Los odios y sus cancelaciones

          Vaya por delante que la cancelación de cualquier tipo en una obra artística, desde mi punto de vista, es una práctica peligrosa. La reciente cancelación de El odio, libro de la editorial Anagrama no distribuido, del autor Luisgé Martín, sobre el crimen de José Bretón, es uno de los ejemplos más recientes. Sin embargo, no es el único caso, y marca una tendencia totalitaria de los poseedores de la moral pública, que suelen ser quienes más faltan a la ética y sus virtudes al tiempo que la defienden, eso sí, siempre que les encaje en su sistema de sin valores o propaganda. 

          Habría que distinguir entre una obra de ficción y una de ensayo, divulgación o investigación. En el primer caso la libertad debería ser total. Sin embargo, aunque con más dificultades para acallarlas, no faltan los inquisidores públicos contra ellas. La ficción siempre puede recurrir al recurso de ir disfrazada de nombres y lugares ficticios, aunque referidos a hechos reales, y eso hace más complicado el señalamiento. No obstante, en la historia de la literatura, no ha faltado la miopía suficiente para criticar grandes obras de autores como Truman Capote o Vladimir Nabokov.

          Ver y escuchar contar a un asesino confeso las razones por las que mató a inocentes puede ser un plato de buen gusto para muchas personas, incluso celebrado en medios de comunicación y alabado por el atrevimiento de su autor. Saber las razones que justifican sus asesinatos, y regodearnos con el odio que el asesino destiló para matar puede llegar incluso al cine. De hecho, puede tener tanto éxito que sea materia de telediarios, promociones y hasta contenido de pago para Netflix. Lo acabamos de comprobar no hace mucho con la famosa difusión de No me llame Ternera, del periodista millonario y progresista defensor de la igualdad, Jordi Évole. No he tenido noticias de que hubiera podido ser censurado o cancelado el contenido.

          Con El odio de Luisgé Martin la cosa cambia: para empezar nadie necesita blanquear a José Bretón por razones políticas, al contrario, a diferencia de Josu Ternera, Bretón es un pobre diablo loco y criminal. Usted pensará que Ternera tiene las manos manchadas de la sangre de mujeres y niñas, pero créame, para la inmoral inquisidora eso no importa.  A Ternera, dicen muchos, se le puede entender y sus motivaciones para asesinar ser aireadas a los cuatro vientos. Es un asesino en serie y terrorista, cierto, pero el otro es un asesino machista y parricida. Siempre ha habido clases, y eso marca la diferencia. Es cuestión de oportunidad política.

          Yo sé que estas diferencias son sutiles y complicadas de diferenciar. En la España de hoy le aplaudirán cualquier libelo que ensalce, por ejemplo, los crímenes de la II República como hechos heroicos por muy deleznables que sean. Pero es muy probable que le cancelen una obra alabando los pantanos construidos en la época franquista y le tilden de fascista. Así nos muramos de sed en una sequía. No le dé más vueltas, si Bretón hubiera sido miembro de ETA Luisgé se cubriría de gloria con su libro y ganaría algún premio, y si Ternera fuera carnicero de profesión y asesino parricida, Jordi Évole no le habría sobado la oreja para hacer un documental. Porque Jordi es muy listo, a diferencia de Luisgé, y sabe elegir al asesino que interesa a la Inquisición en cada momento.   

Silencios y memorias

         La Persistencia de la memoria es un conocido cuadro del genial y, no menos excéntrico, Salvador Dalí. En su célebre obra derrite el tiempo y lo desparrama como un engrudo espeso sobre un universo seco de vida, reflejado en uno de los relojes que cuelga de una rama muerta como una piel secándose al sol. Sobre el paisaje yermo los relojes se han agotado, y ya solo marcan unas horas imposibles, aburridos de tanto marcar los destinos de las personas. Yo creo, cada vez que admiro esta genialidad, que Dalí les quitó las pilas para lanzarnos un reto.

          Dice la teoría de la expansión del universo que somos el fruto de una elasticidad infinita. Que nuestro entorno se estira como un chicle que solo Dios es capaz de masticar, y que le gusta hacer pompas o globos que nos explotan a los humanos en las narices por simple diversión. Digamos que para ver de qué manera nos limpiamos las narices y los morros con los restos. Y, así como a Dalí se le derritieron las manecillas de sus pelucos, a nosotros nos toca adivinar si hay algo que podamos hacer con este asunto de pura física.

          Pensaba esto porque últimamente mastico chicle cuando escucho música o aporreo el piano, y entonces me acuerdo de mis clases en el conservatorio, y de que la progresión de una sola nota es infinita, pero ocurre que nuestros oídos embadurnados de goma de mascar son limitados y terminan por dejar de percibir esas ondas que se alejan hasta perderse. Yo las llamaría las asíntotas de Dios. La mano que tiende a tocar el infinito sin llegar nunca a conseguirlo. Sin embargo, hay una diferencia con Dalí: a la música nunca se le acaban las pilas como a los relojes. 

          Estoy medio convencido de haber dado con la trampa o el enigma. O eso creo yo, y se lo propongo a usted, querido lector, para que me lo comente si lo tiene a bien. La música y el Big Bang ocurrieron a la vez. Nacieron juntos y se agarraron de la mano, para que su travesía eterna no se viera nunca interrumpida, ni siquiera en un paisaje desolado o fruto de una sordera como la de Beethoven. Desde entonces, la melodía de la vida se estira en La menor o en Do mayor según llueva o salga el sol.

         Decía el inolvidable Jesús De la Rosa, del grupo Triana, que necesitaba agarrarse a la cola del viento para poder volar. Como hijos del agobio que según él algunos de nosotros somos, necesitamos sentir la experiencia de la vida con voces graves y agudas. Somos rebeldes al silencio a pesar de amantes de la música y, aunque al final, el silencio llega, también tenemos claro que sin los silencios la música no sería posible.

        Un poco de música, maestro que en Gloria estés. 

         https://www.youtube.com/watch?v=MMxqTItQb4c

 

Carnaval de postureos

          Estamos ya en época de carnavales, de esos de los de toda la vida. No el carnaval de postureos desenfrenados de las redes sociales, ese es más reciente, sino el satírico festivo. El carnaval auténtico rezuma talento crítico y su poquito de malababa. Es un reflejo social con pimienta y texturas goyescas. En las letras de las comparsas hablar de un maricón no lleva implícito un delito de odio, un político es un don nadie lameculos que vive de lujo con el dinero de otros y se dice tranquilamente, y la vecina del quinto sigue yendo al bingo y tirándose al mejor amigo de su marido. O sea, un reflejo de lo que todos sabemos, pero hacemos como que no lo vemos.

          Lo que es imposible dejar de ver, a menos que uno retroceda unas cuantas décadas y se olvide del móvil y de las redes sociales, es el carnaval de cotidianos postureos de una peña ávida de asomarse al mundo. A mí, que tengo todas las redes, cada vez me da más pereza aparecer en ellas. Es algo que, aunque con poca frecuencia, me obligo a hacer para anunciar un artículo como este o el lanzamiento de una nueva novela o cosa similar. Y luego, mi editor lo replica o lo recuerda de vez en cuando y algunos amigos me regalan un like o un corazoncito. También me dejan comentarios por aquí abajo algunos días, que siempre agradezco. Salir en video es algo que no me gusta, me resisto, aunque haya colgado alguno muy puntualmente.

          Yo sé que eso es una desventaja si lo que se pretende es tener muchos seguidores que, las más de las veces, tampoco aportan gran cosa. Hay que tener en consideración que no solo le sigue a uno una cohorte de admiradores, ni mucho menos. También se es seguido y, sobre todo seguida, por curiosos y pervertidos, delincuentes y estafadores, ademas de algunos personajillos envidiosos con intención de criticar a escondidas o directamente poner a bajar de un burro a cualquiera entre risas con los colegas.

          Pensaba esto porque me quedo de piedra con la exposición de sus vidas que hacen algunas personas para vender lo que sea que vendan: acabas descubriendo dónde vive el fulano, si se ha operado las tetas la mengana, si ha ido a Turquía a ponerse pelo el que antes era calvo, dónde comen, con quién, qué comen y así hasta el aburrimiento. Algunas personas tienen el síndrome de gran hermano tan interiorizado que no se privan de dar de sí mismos cada detalle insignificante de sus vidas cotidianas. Un exhibicionismo tan incauto como arriesgado. 

          Debería haber una policía de las redes sociales, así del mismo modo que en todos los grupos de wasap hay un tontolaba o una amargada que se encarga de censurar comentarios por vicio, debería haber digo, alguien que le advirtiera a los más expuestos que incluso el ridículo se debe racionar con mesura. Que nadie necesita ver el canalillo de la raja del culo de un gordo agachado recogiendo castañas, ni a la rubia de bote comiéndose un plátano con cara de vicio.  

 

Los regalitos

          Hoy es 1 de diciembre, y toca pensar en los regalitos. Un año más, gracias a Dios o al destino, cada cual que mire para donde mejor le parezca. El caso es que el tema de los regalitos es recurrente por estas fechas del calendario, como lo es el quebradero de cabeza para dar con algo que no sea la corbata, el pijama, o el dispositivo electrónico. Conozco a un amigo que hace más de diez años que no usa corbata y cada Navidad le regalan un par de ellas, puede que como castigo enmascarado.

          Esto de los regalitos hay que currárselo un poco. No vale dejarlo para última hora y luego deprisa y corriendo tirar de algo improvisado. Corre uno el riesgo de que el obsequio acabe, un tiempo después, de vuelta en las propias manos fruto del karma tras haber pasado por varios propietarios que lo fueron a su vez regalando a la menor oportunidad. La teoría de los seis grados de distancia social aplica también a los regalitos, por lo que la soga que se regala imprudentemente podría acabar perfectamente en el propio armario pasadas un par de navidades.

          Pensaba esto porque yo siempre lo pongo fácil a mis allegados, les pido que me regalen libros. Pero no solo eso, sino que para evitar que se devanen la cabeza sobre mis preferencias, o acerca de si las últimas novedades ya las he leído, les hago una lista de obras candidatas. Así de simple. Tiene la ventaja de que aunque al final me acabe cayendo el pijama de turno, prenda que nunca uso, viene con el añadido de algunos de los libros que me alegran las fiestas.

          Un libro, entiendo yo, es mucho más que un regalo. Lo pienso así porque no se trata solo de un objeto. Piense en un pañuelo, un perfume, unos zapatos o una lata de sardinas, por poner unos ejemplos: no son más que objetos. Un libro, sin embargo, es el envoltorio de un mundo lleno de experiencias, de personajes que aún no conocemos, de lugares, sabores, sentimientos, conocimiento que no tenemos y que está allí dentro. Detrás de las cubiertas que hacen de papel de regalo, hay un universo a la espera de ser descubierto.

          Quien te regala un libro te quiere bien, de eso estoy seguro. No es algo que te suela regalar un cuñado, y eso ya debería ser una pista importante acerca de lo que digo. Es también un gesto elegante, el de alguien que ha pensado en ti y en lo que te puede interesar saber. Por eso, queridos lectores, plantéense regalar un libro estas navidades. Es fácil. Aquí les dejo una opción muy interesante:

El eslabón de Chihuahua

           

           

El inseguro

          El inseguro es ese documento que, en ocasiones obligados por la ley o los bancos, usted firma y contrata con una compañía de «seguros». Le parecerá un oxímoron, pero créame que nada hay más inseguro que una póliza de seguros. Esas 50 páginas en las que le prometen la salvación en caso de accidente o desgracia en los primeros párrafos, y las miles de razones por las que no lo harán en las siguientes 49 hojas. Uno de esos contratos que se denominan de adhesión en los que el cliente, como parte contratante, no tiene nada que negociar ni que decir. Lo tomas o lo dejas: punto. 

          Pensaba esto porque cada vez que ocurre una tragedia como la de esta semana, o el reciente incendio del edificio que ardió como una tea, no puedo evitar una sensación de desasosiego cuando pienso en los afectados, y en cuando intenten cobrar la indemnización que les haga sacar el cuello de la ruina y rehacer sus vidas. Ya se lo pueden tomar con una gigantesca dosis de paciencia para no provocarse una úlcera o una patología cardíaca. Una cosa debe tener en cuenta cada afectado: el seguro hará todo lo humanamente posible por no pagar ni un euro.

          Pronto descubrirán lo fácil que es perder la calma, apenas marquen el teléfono de la compañía y descubran que allí no suele haber nadie que responda. Lo más habitual es que le atienda una maquinita que lo mareará con una locución de media hora en dos idiomas informándole de sus derechos sobre protección de datos. Si tiene suerte y luego de comerse la chapa no se corta la llamada, que se prepare para el mareo de preguntas y que si marque tal o marque cual. Tras lo cual le pondrán una musiquita de la usada como tortura en los campos de concentración. Todo por ver si se aburre el cliente y cuelga o estrella el teléfono contra la pared.

          Si tras algunas mañanas dedicado en exclusiva a tratar de contactar lo consigue le darán una primera respuesta: su póliza no cubre lo que ha pasado. Es una respuesta estándar. Y quizá el desdichado, si le quedan ganas buscará un abogado para que le represente y al que le dirán lo mismo. Si aún así decide pleitear, y soltar dinero en vez de recibirlo, lo mas probable es que vea como se acorta su esperanza de vida sin que pase nada: sus hijos se hacen mayores y se casan; nacen nietos y se celebran muchas Navidades, pero todo ello sin saber nada del juzgado. Cosa que los del seguro saben más que de sobra que es así como funcionan las cosas en este país. Y aunque un día soleado gane el pleito, mejor que no lo dé por cobrado. Esa es otra pelea de recursos, apelaciones, más recursos, más nietos…

         Le puedo parecer exagerado, pero créame que lo sé por experiencia en propia carne. En 2020 tuve un siniestro cubierto por un seguro. Han pasado 4 años, tengo sentencia a mi favor y adivinen que: a fecha de hoy no he cobrado ni un euro. Solo deseo que esta vez haya con la tragedia de Valencia, al menos, un poco de tres ingredientes fundamentales: compasión, empatía y humanidad con tantos miles de familias afectadas que lo han perdido todo.     

 

Malotes sin disfraz

          Muchos de los personajes de mis novelas son malotes sin disfraz. Lo son de una manera visible. Son individuos de escasa moral, interesados en el dinero y el sexo, o sin escrúpulos para cometer actos delictivos con el fin de conseguir un beneficio personal. Y conviven con otros personajes mejor adaptados a la vida en sociedad. En definitiva, trato de que los habitantes de mis páginas sean, en la medida de lo posible, un reflejo de lo que vemos por la calle cada día.

          Pensaba esto, precisamente, porque la realidad suele tener esa manía incómoda de superar a la ficción. Estos días, en un alarde más de imaginación, nos ha presentado al malote disfrazado de superioridad moral. Una clase de individuo que bajo el disfraz de cordero y el discurso hueco y falsario esconde una personalidad abyecta hasta lo patológico. Una habilidad que le permite surfear entre bambalinas, rozando culos al descuido, acosando con frases a medio terminar, o pasando directamente a la violencia envuelta en el miedo de la víctima a las represalias.

          En la literatura estas escenas tampoco son nuevas, incluso yo describo algunas parecidas en mis novelas. Pero ninguno de mis personajes va de vendedor de biblias, ni de adalid de la superioridad moral que se enfrenta a los malos de siempre. Unos supuestos malos que, además de escuchar sin reaccionar, no se atreven a descabalgar de la burra a los pregoneros con carita de buenos. Mis personajes malotes se ven venir a lo lejos, presumen de serlo, actúan en consecuencia y, cuando los pillan, pagan las consecuencias.

          Vivimos en tiempos de cuentos y timadores, días de regeneradores que bien podrían refundar el cártel de Medellín con el dinero de los impuestos que nos sacan hasta la asfixia. De defensores de la igualdad y los derechos de la clase obrera y trabajadora que se hacen ricos en un par de años, y que pasan del pisito modesto a la mansión, del barrio obrero a las zonas más caras y exclusivas de Bruselas o París. Y todo ello, desde la superioridad moral.

          Sin embargo, pocas cosas hay más detestables en estos propietarios de la superioridad moral que escuchar su defensa del feminismo, su esfuerzo por la igualdad, sus caritas de monjes acartonados, su aliento podrido. Y ahora tener que imaginarlos tras la puerta de un baño, o en un dormitorio improvisado: golpeando en vez de amando, y humillando a una mujer. Maltratando en vez de acariciando, usándola como objeto, y no respetando el cuerpo ajeno. Es bueno tomar ejemplos de la realidad, no para escribir historias, sino para recordar que según detrás de qué superioridad moral suele habitar una gran montaña de basura.   

La agenda de Noel

          A papá Noel la agenda se le está complicando tela marinera. Me refiero a una moda que viene de lejos y que, sobre todo, hemos inventado en nuestra querida España. ¿Qué moda? Pues la de cambiarle la agenda con el trabajo que tiene preparar los renos. Pero sí, a veces los cambios vienen, como en Bérchules (Granada), provocados por la anécdota de un apagón en 1994. Desde entonces, estas tradicionales fiestas que incluyen el movilizar a gente como Noel, se celebran en agosto en esa localidad.

          Otras veces, sin embargo, la cosa no va de recoger la anécdota para convertirla en algo digno de admiración y mención, sino en una astracanada fruto de vaya usted a saber qué, pero todo apunta a aquello de Panem et circenses. En Venezuela, donde recientemente y a pesar del mudo verificador internacional español, el dictador Maduro les ha robado las elecciones a los venezolanos, ahora dice que adelanta la Navidad a primeros de octubre. Anuncio que un público seleccionado aplaudía en televisión con sincronización coreana.

          No aclara el dictador si este adelanto es para siempre desde este año, o solo por una vez para entretener el hambre, la miseria y la represión política violenta. La UE no reconoce la legitimidad democrática en el país, ni los Estados Unidos tampoco, pero mientras tanto el dictador amenaza con asaltar la embajada de Argentina donde se refugian los vencedores de las elecciones. Por desgracia, los venezolanos tienen pocas esperanzas de que la comunidad internacional intervenga por la fuerza como se hizo con Noriega en Panamá.

          Noel no les traerá la libertad a los venezolanos por mucho que se dé prisa en llegar con sus sacas de regalos. El mundo se está partiendo en dos bloques, y las socialdemocracias de las que tanta prosperidad hemos conseguido en Occidente se agotan. Tiranías como las de Maduro cuentan con la protección de países no democráticos como Rusia, China o Irán. Es esa parte del mundo donde los derechos humanos no importan y la libertad se le arrebata por la fuerza a los ciudadanos.

          Pensaba esto, más que nada, por las próximas generaciones. Europa no está libre de culpa ni del riesgo de partirse en dos, y no en buenos y malos como nos quieren hacer tragar. No así, sino en dos mitades fallidas que es una solución mucho peor, porque ninguna de las dos propuestas a las que tienden los países, incluido el nuestro, tendrá diferencias con la dictadura de Maduro, por mucho que adelantemos la Navidad, si es que la Navidad no es derogada antes por decreto Ley y Noel se queda con contrato fijo discontinuo. 

¿Y si fue la vacuna…?

           Todos hemos oído, leído e incluso reído con las teorías de la conspiración durante la última pandemia global que nos sacudió de lo lindo. Un repaso en toda regla a la prepotencia humana y la falta de previsión que costó 15 millones de vidas solo durante los primeros dos años, según Naciones Unidas.  España estuvo, como otras veces lo está en fútbol, a la cabeza del desastre, la manipulación informativa y el número total de muertos que, según el gobierno y sus palmeros, fueron sobre todo asesinados por la presidenta de Madrid: la señora Ayuso, que cada vez que hay elecciones les pasa la mano por la cara. 

          Nos comimos como campeones dos encierros inconstitucionales durante meses (por eso cambiar el TC), nos jamamos igualmente más años de mascarillas que de antigua mili, para ver si Koldo y su mafia ministerial liquidaban el stock chino, nos dejamos comer la oreja por el tonto Simón de un caso o dos como mucho y, además, aplaudimos como focas en los balcones según el tum tum de los tambores de un tipo que salía a darnos charlas paternales de una hora sin haber ganado nunca unas elecciones. Ni para presidente de su comunidad de vecinos.

          Pensaba esto después del bochornoso espectáculo de esta semana. Un prófugo de la justicia perseguido por delitos de extrema gravedad. Un delincuente internacional con orden de detención, que se mea en la cara de un país como España y lo hace en directo. Anuncia su agenda: cuándo viene, dónde da la charla pública televisada y, con las mismas, se va y se ríe de todos nosotros a la mansión que pagamos con nuestros impuestos. Allí supongo se saca la chorra de nuevo la moja en cava catalán y se la limpia en las cortinas decoradas con la bandera española. 

         Yo no creo que así por las buenas la humillación pública sea algo soportable de forma natural. Hoy, y con razón, le dices a un tipo amanerado maricón en un bar, o guarra a una que parezca una guarra de pago y acabas con grilletes en el calabozo. Después acusado de un delito de odio (nadie sabe cuál es el baremo ni el tipo objetivo), y lo mismo arruinado y maltratado. Eso si no te han metido antes una paliza el dueño del bar y sus amigos, dependiendo de si estás en La Moraleja o en Rivas Vaciamadrid. 

          Yo creo que nos metieron el chip, ya me jode darle la razón a Miguel Bosé, pero no hay otra explicación. Los humanos siempre tuvimos dos cosas que nos caracterizaban: la capacidad de vivir en sociedad, y el acecho preventivo para que no nos convirtieran en rebaños ciegos y rendidos. Nunca imaginamos que una masa amorfa de carne a 36 grados  sería capaz de tragar con todo sin rebelarse, sin hacer como en otras épocas hizo: darle caza al traidor y sus valedores y colgarlos por los pies en plaza pública. 

Círculo de Lectores

          Trajinaba yo en el verano del 82 entre un curso de bachillerato y el siguiente tratando de embolsarme algunas pesetas. Tenía edad legal para trabajar, aunque creo recordar que en aquella época las leyes laborales eran mucho más laxas que ahora. La tasa de paro de aquel año según la EPA era del 16% en general, y casi del 50% en menores de 20 años. Más o menos, la misma que ahora 40 años después si descontamos los trucos del almendruco.

          Ya fuera cosa del destino o de vaya usted a saber, supe de un anuncio en el que buscaban vendedores para el Círculo de Lectores y allí que me encajé. Logré el puesto sin contrato, lógicamente, y a comisión por conseguir nuevos socios para aquella revista de la que cada mes había que comprar un libro o un disco, o quizá dos, si no recuerdo mal. Suscribirse costaba 200 pesetas, y yo el primer mes cobré de comisiones 8.000 pesetas. Es decir, que tuve éxito, y enganché a un montón de gente para aquella empresa.

          Muchas de las familias, de barrios humildes, que se encontraban con un chaval de 17 años en la puerta, de verborrea facilonga y descaro sin cuento, me miraban desconcertadas. Algunas madres me señalaban varios churumbeles que se arremolinaban agarrados a sus piernas moqueando, y me decían que a ver cómo se las apañaba ese día para hacerles el bocata. Eran tiempos muy duros, en una España todavía con niveles de desarrollo alejados del resto de países de una Europa en la que todavía no habíamos ingresado.

          Yo me debía a mi trabajo y quizá por eso, ignorando las necesidades que me señalaban los posibles clientes, les hacía ver que leer era la mejor inversión para sus hijos. No mentía. Aunque mi argumento como es lógico era interesado y, casi seguro, inoportuno. Vi muchas veces como algunos padres y madres rebuscaban en cajones las monedas o renunciaban entre gestos de resignación a la litrona de ese día. Yo me llevaba mi contrato. No me arrepiento. Hoy sé, aunque no lo vea, que he llenado de libros muchas casas humildes de Sevilla. 

          Leer en aquellos años era casi la única diversión posible, además de escuchar música o fabricar niños. Hoy, la oferta de ocio es tan abrumadora que leer solo es una opción entre plataformas digitales, cientos de canales de música, podcast, porno en internet y bulos en cascada. Quizá por ese motivo no nacen apenas niños, en pocas casas hay ya una biblioteca junto a una chimenea para las horas de lectura, y nos tragamos como si fueran pipas los programas basura de chismes e indignidades sin cuento. Sé que muchos de aquellos libros siguen existiendo, y que muchos de aquellos niños y niñas que vieron entrar libros en sus casas hoy se acuerdan de ello. Lo sé, porque algunas hoy mujeres lectoras me lo han contado, las vueltas que da la vida. A todas ellas, mi gratitud con afecto. 

Malotes y malotas

          A mí, personalmente, con lo que me ha llovido encima me la soplan en fila de a dos los malotes y las malotas. Sin embargo, aunque solo sea por una cuestión de higiene mental, no puedo dejar de opinar sobre la insistencia de las modas entre los guionistas e inventores de historias. Una forma de operar que no es nueva, ni mucho menos, pero que satura hasta peligrosos niveles de hartazgo y que, quizá, no sea tan inofensiva como una simple canción.

          Nos hemos comido ya un par de millones de libros, pelis, chupi docus y demás acerca de la mujer maltratada y luego empoderada, super talento, genia donde las haya que escapa de las garras del machista malo malísimo, cabrón, abusador, borracho y perdedor y de todo lo peor y por su orden. Así, de manera genérica y sin distingos. Y…, ahora que la marea amaina, toca subir a los cielos a los narcos y las narcas. No sé si como ejemplo para los bachilleres que no tienen claro qué estudiar, o por simple sevicia de las productoras. 

          No hay canal que no tenga entre sus series favoritas unas cuantas sobre delincuencia organizada y criminales. Hasta aquí todo sería normal, son situaciones habituales, por desgracia, en el mundo en el que vivimos. Pero eso sí, presentados como ganadores. Los narcos y narcas de las series son guapos y guapas, viven en mansiones maravillosas y asisten a fiestas lujosas, y se enamoran y chingan como perros y perras en sitios maravillosos. Tienen incluso su descendencia que llevan a coles privados de élite junto con los hijos de los gobernantes progres, y hacen dieta sana y vegana. Son, por así decir, un ejemplo de vida a seguir.

         Se contrapone a ese modelo idílico el policía greñudo o con pinta guarra de no dormir y no afeitarse, fumador y bebedor, por lo general separado por su culpa, obviamente, y con problemas familiares por no pagar la pensión. Además, como es lógico, tiene la amenaza sobre su cabeza de perder la placa por hacer algo inconstitucional para detener a los malotes y malotas. A todos nos queda claro que no es un tipo (siempre hombre) que sea de fiar.

          Este patrón, que se repite ad nauseam, se deja muchos pelos en la gatera. Y lo que es peor, no se hace en su relato el menor cuestionamiento a los cuquis narcos y las cuquis narcas. Casi, doy por sentado, que viendo una de estas repetitivas series dan ganas de no estudiar una carrera universitaria. ¡Ojo! Que yo soy de los que defiende la libertad de argumento en la ficción, pero lo que no tengo tan claro es que los empresarios que compran y distribuyen la misma mierda una y otra vez estén haciendo bien su trabajo, por una simple razón: vista una, vistas todas.