«Leer no te hace mejor». Esa ha sido la frase pretendidamente ingeniosa de la semana. La ha lanzado al vacío una de esas personas transitorias que se hace llamar influencer. Esa nueva profesión de gente con poco seso que a base de enseñar escote o musculitos te venden cremas, sartenes de aluminio o mochos basculantes para las fregonas modernas. Los realmente influyentes suelen ser líderes de opinión en materias de interés científico y divulgativo, no la versión digital del anuncio andante colgado al cuello con la leyenda «compro oro» por delante y McDonald por detrás.
La escasa luz de la pretendida influencer está en la misma frase elegida para hacerse notar. En concreto en la elección del adverbio «mejor». ¿Mejor en qué? ¿Mejor que quién? ¿Mejor para qué? ¿Mejor cuándo o en qué circunstancias? Obviamente, debemos entender que se refiere a mejor en lo que quiera que sea en comparación con las personas que no leen. Y, en efecto, si es así tiene razón. Aunque lo diga una iletrada, que como todo reloj estropeado acierta dos veces al día. En esta boutade no se le puede quitar la razón. No hay ninguna evidencia de que leer haga, así dicho, mejor o peor a alguien en términos generales. La razón es que no tenemos un baremo de bondad individual que correlacione con la práctica de la lectura.
Lo que sí aporta leer son otras cosas más concretas: amplitud de miras y conocimiento, capacidad para razonar y discernir sobre argumentos o situaciones complejas; herramientas para no caer en el engaño; experiencias que se convierten en enseñanzas provechosas y, por supuesto, entretenimiento. Esto lo sabemos porque a través de la lectura, usada como herramienta, las personas son desasnadas en la infancia y primera juventud. La lista es interminable, pero incluso solo por ese pequeño abanico de beneficios leer ya es una buena elección. No leer, como es lógico, es una decisión respetable que yo no comparto, pero contra la que nada tengo que decir. Allá cada cual con sus preferencias.
La anti-cultura como reivindicación progresista del igualitarismo, junto con el ninguneo de la meritocracia y el esfuerzo, nos está dejando un panorama generacional de masas en indefensión. Nada hay más fácil de someter, engañar o convertir en fanáticos que un rebaño sin alfabetizar o a medio construir. Basta con darles un poco de pienso populista, o un juguete (como el smartphone) mediante el que doparles las neuronas para convertirlos en mártires de cualquier causa. La gran estrategia de la Caperucita Roja con su cestito lleno de magdalenas rellenas de igualdad: «que nadie se esfuerce mucho. Todos aprobados para que no haya acomplejados o acomplejadas».
En el último informe PISA publicado, España sacó su peor resultado en 20 años y se situaba por debajo de la media de la OCDE en… ¿Lo adivinan? Exacto… En lectura y matemáticas. Hay gobiernos que redactan leyes y estrategias cargadas de infinita sabiduría, por ejemplo, se preguntan: ¿Para que querría ningún ciudadano o ciudadana saber leer o hacer bien las cuentas de su casa? Lo suyo es que alarguen una mano para recibir lo que se les dé, y con la otra zapeen entre el Sálvame y las influencer de turno y, la que se aburra durante la publicidad, que practique lo aprendido en las aulas y se toque el chocho.
El desprecio a la cultura es bastante lamentable.
Así es.
Don Miguel,
en este mundo, mundillo, hay gente para todo.
Todo pasa, por pasar de largo, sin detenerse. No perdamos el tiempo en desaprender.
Más vale dedicar, ese tiempo, a abrevar en la gente que aporta sabiduría 😌
Fuerte abrazo 🤗
Desde luego, otro abrazo.