Desde hace muchos años, por unas razones u otras, he tenido bastante relación con lo que los urbanitas llamamos la gente del campo. No de ahora, que se van haciendo cada vez más visibles a fuerza de resistirse a la esclavitud moderna. Sino desde hace unas cuantas décadas, cuando la mano de obra era local, y los campos aún no eran territorio marroquí, rumano o polaco, por citar algunas de las nacionalidades que más fresas o naranjas nos recogen. Ya por entonces, el campo era un oficio muy complicado, incluso ingrato.
Trabajar jornadas de sol a sol por una peonada, doblando la espalda, pinchándote las manos, tragando polvo, tostándote la piel, no es un trabajo que se pueda decir agradable. Y para el poseedor de la tierra tener que ejercer de adivino; arriesgar desconociendo la meteorología del año, las plagas, y además tener que sufrir las mermas de las furgonetas nocturnas. Esas que entre lo que destrozan y lo que se llevan van minando los menguantes beneficios.
Recordaba estas circunstancias campestres escuchando esta semana a un novelista en una entrevista radiofónica. No diré su nombre, pero sí diré que promocionaba su cuarta novela, que es un actor muy conocido, y del que yo no tenía ni idea que también escribiera ficción. Y fue una frase la que me hizo pensar en el campo: «con la literatura no se gana dinero». Y relató lo que sabemos quienes hemos escrito una novela: las horas y horas de trabajo, la soledad, la investigación, las revisiones, las correcciones, y así un largo etcétera.
Es doloroso ver como los agricultores llegan a tirar la fruta o las verduras, o a dejarlas pudrir en los campos porque les sale a pérdidas si intentan recolectar y vender. Porque un quilo de naranjas, que se puede comprar en el supermercado por 85 céntimos, es imposible que deje nada en el campo salvo miseria y frustración. Como consecuencia, la gente emigra y abandona algo tan necesario como el cultivo de la tierra para que todos comamos o se ve obligada, en ocasiones, a contratar mano de obra ilegal con salarios de esclavos.
En el mercado editorial se mueve mucho dinero gracias a los creadores de contenidos; los contadores de historias. De todo ese dinero la editorial se lleva un 10%, la distribuidora un 15%, las librerías el 35% y encargados de promociones, correcciones etc el 30%. Y usted se preguntará: ¿Y el autor? Y la respuesta es fácil, una naranja de cada saco de cinco quilos, suponiendo que la piratería, como la furgoneta nocturna, no se la coma primero.
Irónicamente cierto, pero la verdad es que los recreamos historias no lo hacemos pensando en las muchas monedas o billetes que ganaríamos sino más bien en las sonrisas y placeres que saquemos a los lectores.
Gracias, Cecilia.
Triste y cierto. Conozco bien el campo y algo también la escritura y justamente por lo que comentas y algunas cosas más, me decanté por editar en Amazon. Me gusta ser dueña y señora de mis naranjas en la mayor medida posible. Hoy compré dos kilos de cerezas directamente al agricultor, no vamos a cambiar el mundo por un simple gesto, pero los primeros pasos crean caminos amplios entre la maleza con el paso del tiempo y las decisiones coherentes.
Excelente artículo Miguel Ángel
Muchas gracias, Leonor. Me encantan las cerezas.
Sí, sí. Inaudito, la verdad.
Gracias, colega. Un abrazo.