Un millón para el mejor

          Corría allá por el año 1968 cuando se estrenó el programa «Un millón para el mejor» en TVE. Presentado por Joaquín Prat que, poco después, fue sustituido por Jose Luís Pécker. El millón, claro está, era de pesetas. Una cantidad escandalosa para la época y que causó una gran sensación social. Apenas duró año y medio en pantalla, a pesar de que solo existían dos canales y la competencia por el share era nula. Quizá ese millón acabó pesando demasiado en las arcas públicas de aquellos años convulsos de la última etapa de la dictadura.

          Casi seis décadas más tarde, el millón —ahora son euros— vuelve a estar en entredicho en el famoso premio Planeta que se falló esta semana como cada año. Y más allá de los nombres, de nuevo y no es la primera vez que se produce, hay un gran revuelo con el resultado y una áspera polémica por la obra elegida. Un debate bastante inútil, por otra parte, del que ya casi prefiero no participar salvo con alguna pincelada como esta. Además, a mí no me resulta sorprendente, como saben las personas que me conocen y a las que hace un año les anuncié  en foro público quién sería el ganador de este año con nombre y apellidos. Lo hice, probablemente, incluso antes de que escribiera la novela.

 

          No hacía falta ser un gran gurú. Con conocer la lógica del mundo editorial actual era suficiente. Más aún considerando los antecedentes de la última etapa de este y otros premios similares. Como usted, querido lector, que es sagaz habrá comprobado, no lo llamo premio literario. Solo premio. Y lo hago no por descuido, sino porque en mi opinión es así. Un premio que se otorga por diferentes razones que, a buen seguro, nada tienen que ver con la literatura, aunque sí con el mercado editorial y la venta de contenidos —contengan lo que contengan siempre que se venda—.

          Sin entrar a juzgar a ningún ganador anterior ni al actual, les diré un secreto. Con las plataformas televisivas de los ganadores y los masajes en prime time de los presentadores e invitados, a mí también me darían el Planeta el año que viene, y a usted también, incluso sin que tuviera que escribir nada y mucho menos una novela. De hecho, podría llenar de letras unas 200 páginas de forma aleatoria en un fin de semana, decirle a alguna IA que las mezclara de forma legíble y con eso sería más que suficiente. Un millón para el mejor. Teniendo en consideración que hay cada vez más espacios donde «el mejor» no solo no significa nada, sino que podría apuntar a lo contrario.

          Les decía que para acertar basta con comprender. El Planeta es una operación de marketing comercial de una empresa privada que nada, o casi nada, tiene ya que ver con escritores y literatura. Su negocio es la venta de contenidos, sean en el formato que sea. El Planeta es una fiesta con visibilidad global por y para el grupo mediático. Con la tendencia a usar, al menos en las últimas ediciones, directamente a sus propios grupos de interés. ¿Para qué buscar fuera si pueden usar a empleados o proveedores de contenido? Lo que contenga el paquetito de 20 euros en forma de libro es, a la postre, lo de menos.

          Ya pueden ir haciendo la quiniela para las próximas dos ediciones. Algunas sugerencias que les ofrezco para las casas de apuestas: Vicente Vallés, Carme Chaparro o, en el summun del choteo supremo, el mismísimo Monaguillo. Usted y yo, estimado amigo, tendremos que esperar sentados a tener primero unos millones de audiencia en alguna tele…    

Leer no te hace mejor

          «Leer no te hace mejor». Esa ha sido la frase pretendidamente ingeniosa de la semana. La ha lanzado al vacío una de esas personas transitorias que se hace llamar influencer. Esa nueva profesión de gente con poco seso que a base de enseñar escote o musculitos te venden cremas, sartenes de aluminio o mochos basculantes para las fregonas modernas. Los realmente influyentes suelen ser líderes de opinión en materias de interés científico y divulgativo, no la versión digital del anuncio andante colgado al cuello con la leyenda «compro oro» por delante y McDonald por detrás.

          La escasa luz de la pretendida influencer está en la misma frase elegida para hacerse notar. En concreto en la elección del adverbio «mejor». ¿Mejor en qué? ¿Mejor que quién? ¿Mejor para qué? ¿Mejor cuándo o en qué circunstancias? Obviamente, debemos entender que se refiere a mejor en lo que quiera que sea en comparación con las personas que no leen. Y, en efecto, si es así tiene razón. Aunque lo diga una iletrada, que como todo reloj estropeado acierta dos veces al día. En esta boutade no se le puede quitar la razón. No hay ninguna evidencia de que leer haga, así dicho, mejor o peor a alguien en términos generales. La razón es que no tenemos un baremo de bondad individual que correlacione con la práctica de la lectura.

          Lo que sí aporta leer son otras cosas más concretas: amplitud de miras y conocimiento, capacidad para razonar y discernir sobre argumentos o situaciones complejas; herramientas para no caer en el engaño; experiencias que se convierten en enseñanzas provechosas y, por supuesto, entretenimiento. Esto lo sabemos porque a través de la lectura, usada como herramienta, las personas son desasnadas en la infancia y primera juventud. La lista es interminable, pero incluso solo por ese pequeño abanico de beneficios leer ya es una buena elección. No leer, como es lógico, es una decisión respetable que yo no comparto, pero contra la que nada tengo que decir. Allá cada cual con sus preferencias.  

          La anti-cultura como reivindicación progresista del igualitarismo, junto con el ninguneo de la meritocracia y el esfuerzo, nos está dejando un panorama generacional de masas en indefensión. Nada hay más fácil de someter, engañar o convertir en fanáticos que un rebaño sin alfabetizar o a medio construir. Basta con darles un poco de pienso populista, o un juguete (como el smartphone) mediante el que doparles las neuronas para convertirlos en mártires de cualquier causa. La gran estrategia de la Caperucita Roja con su cestito lleno de magdalenas rellenas de igualdad: «que nadie se esfuerce mucho. Todos aprobados para que no haya acomplejados o acomplejadas».

         En el último informe PISA publicado, España sacó su peor resultado en 20 años y se situaba por debajo de la media de la OCDE en… ¿Lo adivinan? Exacto… En lectura y matemáticas. Hay gobiernos que redactan leyes y estrategias cargadas de infinita sabiduría, por ejemplo, se preguntan: ¿Para que querría ningún ciudadano o ciudadana saber leer o hacer bien las cuentas de su casa? Lo suyo es que alarguen una mano para recibir lo que se les dé, y con la otra zapeen entre el Sálvame y las influencer de turno y, la que se aburra durante la publicidad, que practique lo aprendido en las aulas y se toque el chocho. 

El escritor comprometido

          Hace unos días fallecía a los 89 años el escritor, Premio Nobel de literatura (2010), Mario Vargas Llosa. Se iba uno de los grandes del siglo XX y, mucho me temo, que uno de los pocos que quedaban en la literatura con mayúsculas. Se marchaba de forma desacompasada en el tiempo respecto de su más íntimo contrapunto, desapareciendo así el dueto que formaba con Gabriel Garcia Márquez. Ambos representaban ese gran movimiento de la literatura latinoamericana que cambió la forma de escribir novelas y artículos periodísticos.

          Las dos figuras fueron escritores comprometidos con su tiempo, y por ello padecieron críticas, cancelaciones e incluso insultos y bravatas de esa plebe itinerante que conforman la envidia, el sectarismo y la cobardía. Los dos fueron dignos de los máximos galardones mundiales y del reconocimiento del público. Pero nada de ello les acobardó, ni les doblegó. No se abstuvieron de defender sus ideas y valores por muchas críticas que pudieran recibir. Es lo que, al menos yo entiendo, debe hacer un escritor comprometido.

          En el caso de Mario, una de sus últimas defensas de las libertades la vimos en su famoso discurso de 2018 en Cataluña. No imaginaba él que, poco después, un gobierno frentepopulista de ultra izquierda echaría todas aquellas palabras por tierra y las llenaría de lodo y fango. Ni que unos cuantos vende patrias indultarían desde la sedición hasta el robo de las arcas públicas. Que se amnistiarían los delitos después de jurar todos ellos que no lo harían. Y que, para ello, meterían en el TC a un lacayo sin dignidad y que, finalmente, se arrastrarían por Waterloo para seguir disfrutando de los privilegios del poder. Algo que, por cierto, ya hacían de la forma más sucia y grotesca un mes después de llegar al gobierno cuando los españoles morían a miles cada día durante la pandemia.

          Pensaba esto porque a los escritores actuales parece que les pasa lo mismo que a la sociedad en general: les ha vencido el hastío y el desánimo. Pocos son los comprometidos que se atreven a denunciar que el suelo que pisan se descompone. Hay miedo, mucho miedo y algo de cobardía. No queremos ser señalados, ni etiquetados, ni que la mitad de la gente nos mire mal o incluso, por supuesto, no queremos que nos insulten. Como si algo de todo eso importara. Sin embargo, la mayoría mira para otro lado, o asume con naturalidad esa dramática conclusión de que «son todos iguales». O, en el peor de los casos, no les importa que gobierne la mafia mientras sean los de «su mafia».

          Quedan pocos escritores comprometidos, un pequeño manojo, y ahora se ha ido uno de los más grandes. Uno que no se dejó llevar por la tendencia de tener que escribir lo que todo el mundo escribe, con personajes con el mismo color de pelo violeta que todo el mundo describe, contando las mismas mentiras una y otra vez sobre nuestra historia y, todo ello, para besar el culo de los cuatro papanatas que deciden lo que hay que leer y publicar y lo que no. Quizá por eso cada vez hay menos novelas universales como La ciudad y los perros, mientras las librerías se llenan de libelos de chichinabo que solo interesan a su parroquia, y no más allá de un par de días.   

Los odios y sus cancelaciones

          Vaya por delante que la cancelación de cualquier tipo en una obra artística, desde mi punto de vista, es una práctica peligrosa. La reciente cancelación de El odio, libro de la editorial Anagrama no distribuido, del autor Luisgé Martín, sobre el crimen de José Bretón, es uno de los ejemplos más recientes. Sin embargo, no es el único caso, y marca una tendencia totalitaria de los poseedores de la moral pública, que suelen ser quienes más faltan a la ética y sus virtudes al tiempo que la defienden, eso sí, siempre que les encaje en su sistema de sin valores o propaganda. 

          Habría que distinguir entre una obra de ficción y una de ensayo, divulgación o investigación. En el primer caso la libertad debería ser total. Sin embargo, aunque con más dificultades para acallarlas, no faltan los inquisidores públicos contra ellas. La ficción siempre puede recurrir al recurso de ir disfrazada de nombres y lugares ficticios, aunque referidos a hechos reales, y eso hace más complicado el señalamiento. No obstante, en la historia de la literatura, no ha faltado la miopía suficiente para criticar grandes obras de autores como Truman Capote o Vladimir Nabokov.

          Ver y escuchar contar a un asesino confeso las razones por las que mató a inocentes puede ser un plato de buen gusto para muchas personas, incluso celebrado en medios de comunicación y alabado por el atrevimiento de su autor. Saber las razones que justifican sus asesinatos, y regodearnos con el odio que el asesino destiló para matar puede llegar incluso al cine. De hecho, puede tener tanto éxito que sea materia de telediarios, promociones y hasta contenido de pago para Netflix. Lo acabamos de comprobar no hace mucho con la famosa difusión de No me llame Ternera, del periodista millonario y progresista defensor de la igualdad, Jordi Évole. No he tenido noticias de que hubiera podido ser censurado o cancelado el contenido.

          Con El odio de Luisgé Martin la cosa cambia: para empezar nadie necesita blanquear a José Bretón por razones políticas, al contrario, a diferencia de Josu Ternera, Bretón es un pobre diablo loco y criminal. Usted pensará que Ternera tiene las manos manchadas de la sangre de mujeres y niñas, pero créame, para la inmoral inquisidora eso no importa.  A Ternera, dicen muchos, se le puede entender y sus motivaciones para asesinar ser aireadas a los cuatro vientos. Es un asesino en serie y terrorista, cierto, pero el otro es un asesino machista y parricida. Siempre ha habido clases, y eso marca la diferencia. Es cuestión de oportunidad política.

          Yo sé que estas diferencias son sutiles y complicadas de diferenciar. En la España de hoy le aplaudirán cualquier libelo que ensalce, por ejemplo, los crímenes de la II República como hechos heroicos por muy deleznables que sean. Pero es muy probable que le cancelen una obra alabando los pantanos construidos en la época franquista y le tilden de fascista. Así nos muramos de sed en una sequía. No le dé más vueltas, si Bretón hubiera sido miembro de ETA Luisgé se cubriría de gloria con su libro y ganaría algún premio, y si Ternera fuera carnicero de profesión y asesino parricida, Jordi Évole no le habría sobado la oreja para hacer un documental. Porque Jordi es muy listo, a diferencia de Luisgé, y sabe elegir al asesino que interesa a la Inquisición en cada momento.   

Obra artística o producto

          Crear una obra artística o un producto puede ser un hecho coincidente, sin embargo, creo que existe una diferencia apreciable. Me refiero a las artes en general: pintura, escultura, arquitectura o, por supuesto, literatura (entendiendo por literatura en este caso aquello que se escribe, se publica y llega al mercado). Es cierto que la mayoría de las obras artísticas de toda índole acaban siendo objeto de comercio y que, desde esa perspectiva, se convierten en materia de mercadeo.

          En todas las épocas los mecenas han encargado a sus artistas de cabecera determinadas obras de su preferencia. Las pinacotecas de todo el mundo están repletas de creaciones maravillosas realizadas por encargo de reyes, Iglesias y gobiernos, además de megalómanos y millonarios de todo pelaje y condición. De por medio, como es lógico, el dinero ha sido el vehículo necesario para que los creativos se pusieran manos a la obra. El caso más llamativo, o uno de ellos, es el de los negros en literatura. Creadores que escriben por dinero y que renuncian incluso a ser identificados como los autores de sus criaturas. Una especie de vientre de alquiler con forma de pluma.

          Pensaba esto porque a menudo escucho decir a determinadas personas que lo importante es el proceso creativo en sí mismo, y que lo de ser reconocido o leído, o que te compren los cuadros, por ejemplo, no tiene tanta importancia. Es decir, que lo hacen sin darle relevancia al hecho de si van a tener algún reconocimiento. No parece importarles que la actividad, simplemente, se quede en un pasatiempo. Yo coincido bastante con esta versión, sin quitar un ápice de verdad al hecho de que a nadie amarga un dulce, a mí tampoco.

          Yo empecé a tocar el piano pasado el medio siglo de edad, en un conservatorio de Madrid donde me miraban con cara de extrañeza. Sobre todo mis compañeros, que mayoritariamente podían ser por edad casi mis nietos, y los profesores mis hijos. Es obvio, que mi intención nunca fue ser concertista, y ni siquiera tocar el piano de manera que alguien pudiera decir «que bien toca», pero en el proceso de aprendizaje sí descubrí mucho de mí mismo: limitaciones, debilidades, esfuerzo e incluso ilusiones.

          Pues con escribir pasa algo parecido, si bien esta actividad la empecé mucho antes que a tocar el piano, lo cierto es que tampoco me preocupa en exceso a quién le va a gustar o no lo que escribo. Sin embargo, en este caso hay una gran diferencia: nunca podría haber ejercido de negro literario, antes habría preferido cualquier otro oficio. Ni de mulato literario tampoco, que viene a ser ese tipo de escritor que no escribe lo que le gusta y siente, sino lo que cree que es tendencia y estará de moda cuando termine de escribir.

No vino nadie

          Subirse a un escenario o hacer una presentación siempre conlleva el miedo al fantasma y la incertidumbre del «no vino nadie». Quienes llevamos muchas tablas encima conocemos bien a ese gusanillo en el estómago que nos advierte de que quizá nos enfrentemos a la soledad. No ha habido una sola ocasión en la que no lo haya pensado y temido, a pesar de que, con pocos o muchos asistentes, nunca me he visto solo en una tribuna o en la presentación de uno de mis libros. Aunque nunca es tarde para el tropiezo.

          Pensaba esto porque hace unos días se hizo viral un escritor novel que organizó una presentación de su novela en Jerez, y como puede ocurrirle a cualquiera, no fue nadie. Se vio solo con el bibliotecario mirando a las musarañas. Más tarde lo lamentó en las redes y, según parece, recibió una ola de solidaridad: un par de millones de mensajes y las ventas que no esperaba de su libro (ignoro cuántas, pero dicen que muchas). El público nunca deja de sorprender. No sabía yo que había compradores de libros por pena o solidaridad, aunque nunca hayan oido hablar ni del autor ni de su obra, pero bueno, bienvenidos sean igualmente. 

          En estos tiempos en los que hay más personas escribiendo y publicando, copublicando, autopublicando, replicando o copiando que lectores leyendo, se hace difícil sacar el pescuezo de autor y que alguien te dedique un minuto. Eso, suponiendo que lo escrito acabe tomando forma de libro legible sin que, en realidad, se trate de un artefacto de tortura. Quizá por eso, entre otros motivos, es frecuente ver a escritores apostados durante horas en un rincón de una librería esperando a que alguien se acerque por caridad a interesarse por su libro. Paseo con frecuencia por grandes librerías y allí les veo, hablo con ellos, me lloran en el hombro, y les entiendo. Varias horas de plantón para regresar a casa sin haber vendido una escoba es duro para la autoestima.

          Es legítimo y hasta gratificante querer escribir un libro, sin embargo, no es tan fácil publicarlo y, mucho menos, que te lea alguien más que tu familia y cuatro amigos, (bueno que te lean, o que te compren el objeto para adornar una estantería). Por eso, no es de extrañar que al margen de una primera presentación de autoestima, donde cada cual reúne a quienes tiene en la agenda y familiares, después lo más frecuente es el vacío de un público que no te conoce, al que no llegas porque la distribución no te lleva, y no te lleva porque hay más libros inundando el mercado cada semana que botellines de cerveza.

          Alrededor del 90% de los escritores noveles no venden ni 200 copias de su libro, y el 99% no vende ni 2.000 copias. Datos de los informes oficiales de publicaciones. Por eso, en mi opinión es bueno gestionar bien las expectativas. Todos los que un mal día decidimos dedicar cientos de horas a escribir una historia lo hicimos soñando con el éxito, o si no todos la mayoría, pero el éxito no solo depende de la calidad o el esfuerzo (imprescindibles) del escritor. Los ya publicados lo sabemos bien (incluso publicados por editoriales tradicionales, como es mi caso). La barrera de entrada al mercado (distribución, librerías, crítica, difusión etc), tiene diez veces la altura del muro de las lamentaciones. Y aunque lo subas, cuando llegas sigues siendo un desconocido. Cuenta la historia de los escritores, que William Golding, muy contento él con su premio, llegó a un hotel de Londres para inscribirse y le hicieron deletrear su apellido. A lo que contrariado exclamó: ¡Joder, me acaban de dar el jodido premio Nobel!

Encuentros variopintos

          En estas fechas navideñas cada año se produce un tsunami de encuentros variopintos. En algunos casos, son reuniones de personas que se ven a diario, pero en otros casos, se trata de aquellos que solo coinciden casualmente o incluso una sola vez cada mes de diciembre. Sin embargo, la situación no varía mucho, y el nivel de riesgo tampoco es muy diferente. Las comilonas típicas de la época, por alguna razón poco estudiada, tienen como efecto muy habitual un cierto grado de orgía de las emociones y las conductas. 

          Destacan en estos aquelarres las cenas de empresa. En ellas lo habitual es la división por facciones a modo de legiones romanas en formación antes de la batalla. El jefe imperator, situado en una de las cabeceras de la mesa principal, suele estar flanqueado por un par de pelotas o lameculos habituales en disputa con la amiguita con aspiraciones. Si se trata de jefa emperatriz empoderada, lo frecuente es una guardia pretoriana de amazonas feministas en busca de gestos o miradas inapropiadas de los machirulos salidos para tomarles la matrícula.

          Estos encuentros variopintos también se dan fuera del ámbito laboral: por ejemplo entre amigos, a veces divididos por sexos y otras veces de forma mixta, celebraciones entre familiares llegados de diferentes ciudades, o compartidos de forma más intima y secreta con amantes, e incluso con la otra familia a escondidas con los hijos no reconocidos. El mapa de posibilidades es tan amplio como lo son la cantidad de mentiras y fingimientos que se dan en estas fechas tan señaladas para el amor y la concordia.

          Pensaba esto por las posibilidades de estudio que tienen los personajes de estas escenas costumbristas. La magia que se produce debido a los efectos especiales provocados por el alcohol, los villancicos, la subida de azúcar en sangre, la bilis acumulada, el deseo insatisfecho y reprimido, la envidia, la complicidad, la tentación, la frustración, la exaltación de la amistad e incluso la imprudente confesión. En definitiva, un totum revolutum de micro historias basadas en la parodia de las relaciones humanas.

          Yo creo que la culpa de todo esto la tiene el que inventó la pandereta, porque con ello, le dio motivos a Don Antonio Machado para mostrarnos como son, según su clarividente visión, estos encuentros variopintos. 

La España de charanga y pandereta,
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
de espíritu burlón y de alma quieta,
ha de tener su mármol y su día,
su infalible mañana y su poeta.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero.

 

Los regalitos

          Hoy es 1 de diciembre, y toca pensar en los regalitos. Un año más, gracias a Dios o al destino, cada cual que mire para donde mejor le parezca. El caso es que el tema de los regalitos es recurrente por estas fechas del calendario, como lo es el quebradero de cabeza para dar con algo que no sea la corbata, el pijama, o el dispositivo electrónico. Conozco a un amigo que hace más de diez años que no usa corbata y cada Navidad le regalan un par de ellas, puede que como castigo enmascarado.

          Esto de los regalitos hay que currárselo un poco. No vale dejarlo para última hora y luego deprisa y corriendo tirar de algo improvisado. Corre uno el riesgo de que el obsequio acabe, un tiempo después, de vuelta en las propias manos fruto del karma tras haber pasado por varios propietarios que lo fueron a su vez regalando a la menor oportunidad. La teoría de los seis grados de distancia social aplica también a los regalitos, por lo que la soga que se regala imprudentemente podría acabar perfectamente en el propio armario pasadas un par de navidades.

          Pensaba esto porque yo siempre lo pongo fácil a mis allegados, les pido que me regalen libros. Pero no solo eso, sino que para evitar que se devanen la cabeza sobre mis preferencias, o acerca de si las últimas novedades ya las he leído, les hago una lista de obras candidatas. Así de simple. Tiene la ventaja de que aunque al final me acabe cayendo el pijama de turno, prenda que nunca uso, viene con el añadido de algunos de los libros que me alegran las fiestas.

          Un libro, entiendo yo, es mucho más que un regalo. Lo pienso así porque no se trata solo de un objeto. Piense en un pañuelo, un perfume, unos zapatos o una lata de sardinas, por poner unos ejemplos: no son más que objetos. Un libro, sin embargo, es el envoltorio de un mundo lleno de experiencias, de personajes que aún no conocemos, de lugares, sabores, sentimientos, conocimiento que no tenemos y que está allí dentro. Detrás de las cubiertas que hacen de papel de regalo, hay un universo a la espera de ser descubierto.

          Quien te regala un libro te quiere bien, de eso estoy seguro. No es algo que te suela regalar un cuñado, y eso ya debería ser una pista importante acerca de lo que digo. Es también un gesto elegante, el de alguien que ha pensado en ti y en lo que te puede interesar saber. Por eso, queridos lectores, plantéense regalar un libro estas navidades. Es fácil. Aquí les dejo una opción muy interesante:

El eslabón de Chihuahua

           

           

Malotes sin disfraz

          Muchos de los personajes de mis novelas son malotes sin disfraz. Lo son de una manera visible. Son individuos de escasa moral, interesados en el dinero y el sexo, o sin escrúpulos para cometer actos delictivos con el fin de conseguir un beneficio personal. Y conviven con otros personajes mejor adaptados a la vida en sociedad. En definitiva, trato de que los habitantes de mis páginas sean, en la medida de lo posible, un reflejo de lo que vemos por la calle cada día.

          Pensaba esto, precisamente, porque la realidad suele tener esa manía incómoda de superar a la ficción. Estos días, en un alarde más de imaginación, nos ha presentado al malote disfrazado de superioridad moral. Una clase de individuo que bajo el disfraz de cordero y el discurso hueco y falsario esconde una personalidad abyecta hasta lo patológico. Una habilidad que le permite surfear entre bambalinas, rozando culos al descuido, acosando con frases a medio terminar, o pasando directamente a la violencia envuelta en el miedo de la víctima a las represalias.

          En la literatura estas escenas tampoco son nuevas, incluso yo describo algunas parecidas en mis novelas. Pero ninguno de mis personajes va de vendedor de biblias, ni de adalid de la superioridad moral que se enfrenta a los malos de siempre. Unos supuestos malos que, además de escuchar sin reaccionar, no se atreven a descabalgar de la burra a los pregoneros con carita de buenos. Mis personajes malotes se ven venir a lo lejos, presumen de serlo, actúan en consecuencia y, cuando los pillan, pagan las consecuencias.

          Vivimos en tiempos de cuentos y timadores, días de regeneradores que bien podrían refundar el cártel de Medellín con el dinero de los impuestos que nos sacan hasta la asfixia. De defensores de la igualdad y los derechos de la clase obrera y trabajadora que se hacen ricos en un par de años, y que pasan del pisito modesto a la mansión, del barrio obrero a las zonas más caras y exclusivas de Bruselas o París. Y todo ello, desde la superioridad moral.

          Sin embargo, pocas cosas hay más detestables en estos propietarios de la superioridad moral que escuchar su defensa del feminismo, su esfuerzo por la igualdad, sus caritas de monjes acartonados, su aliento podrido. Y ahora tener que imaginarlos tras la puerta de un baño, o en un dormitorio improvisado: golpeando en vez de amando, y humillando a una mujer. Maltratando en vez de acariciando, usándola como objeto, y no respetando el cuerpo ajeno. Es bueno tomar ejemplos de la realidad, no para escribir historias, sino para recordar que según detrás de qué superioridad moral suele habitar una gran montaña de basura.   

Invisibles

          Cuando era un niño soñaba o imaginaba las mismas cosas que muchos niños de la época, por ejemplo: ser invisible. Disfrutar de ese velo de impunidad que significa una presencia inadvertida, pero sin carga de voyerismo, hablo de una etapa de mi vida en la que aún era impúber. Se trataba, supongo, de conocer lo que otros hacían en mi ausencia y que, precisamente en mi presencia, evitaban hacer por algún motivo.

          Lo que no sabía entonces es que los menganos de a pie como yo somos invisibles sin necesidad de capa o sortilegio alguno y que, nuestras vanidades, con frecuencia, no remontan ni la barra del bar del lobby de algún hotel de mala muerte, donde muchos famosos y exitosos de ayer beben y fuman un pitillo en el anonimato, apoyados sobre restos de espuma de cerveza y cabeceando las glorias pasadas sin lograr empitonarlas.

          Pensaba esto porque por estas fechas, los administradores del legado del inventor de la dinamita reparten sus famosos premios Nobel, entre ellos el de literatura. Yo, que más que escritor de medio pelo sin cabello me considero lector, me congratulo de que este año por fin el premio recaiga en alguien muy conocido, al menos para mí, porque lo he celebrado con alegría durante años. ¡Cuanto lo he bailado!

          Ya me sorprendió en su día que se lo dieran a Boy Dylan, aunque reconozco que sus letras llenas de ilusiones, porros y noches de farras tenían un valor literario sin precedentes. Nunca entendí muy bien que se negara a recoger el premio, pero sí pillara el kilo de billetes. Yo creo que estos escritores de la noche quizá ven las cosas en tinieblas.

          En esta ocasión, como otras veces, estoy de acuerdo con el juicio  del jurado de los Nobel. Reconozco que el nombre es difícil de pronunciar y fácil de confundir para un español, y que las letras que pone negro sobre blanco tampoco son fáciles. Pero lo entiendo, porque en este caso, el Nobel escribe con la intención de que su creatividad sea bailada o, eso creo yo, si no estoy en un error.

Aquí dejo una de sus obras que más me gustan:

https://www.youtube.com/watch?v=9bZkp7q19f0&list=RD9bZkp7q19f0&start_radio=1