Los odios y sus cancelaciones

          Vaya por delante que la cancelación de cualquier tipo en una obra artística, desde mi punto de vista, es una práctica peligrosa. La reciente cancelación de El odio, libro de la editorial Anagrama no distribuido, del autor Luisgé Martín, sobre el crimen de José Bretón, es uno de los ejemplos más recientes. Sin embargo, no es el único caso, y marca una tendencia totalitaria de los poseedores de la moral pública, que suelen ser quienes más faltan a la ética y sus virtudes al tiempo que la defienden, eso sí, siempre que les encaje en su sistema de sin valores o propaganda. 

          Habría que distinguir entre una obra de ficción y una de ensayo, divulgación o investigación. En el primer caso la libertad debería ser total. Sin embargo, aunque con más dificultades para acallarlas, no faltan los inquisidores públicos contra ellas. La ficción siempre puede recurrir al recurso de ir disfrazada de nombres y lugares ficticios, aunque referidos a hechos reales, y eso hace más complicado el señalamiento. No obstante, en la historia de la literatura, no ha faltado la miopía suficiente para criticar grandes obras de autores como Truman Capote o Vladimir Nabokov.

          Ver y escuchar contar a un asesino confeso las razones por las que mató a inocentes puede ser un plato de buen gusto para muchas personas, incluso celebrado en medios de comunicación y alabado por el atrevimiento de su autor. Saber las razones que justifican sus asesinatos, y regodearnos con el odio que el asesino destiló para matar puede llegar incluso al cine. De hecho, puede tener tanto éxito que sea materia de telediarios, promociones y hasta contenido de pago para Netflix. Lo acabamos de comprobar no hace mucho con la famosa difusión de No me llame Ternera, del periodista millonario y progresista defensor de la igualdad, Jordi Évole. No he tenido noticias de que hubiera podido ser censurado o cancelado el contenido.

          Con El odio de Luisgé Martin la cosa cambia: para empezar nadie necesita blanquear a José Bretón por razones políticas, al contrario, a diferencia de Josu Ternera, Bretón es un pobre diablo loco y criminal. Usted pensará que Ternera tiene las manos manchadas de la sangre de mujeres y niñas, pero créame, para la inmoral inquisidora eso no importa.  A Ternera, dicen muchos, se le puede entender y sus motivaciones para asesinar ser aireadas a los cuatro vientos. Es un asesino en serie y terrorista, cierto, pero el otro es un asesino machista y parricida. Siempre ha habido clases, y eso marca la diferencia. Es cuestión de oportunidad política.

          Yo sé que estas diferencias son sutiles y complicadas de diferenciar. En la España de hoy le aplaudirán cualquier libelo que ensalce, por ejemplo, los crímenes de la II República como hechos heroicos por muy deleznables que sean. Pero es muy probable que le cancelen una obra alabando los pantanos construidos en la época franquista y le tilden de fascista. Así nos muramos de sed en una sequía. No le dé más vueltas, si Bretón hubiera sido miembro de ETA Luisgé se cubriría de gloria con su libro y ganaría algún premio, y si Ternera fuera carnicero de profesión y asesino parricida, Jordi Évole no le habría sobado la oreja para hacer un documental. Porque Jordi es muy listo, a diferencia de Luisgé, y sabe elegir al asesino que interesa a la Inquisición en cada momento.   

La ceguera contagiosa

          Todo el mundo sabe que la ceguera no es contagiosa. Hay multitud de causas que pueden provocarla, la mayoría fisiológicas. También se produce por accidentes, o por patologías sobrevenidas como la diabetes, entre otras. El resultado siempre es el mismo: la imposibilidad de ver el mundo que nos rodea. Sin embargo, recientes descubrimientos sociales averiguados por un servidor, nos muestran que existe un tipo de ceguera que sí es contagiosa y que produce indigencia cognitiva. Es una enfermedad que se propaga a través de los medios, las manipulaciones, el dinero y las mamelas; diseminando un conjunto de patógenos encaminados a la anulación del entendimiento.

          Hoy una parte de la sociedad española padece una acentuada prevalencia de este tipo de ceguera. Causa de que no pueda ver delante de sus narices la perversión democrática del gobierno en su huída desesperada hacia adelante. Un día más sigue siendo poder, cueste lo que cueste, piensan estos del Frente Popular del siglo XXI. Algo parecido ocurrió hace casi un siglo con otro gobierno del Frente Popular. En aquella época, contaminados muchos españoles, la ceguera impedía ver los asesinatos sin cuento; las confiscaciones; la horda de criminales que campaban a sus anchas mientras el gobierno miraba para otro lado, cuando no alentaba estas acciones directamente en boca del líder del PSOE, Largo Caballero. Resultado: rebelión militar.  Y esto no es relato, es Historia con mayúsculas. 

          Hoy vemos como un gobierno con indicios de tintes mafiosos, como lo fue aquel, desmonta las instituciones del Estado o las socava, las pervierte, las coloniza, las corrompe, se auto indulta sus delitos; crea una sociedad desigual entre españoles y somete a la gente con impuestos salvajes; desprotegiendo las propiedades e insultando a más de la mitad de España. Abren una caja de Pandora porque, debido a alguna alteración neuronal, creen que no van a recibir una respuesta. No sé si tan salvaje como una rebelión militar, espero que no, pero desde luego será tremenda y dura cuando llegue el momento.

          Es incurable la ceguera de esta «gente» y sus seguidores (gente como a ellos les gusta llamarnos), razón por la que no ven las respuestas en USA o en Argentina. Las reacciones de unas sociedades que votan asqueadas de peronismo mafioso, de socialistas corruptos y cantamañanas, y que prefieren a un Javier Milei o a un D. Trump. ¡Que tontos son los argentinos y los americanos! exclaman aquí muchos españoles intelectualoides de pacotilla. Tertulianos comunistas con 20 pisos en propiedad, y presentadoras socialistas palmeras que viven en chalés de millones de euros. Muy pro igualdad social todos ellos. 

          Cuando caigan protestarán aún ciegos de ideas y huérfanos de dignidad, claro que protestarán, con silbato y megáfono en mano, el puño en alto, que si no pasarán, que si el fascismo vuelve: en fin la misma cantinela de siempre enlatada y caducada que volverá a salir a la calle. No aprenden. La cura les va a doler, como está doliendo en otros países, pero será inevitable. Al final, la ciudadanía salvo casos extremos como Venezuela usando la represión violenta, les pone en la calle, y otro gobierno vendrá que les hará temblar sin hacer nada nuevo. Simplemente bastará con usar sus mismos métodos de organización criminal, sus leyes, sus mecanismos totalitarios y de ninguneo parlamentario que con tanta alegría vienen manejando desde hace años. 

Sesgo de confirmación

          El sesgo de confirmación es una telaraña de esas que cuelgan de los techos y atrapan a las moscas y a los mosquitos. Bueno, usted ya me entiende la metáfora, aunque no sea la más afortunada. Digamos, de otro modo, que es ese lodo en el que algunos se embadurnan de barro creyendo que son arcillas terapéuticas para sus neuronas. La cosa esa que se «arrejuntan» cada mañana detrás de las orejas a base de pinganillo, o lo que consumen en 3D por la pantalla. Lo cierto es que les da gustito, y les hace sentir un poco de regocijo al mirarse al espejo y concluir con un: «lo sabía, tengo razón».

          El problema es que la razón y, sobre todo, el razonamiento, se construyen mediante un proceso intelectivo, pero no se compran en el Mercadona, y eso complica un poco el asunto. Si alguna vez, a las siete u ocho de la mañana, sentado en el trono, se ha sentido dueño de la verdad emitida por la radio o la tele no haga mucho caso. Es más, apriete un poco más. Necesita desprenderse de todo ese tóxico que le hace ir siempre a buscar donde le den alimento a sus ideas que, como seguramente le ocurre a muchos, considera verdades inmutables.

          Cada vez hay más necesitados de que les confirmen sus certezas por muy marcianas que sean. Algunos han dicho tantas veces que son progresistas que, por muchas torres que tiren los progresistas, necesitan una explicación que les consuele. Ocúrrele lo mismo a quienes se encuentran en la esquina opuesta del estúpido ring dialéctico. Los medios, ahora de desinformación, manipulan con descaro y sin el menor recato a los oyentes o televidentes: con expresiones sesgadas, frases mal intencionadas, informaciones recortadas e incluso insultos. Están frenéticos por mantener a su parroquia dopada a diario. Cobran por ello, y de eso viven, el daño que hagan o dejen de hacer en la sociedad se las trae al pairo.

          Pensaba esto porque tengo conocimiento de gente refugiada siempre en los mismos medios, en las mismas noticias, tragando el mismo pienso sin analizar lo que consumen. El sesgo de confirmación es una droga tan potente que nubla la razón y la más mínima capacidad de objetividad y análisis. El triunfo del muro no se construye con ladrillos, sino con propaganda barata fácil de consumir y defecar a diario. Es un producto sutil a base de lugares comunes dictados por el gran hermano que paga. Doctrina para principiantes.

          Mi sugerencia es que frene un poco cada mañana y haga un ejercicio de escucha: por ejemplo, observe cómo los ministros actúan en modo Loro Park. Y luego los medios afines hacen el eco del parque. Hoy toca Franco, mañana machismo, pasado fascismo, el jueves baloncesto y el sábado ese señor del que usted me habla. ¿No lo ve, no se da cuenta? Cómo se quedan con la peña, la manipulan y se ríen en su careto para que formen parte del concierto de loros. Pues eso, que mejor comer más fibra y hacer un poco de ejercicio, o cambiar de sintonía de vez en cuando, y verá como mejora el metabolismo y el entendimiento. 

            

¿Qué será del mundo?

          Andamos muy preocupados acerca de qué será del mundo con tanta amenaza: Trump gana unas elecciones en USA; los chinos empiezan a tocar en la puerta de Taiwan; Putin parece que se sale con la suya; se acerca un meteorito y hay un nuevo bicho en Wuhan. Aquí, más cerca, Sánchez se la coge con las dos manos dispuesto a corromperlo todo si hace falta, y a acabar con la España que conocemos y convertirla en el burdel del sur de Europa. Cada época, desde antes incluso del Imperio romano, tuvo sus Nerones y sus Judas, pero también los árboles suficientes con madera para cadalsos y ramas donde afianzar las sogas.

           Es inevitable que los enajenados, que suelen ser quienes llegan al poder, tengan la sensación de una fuerza omnímoda. Parece que va en la estúpida naturaleza del ser humano, incapaz de comprender una simple cosa: de los casi 8000 millones de individuos que existimos hoy, no quedará ninguno en menos de 150 años. Ninguno. O sea, que habrá otros 8 o 10 mil millones de sapiens, salvo cataclismo, que todavía no existen y que nos van a relevar progresivamente para evitar que nuestras miserias se perpetúen. ¿De qué otra manera la especie se conservaría si no es renovando?

          Pensaba esto porque me asalta la idea de que somos tan imperfectos y poco deseables que, por pura autodefensa de la especie, estamos diseñados para desaparecer con cierta alegría temporal. Por suerte no todo es negro, ni mucho menos. Al barrer la casa dejamos intactas enormes grandezas, al menos por más tiempo del que vive un humano: arquitectura, pintura, literatura y, en definitiva, la expresión global de las artes y de la tecnología. Las creaciones que en cada período de tiempo sirven de contrapeso a la estupidez o la sevicia de quienes se hacen con el mando por un breve período de tiempo. Ni Hitler, ni Franco, ni Stalin, ni Castro, desde Calígula a Sánchez entre otros muchos, ninguno ha prevalecido ni lo hará dejando un legado de valor: solo miseria, repudio y asco.

          No obstante, hay una gran diferencia entre los malos de verdad dentro de la Historia y un botarate. Los malos que todos conocemos se preocupaban más por su momento presente que por permanecer en la memoria. Lo contrario que el botarate, ese que en su anodina e irrelevante existencia habla desde el primer día de su futuro paso por la Historia. Hace falta ser una simple cosa: un auténtico gilipollas con ínfulas, que es mucho peor que ser un simple gilipollas. Yo siempre he sido de la opinión de que hasta para ser un cantamañanas hace falta saber cantar algo desde el amanecer hasta el mediodía: lo que sea. 

          En el Imperio romano, la muerte (normalmente por asesinato) del emperador provocaba una guerra civil. Han pasado dos mil años desde esa época, pero ahora en España no debemos desdeñar ninguna desgracia. Dentro de tres años quizá las cosas hayan cambiado mucho a nivel global. La mafia actual será relevada del poder, y quizá un nuevo gobierno duro y de otro corte se dedique a darle juego a la motosierra. Recortes merecidos relativos a los innumerables chantajes e injusticias que el lerdo actual traga para permanecer en el poder. ¿Y entonces qué? Cuando se les arranquen los privilegios, se les quiten las llaves de la caja para devolverla a todos los españoles, se respeten los derechos de todos en todo el territorio. ¿Entonces qué? Pues ya os lo anticipo: entonces el sátrapa andará quizá exiliado en el Caribe y mirando para acá nos dirá, incluyendo a sus devotos votantes: que os den y mataros entre vosotros por españoles. Y, sin más, se echará un trago de ron mientras alguna Jesica le acaricia el ego o lo que él diga. 

         

El hermano babas

           El hermano babas es ese personaje de tintes claramente psicopáticos y chulesco que hemos visto bailar junto al gorila Maguila encima de una tarima de madera en Venezuela. Dos tipos con pintas de estar ambos hasta las cejas de farlopa. No me cabe duda de que les debe de dar mucho subidón creerse intocables, aunque sea temporalmente, mientras adoran las cuentas que llenan de euros o dólares del narcotráfico. Seguramente, se les pone tiesa como el mármol después de esnifar unos gramos de blanca Cabello y, digo yo, que quizá por eso, se vuelven sus seguidoras y seguidores tan gelatinosas las unas y gusanillos los otros como si fueran todes de blandiblú.

          Que a los capos y sus cohortes de guarras y piratas no les importe el futuro no me extraña; si no les importa el suyo, como para importarles el nuestro. Pero lo que me tiene un poco desconcertado es que tanto tonto monte tanto, desde Zapatero a Sancheando: una veces a pie y otras caminando. Sabemos que la ideología siempre fue escudo de la infamia, eso ya ocurre en algunos partidos desde hace 140 años: un reducto donde muchos miserables se escondieron  detrás de las palabras huecas.

          Pensaba esto porque admiro a determinados personajes del sainete contemporáneo. No puedo evitarlo. Ver a un tipo chulo, gordinflón y cateto, con menos letras que la matrícula de un patinete; barriga vacilona, sonrisa bobalicona, escroto colgante y gargajos fonéticos alternos entre una garganta profunda y una vomitona resacosa, enarbolar una moción de censura para acabar con la corrupción. Fue, simplemente, un esperpento. Una broma escatológica. Porque era obvio el objetivo a la vuelta de la esquina, y tan solo un mes más tarde: más putas, más coca, mas robo, más chuleo, más chalés, más vacile, y más de lo mismo.

          Imagino entre la pena y el asombro, cómo después de salir al balcón a decirnos que ellos eran los adalides del feminismo, la libertad, contra el fascismo y cuarenta gilipolleces más, lo que ocurría al cerrar la ventana. La tarjeta visa oro picando el polvo blanco entre el humo de tabaco, el catálogo de putas abierto por la mitad con fotos a color y él, el regenerador de la democracia, señalándole a la montaña de sebo que le seguía a todas partes con el dedo índice y la uña mugrienta: «tráeme a esta, la Jesica». Y después de unas risas, añadiría: «Hacienda zemos todos, pero que no se entere Marizú».

          En otros lares no muy lejos de la escena, sus socios de gobierno tenían suficiente rebaño entre las feministas más radicales: tan gritonas para la calle, tan calladas para adentro, mientras el niño carita de bueno aprovechaba en cualquier ascensor para sacarse el miembro enhiesto y frotarlo contra ellas, o el curita rojo con la camiseta de Venezuela y la nariz empolvada las sobaba con su aliento podrido. Entre ellas, que tragaban y callaban, ahora sabemos que lo llamaban el babas; el hermano babas, debemos suponer. En fin, con esta escoria negociamos el futuro de nuestro país y de nuestros hijos, a esta basura le encomendamos nuestro dinero y esfuerzo. Que Dios nos pille confesados, y que caiga el meteorito de una puta vez. 

 

La enfermedad del amor

          Esta semana, como todos los años, las redes se han llenado de memes y monsergas variadas sobre el día de los enamorados. Un invento muy celebrado por los grandes almacenes y floristerías. Un día, como otro cualquiera, pero en el que como buenos animales de costumbres nos hemos regalado halagos, besos y rosas para agasajarnos, cada cual a quién le parece que lo merece o a la persona que estima y le tiene conquistado el corazón o la cartera. La cosa, como siempre, va por barrios.

         Hay mucho debate conocido entre qué es amar o estar enamorado. Cosas que como usted, estimado lector si tiene algunos años, ya sabe que son muy diferentes. Uno elige a quién amar, pero no de quién se enamora. Puede parecer contradictorio, pero no lo es. Amar exige voluntad y trabajo cotidiano, mucho más allá de una fecha señalada. Es, por así decirlo, un ejercicio de la voluntad y la convivencia. Amar requiere respeto por la otra persona, reconocimiento, apoyo y voluntad desinteresada en las duras y en las maduras. Amar se construye amando. 

         Pensaba esto porque el enamoramiento, a diferencia del amor, es una patología transitoria. Una enfermedad, que como otra cualquiera, uno no la elige. Enamorarse es un trastorno de la mente que te deja indefenso y te jode la vida por un tiempo. Se convierte en un pensamiento obsesivo, aderezado de cambios bioquímicos y hormonales que le convierten a uno en un pelele dependiente de la otra persona. Los enamoramientos han provocado duelos, traiciones, suicidios y toda clase de conductas enajenadas. 

          La buena noticia es que el enamoramiento, como antes decía, es transitorio. Como toda enfermedad se cura o te mata. Enamorarse no tiene términos medios, no es negociable, y no conoce tregua o descanso. El amor pertenece al territorio de la razón, mientras que el enamoramiento es cautivo de la locura o la sinrazón. La transición entre lo uno y lo otro, cuando la hay, tiende al fracaso con frecuencia, porque extinguida la llama los rescoldos requieren de un soplo continuo para que el calor no se apague. Amar requiere talento e inteligencia.

          Del enamoramiento al odio hay apenas un paso, ese que sienten los adictos a la dopamina cuando les escasea la sustancia que activa la locura. Con la edad se aprende que amar es lo más saludable y lo que  lleva a las personas a los niveles más elevados de convivencia. Eso que te hace dormir tranquilo y en paz, y así poder pensar y admitir que sin haberse enamorado hasta las trancas ni se ha vivido, ni la vida habría tenido ningún sentido.  

España de Babel

          Se dice en lenguaje jurídico que tanto las fuentes como los medios de prueba son fundamentales en la parte procesal. Y no jurídico, pero sí social, es el terreno en el que se mueven los discursos diarios de tertulianos y fauna afín. La mayoría no son abogados, y muchos de ellos ni siquiera son periodistas, pero sientan supuestas cátedras sobre Derecho sin el menor pudor ni recato. Es obvio que se trata de una diseñada terapia del pensamiento colectivo que pretende que el individuo adopte un determinado punto de vista como lo válido y certero y que, como contraposición, asuma que cualquier otro es erróneo.

          Esto lo descubre usted fácilmente en cualquier barra de tasca por la que pase a mediodía a tomar una caña. No tardará en escuchar como se dictan sentencias sobre hechos que, probablemente, nunca sucedieron o forman parte de la bulosfera mediática. Será testigo de cómo se criminaliza de oído y alegremente a jueces (por ejemplo); así tal cual, como el que sopla la boquilla de un matasuegras la noche de fin de año. Se compran y venden opiniones espurias según el canal de la tele que se ve y que es visionado, precisamente, para confirmar el propio sesgo y reafirmarlo.

          Es cierto que acomodar lo que mejor nos parezca, y según nuestras preferencias, es más fácil que acudir a las fuentes primarias y comprobar datos antes de hacerse una idea torticera sobre cualquier tema. ¿Cuántas veces le han intentado tapar la boca con un: «lo ha dicho la tele?». Sí es así, amigo mío, dese por jodido como aquel que dice. Le acaban de dar con las tablas del Moisés moderno y de nada sirve que intente rebatir las leyes de la farándula. Todo lo que va a conseguir si intenta demostrar lo contrario es que le coloquen la etiqueta de sectario.

          Pensaba esto porque mi natural curiosidad me lleva a zapear por canales televisivos de todo tipo y condición y, por las mañanas, suelo ir alternando desde primera hora —sobre las siete—, las distintas emisoras radiofónicas donde habitan personajes de diferentes pelajes y longitud de colmillo. Esto me pone de manifiesto que el trabajo ya está hecho, y que desenredarlo no va a ser cosa de hoy para mañana si es que se desenreda durante las próximas décadas. Probablemente, la rotura es de tal dimensión que no valdrá con coser costuras y habrá que reinventar alguna cosa más sofisticada.

          La sociedad española está rota, quebrada más o menos por la mitad. Es una especie de gigante cabezudo con cuatro ojos: dos debajo de la frente y otros dos en la nuca. Mientras una mitad trata de convencer a la otra de que es un olivo con aceitunas lo que hay enfrente, la otra le asegura que lo que está viendo son dos perros copulando en una esquina. No hay manera de entenderse. La realidad se configura ahora como se pretendía: a través de un diálogo de besugos en los que solo vence el disparate, la incoherencia, la imposibilidad de tener bajo ningún concepto un punto de vista común. Esa debía ser la idea de aquellos que ansiaban asaltar el cielo. Sin embargo, estoy convencido, de que lo que van a conseguir es que España acabe como la torre de Babel: la parte superior quemada, la parte inferior tragada por el fango, y la de en medio se irá pudriendo lentamente con el paso del tiempo. Sin ánimo de ser pesimista.

           

          

La verdad líquida

          El concepto de liquidez aplicado a fenómenos sociales lo acuñó con enorme acierto el sociólogo Zygmunt Bauman, abriendo una línea de investigación brillante a mi juicio. Quizá algunos desmemoriados ya no recuerden aquella moda reciente de la posverdad, que la R.A.E define ahora como: «Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales». No crean ustedes que semejantes inventos son fortuitos, ni de lejos. Su evolución perversa más actual se llama Teoría de bulos. Otra maniobra goebbeliana de ingeniería social.

          Para los más militantes y cafeteros la cosa es bien sencilla: bulo es todo lo que les perjudica como grupo, y verdad es cualquier cosa que les beneficie. Parece simple, lo sé. Sin embargo, no se confíen porque la elaboración de la maniobra cuenta con artefactos y municiones que, para más INRI, pagamos entre todos. En mi tiempo se definía de forma menos fina con un: «ademas de puta poner la cama». Hoy, por supuesto, pueden ustedes elegir entre denunciarme por recordar esa frase o preguntarle a Chat GPT qué coño significa INRI.

          Nos inoculan en el gotero informativo, ese que nos ponen en vena sin que seamos muy conscientes, la idea de que casi todo lo chungo es falso. Conspiración, ataques injustificados al puto amo y su cohorte, envidia, maldades enigmáticas y, ademas, nos cuentan que se trata de bulos de una banda de malos sin escrúpulos llegados del peor pasado del fascismo y bla bla bla. El procedimiento le puede parecer, y de hecho lo es, bastante garrulo, pero créame, el martillo pilón diario da sus frutos. La peña acaba tan confundida de sentir como algo negado lo que sus propios ojos ven continuamente que termina pasando de todo y no creyendo en nada. Ese es el triunfo de la maniobra, el objetivo final. La indefensión aprendida.

          Anestesiadas la neuronas del personal a base del supuesto bulomachaque el cerebro queda como una mandíbula embadurnada de novocaína, es decir, insensible al tacto con la realidad. De ese modo, la gente empieza a ver como normal el esperpento, y a considerar como filfa lo que le digan que es bulo. Que existen noticias fake es obvio, y que se cuentan sin miramiento ni vergüenza para atacar desde el poder al oponente también. Un día te despiertas y te sueltan que, ¡Oh, casualidad! Mira tú por donde, precisamente ese juez, es un delincuente porque tiene dos DNI y se compra las casas a pares. Y se quedan tan anchos después de soltar la milonga. 

          La historia del sapiens, nos guste más o menos, se ha construido a base de sometimiento, aniquilación y engaño. Lo del amor, la fraternidad, las lucecitas y los arbolitos está bien para darnos una pátina de compasión y meternos unas copas. Pero no se confunda, usted vive rodeado de piratas y tarados mentales, mucho más que de mortales amorosos y ositos de peluches. ¡Mire! ¡Observe su mundo! Vea por un momento como le engañan, le mangan la pasta los que mandan para vivir como sátrapas y se ríen en su cara. Se lo llevan crudo y luego, al igual que usted y que todos algún día, acaban en la caja de pino o en la incineradora.

          El mundo en este 2025 que ahora comienza, y España no es un planeta de otra galaxia, comienza sometido por una nueva fauna de personajes sin valores éticos ni escrúpulos. El tiempo de las ideologías y la fe en el individuo es el pasado, ahora es la militancia mercenaria la que prevalece. Para este tipo de gente vacía de cualquier creencia el único objetivo es permanecer al precio que sea, su bandera es la nada. En una reciente encuesta leía que casi el 40% de los votantes del partido hoy en el poder perdonarían cualquier cosa, lo que sea, con tal de que no caigan. Y es que ya lo decía Fiodor Dostoievski en boca de uno de los hermanos Karamazov: «Si Dios no existe, entonces todo está permitido». 

La nueva Roma

          Por lo general no nos referimos como la nueva Roma a la historia de aquel imperio de hace 2000 mil años, sino todo lo contrario, como la antigua Roma. Sin embargo, 20 siglos después de la existencia de personajes como Nerón, Cómodo o Septimio Severo, tenemos tantas cosas en común con aquella civilización que cada vez nos parecemos más, al menos, hasta este 2024 que ahora toca a su fin. Pensaba esto después de haber disfrutado con la lectura de Yo, Julia, del escritor Santiago Posteguillo.

          El Imperio romano nos legó grandes patrimonios artísticos y culturales, además de una lengua que fue evolucionando hasta, entre otras variantes, esta maravillosa versión con la que nos entendemos los hispano hablantes. Un idioma tan querido y admirado universalmente, como criticado, atacado y mal tratado por envidias y complejos de inferioridad desde múltiples frentes. Es quizá, la muestra más palpable de la sevicia de aquella sociedad romana inoculada en los papiros donde se escribió su historia hasta nuestros días.

          Fueron aquellos unos tiempos violentos, de continuas guerras civiles y de matanzas sin cuento en el campo de batalla, pero no solo. Los patres conscripti —senadores o clase política de nuestros días—, se daban fundamentalmente a las conspiraciones, la corrupción, la planificación del asesinato del rival político, y toda suerte de vilezas en una sociedad sin valores éticos. La única virtud reconocible entre ellos era la capacidad de conseguir y mantener el poder, ya fuera mediante la violencia física o las traiciones de pasillos y alcobas.

          Si algo no importaba a los gobernantes de la gran Roma imperial eran los ciudadanos romanos, ni que decir tiene que los situados por debajo del derecho de ciudadania eran considerados meros accesorios susceptibles de comercio o sacrificio. La clase dirigente solo tenía un objetivo: mantenerse en el poder para ejercer la tiranía y disfrutar de los privilegios asociados. Para ello, todo era factible: mentir, violar, matar, robar y, ademas, en el orden de prelación que mejor sirviera a los interesados.

          Cuando la clase dirigente alcanza niveles como aquellos, hoy fácilmente identificables en más de medio mundo, e incluso en el suelo que pisamos, debemos echar la vista atrás. La degradación social propia de la decadencia de aquel imperio tiene reflejos evidentes proyectados en nuestras instituciones actuales. Meros cascarones en los que navegan piratas sin valores, malhechores sin escrúpulos que han perdido hasta la necesidad de taparse y que, lejos de eso, muestran sus miserables acciones a la ciudadanía con una desvergüenza propia de aquellos tiempos ya tan lejanos.  

No vino nadie

          Subirse a un escenario o hacer una presentación siempre conlleva el miedo al fantasma y la incertidumbre del «no vino nadie». Quienes llevamos muchas tablas encima conocemos bien a ese gusanillo en el estómago que nos advierte de que quizá nos enfrentemos a la soledad. No ha habido una sola ocasión en la que no lo haya pensado y temido, a pesar de que, con pocos o muchos asistentes, nunca me he visto solo en una tribuna o en la presentación de uno de mis libros. Aunque nunca es tarde para el tropiezo.

          Pensaba esto porque hace unos días se hizo viral un escritor novel que organizó una presentación de su novela en Jerez, y como puede ocurrirle a cualquiera, no fue nadie. Se vio solo con el bibliotecario mirando a las musarañas. Más tarde lo lamentó en las redes y, según parece, recibió una ola de solidaridad: un par de millones de mensajes y las ventas que no esperaba de su libro (ignoro cuántas, pero dicen que muchas). El público nunca deja de sorprender. No sabía yo que había compradores de libros por pena o solidaridad, aunque nunca hayan oido hablar ni del autor ni de su obra, pero bueno, bienvenidos sean igualmente. 

          En estos tiempos en los que hay más personas escribiendo y publicando, copublicando, autopublicando, replicando o copiando que lectores leyendo, se hace difícil sacar el pescuezo de autor y que alguien te dedique un minuto. Eso, suponiendo que lo escrito acabe tomando forma de libro legible sin que, en realidad, se trate de un artefacto de tortura. Quizá por eso, entre otros motivos, es frecuente ver a escritores apostados durante horas en un rincón de una librería esperando a que alguien se acerque por caridad a interesarse por su libro. Paseo con frecuencia por grandes librerías y allí les veo, hablo con ellos, me lloran en el hombro, y les entiendo. Varias horas de plantón para regresar a casa sin haber vendido una escoba es duro para la autoestima.

          Es legítimo y hasta gratificante querer escribir un libro, sin embargo, no es tan fácil publicarlo y, mucho menos, que te lea alguien más que tu familia y cuatro amigos, (bueno que te lean, o que te compren el objeto para adornar una estantería). Por eso, no es de extrañar que al margen de una primera presentación de autoestima, donde cada cual reúne a quienes tiene en la agenda y familiares, después lo más frecuente es el vacío de un público que no te conoce, al que no llegas porque la distribución no te lleva, y no te lleva porque hay más libros inundando el mercado cada semana que botellines de cerveza.

          Alrededor del 90% de los escritores noveles no venden ni 200 copias de su libro, y el 99% no vende ni 2.000 copias. Datos de los informes oficiales de publicaciones. Por eso, en mi opinión es bueno gestionar bien las expectativas. Todos los que un mal día decidimos dedicar cientos de horas a escribir una historia lo hicimos soñando con el éxito, o si no todos la mayoría, pero el éxito no solo depende de la calidad o el esfuerzo (imprescindibles) del escritor. Los ya publicados lo sabemos bien (incluso publicados por editoriales tradicionales, como es mi caso). La barrera de entrada al mercado (distribución, librerías, crítica, difusión etc), tiene diez veces la altura del muro de las lamentaciones. Y aunque lo subas, cuando llegas sigues siendo un desconocido. Cuenta la historia de los escritores, que William Golding, muy contento él con su premio, llegó a un hotel de Londres para inscribirse y le hicieron deletrear su apellido. A lo que contrariado exclamó: ¡Joder, me acaban de dar el jodido premio Nobel!