Hace medio siglo, cuando yo estudiaba aquello que se llamó la E.G.B (Educación General Básica), si te pillaban copiando en los exámenes te metías en un lío gordo. De entrada, casi con toda seguridad te caían una o dos collejas que, luego en casa, te complementaban con otro par de ellas por parte paterna. Los aprendizajes solían hacerse de ese modo, reforzando el escarnio una vez que te pillaban con el carrito de los helados en forma de chuleta de papel. Nadie salía en defensa del tramposo, incluso los colegas más cercanos lejos de proclamar su inocencia se mofaban de la torpeza en la ejecución de la maniobra. Si la cagabas, acababas siendo considerado el tonto de la clase.
Sin embargo, el afán por la trapisonda, el escaqueo, la falsedad y la marrullería no ha cedido con el paso del tiempo. El listo de la clase siempre se ha considerado por encima de las reglas y de lo establecido, de la norma, y ha lucido una habilidad innata para enmarronar al tonto a su costa y riesgo. Era aquel que manchaba la silla del profe con tinta, que atascaba los baños o cebaba las cerraduras con pegamento y que, invariablemente, se libraba del castigo en perjuicio del tonto de la clase que acababa de nuevo con las dos collejas a modo de banderillas en su nuca enrojecida.
Esta especie de darwinismo social chusco ha ayudado a muchos de esos pequeños maestros de la estafa a ascender en el engaño social. A conseguir unos días antes y de estraperlo los exámenes en la universidad, o incluso a plagiar la tesis doctoral usando las manos de un par de negros que las escriben por ellos. Son capaces de convivir con los tontos de turno en una tartana con cuatro ruedas durante semanas, recorriendo miles de kilómetros mientras planifican qué mamonadas les van a encasquetar a cada uno cuando lo necesiten. Al listo de la clase nunca le han faltado los tontos útiles a mano para quemarlos como monigotes de paja en su propio beneficio.
Lo que sí ha cambiado es la cantidad de tontos útiles y aspirantes a convertirse en ello. Por aquel entonces, al tonto se le evitaba como a un apestado, dado que se daba por hecho que de alguien que se dejaba someter de esa manera por el listo de la clase era mejor estar alejado. El tonto solía acabar apaleado por el listo y sin la merienda, que le era confiscada total o parcialmente y, con frecuencia, castigado sin recreo o a quedarse dos horas más después del horario de clases. En algo coincidíamos los niños de aquellos años, casi siempre, aunque con raras excepciones, el tonto era reconocible fácilmente porque solía tener cara de tonto.
Pensaba esto porque esta semana hemos visto a un cara bobo lameculos comerse el marrón del listo tamaño XL. Al torpe gordinflón con cara de panoli y andar sospechoso y blandito, como le soltaban dos collejas de las de doblar las rodillas. Y hemos visto, como siempre, al listo salir corriendo y callarse como una puerta. Sin embargo, y eso sí es nuevo, habrán notado ustedes que lo que ha cambiado es la cantidad de aspirantes a tontos útiles que han salido en la defensa del monger, quizá con la esperanza de que el listo se fije en ellos y, con su varita mágica, los apunte en la lista de los próximos apaleados por la justicia.
