Ese es el tiempo que ha pasado desde que en 1918 el mundo padeciera su última pandemia global: la conocida como española. Aunque conviene señalar que, en realidad, aún hoy se debate sobre su verdadera nacionalidad o, en términos más epidemiológicos, sobre el epicentro o lugar donde se sitúa al paciente cero de aquel brote de gripe. Hay quien opina que España, siendo un país neutral en la I Guerra Mundial, no censuró la información sobre la enfermedad, mientras que sí lo hicieron la mayoría de los países que participaban en el conflicto bélico. Y que de ese modo, gracias a la difusión de la carnicería que aquí provocaba el enemigo invisible, se nos acabó atribuyendo la paternidad de la versión del bicho N1H1 que liquidó por su cuenta a unos cuarenta millones de seres humanos en todo el planeta. Mientras, y por ilógico que pueda parecer, los que lograban sortear el exterminio vírico apoyaban la iniciativa biológica a base de cañonazos o ensartando con la bayoneta a todo hijo de vecino. En una especie de locura exterminadora que nos viene escrita en el código genético.
A pesar de que hace apenas cien años el mundo era mucho más grande que hoy, la muerte voló a golpe de tos y gotículas de esputo a una velocidad de crucero propia de un misil Tomahawk, y la humanidad pagó carísima la inmunidad de rebaño –la biológica–, porque de la estupidez no llegamos a curarnos. Solo un par de décadas más tarde, y una vez repuesto el contingente generacional de carnaza para el frente, nos dimos otra vez al pasatiempo del exterminio mutuo a lo grande. Entonces la naturaleza, siempre sabia, ahorró energías dado que debió parecerle claro que nos sobramos para acabar con la especie sin necesidad de ayuda.
Durante el periodo de descanso que nos hemos tomado desde mediados del siglo XX hasta hoy, hemos buscado nuevas vías de aniquilarnos, sobre todo, jodiendo el planeta. Acabar unos con otros a puñados cada cierto tiempo nos lleva al punto de inicio una y otra vez. Y la solución nuclear no nos parece entretenida, sino al contrario, rápida e indolora y esa no es la forma de proceder que nos gusta. A los humanos nos pone matarnos, pero con alevosía y sin que la muerte triunfe de forma definitiva y se haga el vacío. Somos los depositarios de la caja donde el gato de Schrödinger nos hace creer que conocemos los secretos de la física de lo imposible. Y nos engañamos a nosotros mismos con la ensoñación de que es posible consumir varios planetas aunque solo disponemos de uno. Quizá por eso, cada cierto tiempo, apenas un siglo, a la naturaleza se le inflan las pelotas y nos lo hace saber a un precio cada vez más caro.