Los domingos me traen recuerdos de expresiones como ¡vamos al cine!, y de tardes calurosas apaciguadas con el aire acondicionado de la sala de proyecciones. Del olor a palomitas recién hechas y de aquella sensación fresca y burbujeante de la Coca Cola pasando gaznate abajo. Por fortuna, en los años 90, que fue mi segunda etapa cinéfila, ya no se permitía comer pipas y estropear la película con el incesante crujido de las cáscaras mordidas.
Las salas estaban casi siempre llenas, desde el viernes por la tarde la afluencia de padres y chavalería era continua. El ritual pasaba por sacar las entradas; una visita a la sala de juegos donde echar una partida en aquellas máquinas mamotretos en las que habitaban los «monstruos» que había que liquidar; y el obligado paso por el ambigú de las golosinas donde elegir el avituallamiento de gomitas azucaradas y refrescos.
A finales de los 90 mi hijo tenía 5 años, y probablemente vivió una de las etapas más doradas de la historia del cine. Era tal la cantidad de películas que se estrenaban y, a cuál mejor que la anterior, que había ocasiones en las que agotábamos la oferta de las carteleras después de ir casi todos los días. Y duró años. Además, las películas tenían un efecto de retardo. En ausencia del internet generalizado en los smartphones, un chaval que veía Toy Story pasaba jugando con Buzz Lightyear un tiempo que iba hasta el infinito y más allá.
Desfilaron por las fantasías de una generación historias como Harry Potter, El señor de los anillos, Patch Adams o el Club de los poetas muertos. Películas que no dejaban a nadie indiferente y que, una vez terminada la cinta, el espectador volvía a casa lleno de sensaciones. Con ganas de reflejar en sus juegos o en sus vidas, las maravillosas historias, reales o fantásticas, que había visto… Y luego, todo eso desapareció.
Ignoro la causa. No sé si se dejaron de importar productos internacionales de esa calidad o, simplemente, internet, los videojuegos y las plataformas se comieron el mercado. Lo cierto es que hoy al cine no va nadie, y la oferta que nos presentan o es clase B americana o alternativa de Tombuctú para ser multiculturales. Y, por supuesto, ese producto español subvencionado con un millón de euros que recauda unos cuantos miles que no cubren ni el gasto de la máquina de palomitas. Y es que, las mismas caras, y la misma película contada de quinientas formas diferentes, aburren hasta a las butacas.