son su existencia y el hecho de que cada vez podría estar más cerca de convertirse en una problemática realidad sanitaria a escala global. Entre las muchas amenazas del ecosistema que acechan a la especie humana, el Factor X puede ser un verdadero cisne negro.

          Hoy vivimos en un ecosistema que poco tiene que ver con el existente en la época de los denisovanos hace 50000 años. Unos primos de los Neardentales, según publicó la revista Nature en 2010, cuyos últimos vestigios fueron encontrados en una cueva en Denisova, en Siberia. Si bien es cierto que coincidieron en el tiempo con el Homo Sapiens, no prevalecieron. Lo que no es de extrañar dado que en plena era glaciar las condiciones de vida por entonces no debían propiciar un futuro alentador.

          Se desconoce si la causa de su desaparición se debió, precisamente, a nuestros primeros descendientes. Después de todo, el ser humano que hoy somos ha prevalecido colonizando el planeta y sus recursos y eliminando las alternativas que presentaban otras especies competidoras. En esto somos tan animales como cualquier otro ser vivo. Lo que desconocemos hoy es el riesgo que conlleva la fauna viral y microbiana que también quedó enterrada en el frío siberiano de entonces. 

          Sea como fuere, ahora estamos desenterrando restos fósiles gracias a un clima que derrite capas de hielo de aquella época. Estamos encontrando pequeños restos de huesos de aquellos habitantes del planeta de un tiempo remoto. Y convendría considerar la incógnita que nos proporciona la existencia del Factor X, y si su aparición nos sumirá a la humanidad actual en un largo período de hibernación. Como todo el mundo sabe la curiosidad mató al gato.

El club de los sueños cumplidos

          En pocos lugares como en un club de lectura se vive la magia de los sueños cumplidos. Ayer, después de la escena final del encuentro se apagaron los focos, cayó el telón, cesaron los comentarios, y quedaron apaciguados los ánimos. Fue el momento de la verdad. Como ocurre en el teatro, en las tramoyas la ficción se revela y no se conforma con ser un invento del autor. Al contrario, se hace presente y como el famoso protagonista de madera de Carlo Collodi, lucha por alcanzar su alma de niño para ver cumplidos sus sueños.

          Collodi es una hermosa localidad de la Toscana en Italia. Allí hay un precioso parque dedicado a Pinocchio, la obra mundialmente conocida del escritor florentino Carlo Lorenzini que es su verdadero apellido. Ayer sábado, decía que en el primer aniversario del Club de lectura Sevilla, recibimos a Aldo Ares, un escritor argentino enamorado de Florencia. La obra que nos trajo: «El nieto del misionero». Un original artefacto literario repleto de pinceladas y anécdotas del Renacimiento. Sala llena, y una generosa participación de las nuevas incorporaciones a quienes aprovecho para expresarles una afectuosa acogida.

          Paso a paso, aprovechamos para dar un singular paseo partiendo de la Piazzale Michelangelo, era visita obligada la vista de la ciudad desde ese punto. Prendados del Duomo hicimos una incursión de la mano de personajes como Michelangelo, Savanorola, Leonardo o Los Medici, entre otros, por los vericuetos de las calles florentinas. Asistimos a alguna ceremonia inquisitorial y analizamos el papel de la Iglesia y sus papas en la época. Mientras caminábamos también nos llegó algo de música de reguetón, y el olor a horno de leña donde se preparaba la pasta para degustar con los caldos de la Toscana.

              Al final de la caminata, un poco cansados y acalorados hicimos una parada en el camino. Fue el momento de la tertulia más distendida, donde por aquello de tener presente nuestros orígenes, nos despachamos una paella junto con otras viandas. Que fácil fue entonces descubrir las ilusiones de quienes escriben o aspiran a hacerlo, de quienes leen y disfrutan con los mundos creados por los autores y del encuentro entre unos y otros.

             Mientras observaba la escena pensé que el Club de lectura Sevilla, que cumplía su primer aniversario, era también el Club de los sueños cumplidos. Desde la nada a una iniciativa que ya toma cuerpo. Y para celebrarlo, habíamos viajado a Florencia de la mano de Aldo Ares, hicimos de la ficción la virtud de sentirnos en las vidas de otros y en otro tiempo. La literatura es, ante todo, un lugar de encuentro atemporal en el que es posible crear una burbuja mágica en la que pasar unas horas aspirando a dejar de ser un muñeco de madera.   

          

El bricolaje de Macgyver

          Cuando yo era un chaval se puso de moda el bricolaje de MacGyver, un personaje protagonizado por Richard Dean Anderson. Un agente de inteligencia de la fundación Phoenix en una de las series más famosas de los años ochenta. MacGyver se dedicaba a ayudar a los buenos y acabar con los malos, por lo que el argumento no era muy disruptivo ni siquiera para la época. Lo que sí llamó la atención fue el método para conseguirlo.

          MacGyver lo mismo arreglaba un agujero en el ala de un avión con un chicle masticado, que fabricaba un artefacto explosivo para volar una cerradura con una caja de cerillas y un trozo de plastilina. Lo sorprendente de cada capitulo eran dos cosas: la primera, que siempre tenía una ocurrencia disparatada a mano y, la segunda, que con un par de miradas alrededor encontraba los elementos necesarios para llevarlo a cabo. Y funcionaba, para hacer las delicias de sus millones de espectadores por todo el mundo.

          Recordaba esto porque ando metido en materia de pequeñas reformas y acondicionamientos. Lo típico después de una mudanza. Soy consciente de que las minucias (colgar cuadros, cortinas, ajustar alguna madera rebelde etc) es un servicio «manitas» que se ofrece por Internet. Sin embargo, me parecía un oficio tan anodino, que incluso yo podía arriesgarme imitando a MacGyver con algunas de esas tareas domésticas. Craso error.

          A mi alrededor hay cosas, quizá demasiadas, pero no es fácil encontrar un simple taco para la pared que coincida en grosor con algún tornillo y ambos con la broca de la taladradora. Es una fórmula matemática imposible. Y no digamos ya que el destornillador (ahora siempre son de estrella) no sea demasiado grande o pequeño. Lo habitual es lo contrario. Para mí colgar un cuadro es sinónimo de frustración, martillazo en un dedo de la mano y, posiblemente, un pie jodido al golpearme descalzo con la escalera plegable de metal.

          Mundo aparte es lo de colgar cortinas. Si mis aspiraciones de parecerme a MacGyver acaban con un simple taladro en la pared, lo de las cortinas me recuerda al Apolo XIII: «Houston, tenemos un problema». No sé que habría sido de mí de haberme visto en aquella mítica nave camino de la luna. Chorreando oxígeno a todo meter, con menos luz que en el callejón del gato negro y tirando de envoltorios de chocolatinas para arreglar el quilombo. No sé cuantos grandes pasos habría dado después la Humanidad, pero yo no creo que hubiera dado ninguno más. 

Samarcanda y la fatalidad

          Leía esta semana en las clases de literatura que impartió Julio Cortazar en Berkeley, un relato de origen persa que, según parece, inspiró al novelista norteamericano John O`Hara para su obra «Cita en Samarra». Una historia muy conocida sobre la fatalidad que ha sobrevivido hasta nuestros días. La muerte, en definitiva, tiene una cita con cada uno de nosotros, y no importa donde nos escondamos o lo lejos que huyamos. Acabará encontrándonos según está en la agenda del destino.   

          Pensaba en ello cuando, de forma inevitable como para la mayoría de personas con acceso a una televisión o a Internet, me llegó la trágica e insólita noticia del Titán. Primero, lo descabellado de la misión: cinco personas empeñadas en descender, en una especie de cachalote hueco de metal y fibras, al abismo donde duermen desde hace más de cien años los restos del Titanic. Un coloso de la ingeniería de primeros del siglo XX, con lo más representativo de nuestra especie: la riqueza, la pobreza, las ambiciones y las esperanzas, el amor, la traición y, como viene siendo habitual, la desgracia y la muerte.

          Cinco peculiares individuos, que uno no sabe bien si eran exploradores o turistas, o habían sido avisados, como en la historia de Samarcanda, de que la muerte les andaba buscando y trataron de huir a lo más profundo del planeta. Pagaron por ello una cifra millonaria, por un pequeño espacio cerrado con el oxígeno suficiente para despistar a la parca y volver a subir a la superficie sanos y salvos. Una vía de escape que no está al alcance de casi nadie.

          No sabremos nunca si alcanzaron su destino ni si lograron ver los restos del pecio en descomposición. Si pensaron, que allí camuflados entre los restos de más de mil vidas, a la muerte no se le ocurriría volver a mirar donde ya estuvo con tantos para encontrar a tan pocos. Nunca sabremos, en fin, si el dinero entregado para el billete de ida no era, después de todo, sino las monedas exigidas por Caronte para cruzar a salvo al otro lado.

          La muerte, además de igualarnos a todos, juega con ventaja. Sabe más que nadie de matemáticas, y eso es algo con lo que hay que contar. No solo puede desplazarse a gran velocidad de un lado a otro por el mundo, surcar valles, escalar al Everest o sumergirse en lo más profundo del océano. También es paciente. Quizá por ese motivo, el 12 de abril de 1912 después de contar con los dedos de un mano se dijo: «voy a descansar un rato, que aún me faltan cinco que llegan con retraso».   

La gasolinera trampa

          La gasolinera trampa es una en la que yo he caído en varias ocasiones. Se sabe cuándo se entra pero no cuándo se podrá salir ni en qué condiciones psicológicas. Todo depende de una combinación de azares y personajes que, en algunos casos, me temo que viven en ellas enredados entre las estanterías, atrapados por los donuts y las latas de aceite para los coches. Se trata de individuos que un fatídico día entraron a por algo y desde entonces no encuentran la salida ni un motivo para volver a sus quehaceres. 

          De vez en cuando, y aquí está la trampa, uno de esos zombies andantes se acerca a la caja porque recuerda que ha repostado en algún momento. Además, ha decidido que quiere varias zarandajas adicionales: un paquete de chicle, una barra de pan, un rasca de la ONCE y que le pongan un cortado con la leche templada y sacarina en vaso de cristal pero tipo caña. Cosas todas ellas, que la única persona que atiende la caja debe hacer mientras una fila de incrédulos clientes va creciendo.

          Lo primero que hace quien atiende el negocio es poner a calentar la leche en la máquina, convirtiendo la tienda en una pista de pruebas de motores a reacción. Luego, sale corriendo hacia la caja, porque una serie de nuevos conductores aprietan todos los botones de todos los surtidores haciendo sonar varias alarmas a la vez. Consigue aplacar el pio pio y se dispone a cobrar el combustible de nuestro amigo que, ahora, no recuerda muy bien el número de surtidor y tiene que salir a comprobarlo entre miradas poco amistosas. Mientras tanto, la leche ha hervido hasta la evaporación y la cajera ha marcado el resto de productos del colega. Varios de ellos a mano, porque el lector no pilla el código de barras.

          El número 6 le anuncia en voz alta, pero el 6 no puede ser porque alguien está repostando ahora en el 6. Así que mirando por la ventana, a duras penas entre ambos, identifican la columna correcta que es la 7. La cola de gente ya da la vuelta a la manzana. ¿Cómo va a pagar? Con Waylet contesta tranquilamente. Una vez hecho el cargo, recuerda que con Waylet sólo quiere pagar el combustible y el resto en metálico. Nuevo abono, nuevo cargo y 27 euros de chucherías, pero he ahí que recuerda disponer de unos tickets descuento en la app de la marca. La abre pero no sabe buscarlos. La compungida cajera suda la gota gorda, ayuda pasando pantalla tras pantalla, mientras los murmullos de protesta comienzan a ser evidentes. Resulta que los tickets descuento los había gastado la vez anterior. En metálico no tiene 27 euros, así que debe soltar algo que le cuadre para usar los 23,50 disponibles.

          A estas alturas, quien padece de la tensión y no ha tomado el Enalapril de esa mañana está a punto de fibrilar o de cometer un homicidio en un arranque de ira. Comienzan a escucharse desde atrás incluso algún insulto en plan este tío es gilipollas, y cosas por el estilo. La guinda la pone cuando ya todo el mundo pensaba que se iba por dónde había llegado y entonces dice: necesito factura, te doy los datos mientras me tomo el café, y se tienen que sujetar unos clientes a otros para no ajusticiarlo allí mismo. 

          

Las hermanas Mirabal

          El pasado viernes 25 de noviembre se celebró el día internacional de la violencia contra la mujer. Algo que, en sí mismo, es un noble fin y una vergüenza que todavía exista la necesidad de reivindicar algo así. La violencia contra las mujeres, simplemente, no debe existir. Ni contra el resto de seres humanos que no son mujeres, tampoco. Sin embargo, y puesto que es un día internacional, quise echar un vistazo a la situación en todo el mundo para ver que esperanzas nos cabe tener al respecto y consultar algunos datos. 

          Lógicamente, y dadas las fechas y los acontecimientos deportivos, lo primero que hice fue darme un paseo virtual por Qatar. Un país en el que la represión y la violencia contra las mujeres sí, allí sí, se ejerce por el simple hecho de ser mujer. Pero esa, a pesar de lo que nos quieren hacer ver, no es la situación en todos los lugares donde existe violencia contra una mujer. Donde un salvaje, borracho, machista, despechado o de mente criminal acaba matando a su mujer, su cuñada o a la vecina del quinto o a una joven a la que no conoce. En 2020 en España 119 mujeres fueron asesinadas, no siempre en el entorno familiar ni entre ciudadanos españoles, y 179 hombres también fueron asesinados por diferentes causas. El problema es evidente: cada muerte es una tragedia que impacta a otras muchas personas.

          También quise saber el por qué de la elección del día 25 de noviembre de entre los 365 que hay cada año. Y aquí aparecen las hermanas Mirabal, naturales de uno de los países más bonitos del mundo: República Dominicana. Las hermanas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal fueron brutalmente asesinadas por orden del dictador Leonidas Trujillo —que en el infierno esté— por razones políticas, no por ser mujeres que también lo eran. Los hechos ocurrieron el 25 de noviembre de 1960. Y por los mismos motivos que ellas fueron asesinados algunos familiares y maridos, que eran hombres. 

          La novela «La fiesta del chivo» de Vargas Llosa, una obra maestra, narra los acontecimientos en aquel país hasta que la disidencia acabó asesinando también al infame dictador Trujillo. Una época en la que el machismo era la norma, como en España y en muchos países, y unas mujeres y sus maridos se rebelaron y pagaron con sus vidas. Esa es la verdadera historia referente al 25 de noviembre, que dicho sea de paso, poco tiene que ver con lo que en algunos sitios se celebra o se quiere celebrar desde la manipulación ideológica.

          Pensaba esto, porque esta semana nos hemos gastado todos los españoles un millón de euros de los impuestos en un burdo intento de atacar a un periodista usando el feminismo como escusa. Un acto de violencia institucional, mentecato, mal montado y desmontado a la media hora por el atacado con pruebas irrefutables. Y, seguramente, cobrado por alguna amiga con una reciente agencia de publicidad abierta al abrigo del sectarismo más rancio y fatuo. No tiene desperdicio: 

 

Liderazgo frente a soberbia

         Navegaba ayer sábado por la televisión, a una de esas horas en las que ya cansado de leer y bajo el letargo previo a las horas de sueño nocturno me encontré con un regalo en el canal 20: nada menos que el concierto de Hans Zimmer en Praga. El espectáculo estaba ya muy avanzado pero, como quiera que la tecnología nos brinda cosas muy útiles, simplemente apreté el botón de ver desde el principio y me arrellané en el sillón, en una improvisada platea casera.

          Mucho antes de que me diera por estudiar música, Zimmer ya era para mí uno de los grandes de la música. Es difícil encontrar a una persona que no haya escuchado las exitosas bandas sonoras de películas como Gladiator, Piratas del Caribe, El código Da Vinci o Interestelar. Zimmer, el creador del muro de sonido, con la cantidad de recursos e instrumentos que utiliza, encandiló durante más de dos horas a un público entregado.

          Me llamó la atención como se las apañó durante todo el concierto para dar un reconocimiento individual a cada uno de sus grandes músicos en el escenario: fácil entre 15 y 20 artistas. Mujeres y hombres jóvenes, algunas de ellas auténticas virtuosas al violín, guitarra o percusión que, además, bien podrían ganar un certamen de Miss Universo sin ningún problema: un derroche de talento y estética difícil, si no imposible, de superar. Todo ello acompañado por un extraordinario coro de Praga que hizo las delicias del público con sus interpretaciones.   

          Zimmer derrochó liderazgo brindando a cada uno su minuto de gloria frente al público. Liderazgo frente a soberbia, de quien pudiera esperarse que reclamara para sí los aplausos y vítores de las decenas de miles de personas que asistían al concierto. Pero el talento y la sabiduría son lo contrario, precisamente, de la soberbia.

         Recordé entonces los sinsabores de esta semana en las noticias. Y me entristeció por un momento el ser consciente de lo fácil que es sumir a una sociedad en la desesperanza, lo rencores, el odio ideológico y la incertidumbre constante. Una sociedad dirigida, que no liderada, por la soberbia que no es otra cosa que la hija mayor de la ignorancia es una sociedad pobre. Una sociedad de la que el talento huye, y la magia de Zimmer se convierte en un espejismo. 

El éxito misterioso

          En el mundo artístico y literario el éxito misterioso es una constante difícil de explicar. Al menos, en la música, el cine y la literatura se produce con una frecuencia que casi es una regla no escrita. Incluso para autores o escritores de fama mundial es un fenómeno que viven en algún momento. Hay carreras que comienzan de forma anodina y sin que el público se fije en la obra y, un día, sin explicación aparente, se produce lo que en mi tierra se conoce como un pelotazo. También es cierto, que para la mayoría ese día no llega nunca o les llega después de muertos.

          Me fijaba en la pasada feria del libro de Sevilla en las obras que compartían mesa y expositor con mi novela durante la firma de ejemplares. La mayoría eran novedades de autores muy conocidos, muchos de ellos bestsellers de los que llenan las librerías de El Corte Inglés o FNAC por no citar a nadie en concreto. Escritores, en todo caso, de los que juegan en las ligas mayores con editoriales de primer nivel y amplia distribución y promoción.

          De algunos de ellos he leído sus obras más conocidas o, por así decirlo, la obra por la que el público en general los conoce. Recuerdo un par de casos allí presentes, junto a mi desconocida novela, que presentaban su lanzamiento o lo acababan de publicar en el último mes. Autores que vendieron cientos de miles de ejemplares de obras anteriores y se tradujeron a un buen puñado de idiomas. Aciertos de los que se escribieron ríos de tinta en medios especializados. 

          No pude menos que interesarme por la suerte de sus novedades, allí presentes al alcance de mi mano y de la de los lectores que visitaban la caseta de la librería Entrelíneas. Sus propietarios y mis anfitriones en ese evento, me contaban que no se vendían apenas aquellos libros, que prácticamente nadie, en definitiva, preguntaba por esos nuevos títulos a pesar del peso del nombre del autor en letra grande en la portada de diseño. Un misterio. Imagino lo que debe significar para alguien que toca una vez la gloria, verse de repente en el rincón de los no vendidos.

          Nadie sabe a ciencia cierta por qué se produce el éxito misterioso, qué concatenación de hechos, casualidades, rebotes o manos de duendes se confabulan para que se produzca. Nada es para siempre; dice el conocido refrán que no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo aguante. Pero también es cierto, que lo normal es que el éxito y la fama en las artes se evapore con rapidez y, además, se vuelva reticente a llamar a la misma puerta por segunda vez.