La quema de libros

          La quema de libros de la historia reciente más conocida se produjo el 10 de mayo de 1933 en la Opernplatz de Berlin, durante los primeros años de la Alemania nacionalsocialista, más conocida como la Alemania NAZI. Durante la noche, de forma que el aquelarre iluminara la infamia como preludio de los tiempos oscuros que estaban por llegar durante los siguientes 12 años de gobierno, se quemaron las ideas que no comulgaban con una visión totalitaria que exigía la democratización de las instituciones, la socialización o la nacionalización de las grandes empresas.

          Llama la atención que semejantes acciones las llevaran a cabo no solo los zotes del nuevo partido, sino estudiantes universitarios de un país que siempre se distinguió por ser cuna de intelectuales en todos los ámbitos. Cuesta creer, que en aquellos primeros años del nacionalsocialismo, los gañanes y macarras que todo movimiento político cuenta entre sus filas, lograran convencer a las masas más formadas y mejor preparadas para que actuaran de aquella manera. De la cancelación de la cultura al genocidio solo quedaban unos cuantos pasos que, por desgracia, se terminaron por dar.

          Hemos visto este ansia por aniquilar la expresión cultural y relegar a la inexistencia del oponente ideológico de forma más cercana en el tiempo en Kabul, algo parecido a lo que en Roma se denominó «damnatio memoriae». Allí se erigían dos monumentales estatuas de Buda construidas en el siglo V. Los talibanes las devastaron después de 25 días con dinamita, disparos de tanques y cohetes. Es un mecanismo difícil de asimilar para una mente más o menos sana: la intención no de disentir de aquello que no se comparte, sino de eliminarlo del espacio incluido el tiempo pasado.

          Resulta tristemente desalentador como todavía hoy en las universidades españolas convive gente brillante con auténtica indigencia intelectual. Hay quien pretende derribar las estatuas de Cristobal Colón por genocida mientras admira el Acueducto de Segovia comiéndose un cochinillo a modo de Saturno devorando a su hijo. O quien pretende convertir la Plaza de las Ventas en un mercadillo de perroflautas, pero paga para entrar en el Coliseo y se rila de gusto al ver la arena donde se cometieron crímenes en masa para diversión del pueblo. De una hemiplejía intelectual como la que se está poniendo sobre la mesa solo pueden sobrevenir desgracias.

          Hay que alertar que esa forma de entender las identidades y la cultura de los pueblos continúa vigente en nuestros días. No hemos aprendido apenas nada de la Historia. Por alguna razón que desconozco, al poder suelen llegar individuos medio trastornados que, como Nerón, tienen una clara tendencia a provocar fogatas. Una vez en el cetro estos gusanos se convierten en capullos que, por lo general, antes de romper el tejido que les envuelve y volar para siempre, dejan un rastro de cagadas que no son fáciles de limpiar para las siguientes generaciones. 

          

¿Qué te cuentas?

          ¿Qué te cuentas? Con esta pregunta quizá usted, estimado lector, haya saludado alguna vez a un amigo o familiar. Es un modo amable de interesarse por el otro, por sus últimas novedades o peripecias si las hubo desde la última vez que se encontró con esa persona. Solicitamos que nos cuenten algo con dicha fórmula, acaso una porción del relato de vida ajena del que hemos estado ausentes por un tiempo más o menos largo.

          En la respuesta a la pregunta hay variaciones considerables. Conozco gente que suele responder con un simple «nada», dejando así huérfana de noticias la expectativa del interesado. Otros, menos secos, ofrecen un comodín o un par de lugares comunes envueltos en frases hechas. Y, como es lógico, los hay profusos hasta el desparrame llevando a la saturación al incauto curioso que enseguida ve como su memoria se satura de información anodina. Lo más complicado, como siempre, es el equilibrio.

          Pensaba esto porque creo que a los escritores nos pasa algo parecido en ocasiones. Nos preguntamos: ¿Qué te cuentas?, y aunque es un tanto retórico hacerse la pregunta a uno mismo no es una cuestión baladí. Lo que nos contamos lo ponemos sobre el «papel» en forma de escrito: novela, ensayo o pensamiento sobre la servilleta del bar. Y lo hacemos con la intención de compartirlo con quienes no nos han preguntado nada. ¿Una contradicción? 

          Yo creo que de esa circunstancia viene el vacío que a veces escucho comentar a algunos escritores y aspirantes. No sé qué contar, o estoy en sequía de inspiración, que si el miedo al folio en blanco o el síndrome del impostor etc. En definitiva, un largo catálogo de lamentos. ¿Cómo puede alguien quejarse de no saber qué contarle a nadie? Inventar una historia no tiene destinatario, simplemente nacen y deambulan por ahí, a la espera de que el destino, la suerte y las circunstancias llamen a su puerta y pregunten: ¿Qué te cuentas?

 

Los derechos del lector

          A menudo tenemos noticias de cómo y cuánto se vulneran los derechos de los autores, sobre todo escritores, que ven cómo sus obras circulan sin control por Internet sin que generen un solo euro a sus legítimos propietarios. Hay, por así decirlo, la generalizada aceptación de que aquello que se puede conseguir gratis, aunque sea perjudicando a otros, es hasta cierto punto legítimo. Quizá este es uno de los motivos por los que las obras literarias están tan devaluadas. Y es curioso el dato que aporta CEDRO en un reciente informe, a mayor nivel cultural de los países y mayor P.I.B más robos de todo tipo de contenidos editoriales.

          Hay que considerar que no solo el autor o el propietario de la obra tiene derechos, también los tiene el público en general, y los lectores en el caso particular de los libros. Entre esos derechos no está, como es lógico, el de hacerse con ejemplares físicos, digitales o en cualquier formato sin pagar por ellos. Eso es, simplemente, ilegal. Viene a ser parecido a parar el coche en carreteras secundarias y esquilmar los naranjos ajenos de una finca, dejar pelados los olivos y llenar el maletero, o beberse el minibar del hotel y rellenar las botellitas con agua o con algo peor… Estoy convencido de que existe gente que, de hecho, suele hacer las tres cosas sin ningún pudor después de descargar un libro gratis de algún sitio pirata.

          En nuestro país el término «derechos» está deformado, lastrado de malas intenciones ideológicas, de confusión y de frustraciones. La mayoría de la población que conozco no sabría diferenciar entre derechos constitucionales y derechos fundamentales (también en la Constitución), y hacia qué apuntan unos y otros. Por solo citar un ejemplo: decir que se «okupa» porque se tiene derecho constitucional a la vivienda es como robar un banco para disponer de dinero porque se tiene derecho a comer y a no pasar hambre. O sea, un dislate. Y lo peor es que el ciudadano no conoce quiénes son los verdaderos deudores de sus derechos en la mayoría de los casos. Por ejemplo, si el problema de la vivienda lo tiene que resolver la autoridad pública, o su vecino del bloque de enfrente que tiene dos pisos.

          Creemos tener derecho a prácticamente un universo de cosas, la mayoría de las cuales ni producimos, ni hacemos nada por ellas, salvo asignarles la etiqueta de que nos pertenecen por derecho sobrevenido. Y convertimos ese mantra maliciosamente inoculado en la gente en obligaciones de otras personas, que tienen que darnos y si no se las quitamos, todas las satisfacciones a nuestro interminable catálogo de privilegios arrogados por el simple hecho de existir y respirar cerca de donde se puede meter la mano con impunidad. Y en algunos sectores u oficios hasta el codo. 

          Pensaba esto no porque considere que la mayoría de lectores somos una banda de robaperas, no me mal interprete el lector, sino porque los lectores honrados también tenemos derechos. El escritor francés Daniel Pennac creó un catálogo en 2009 con los derechos del lector, entre los que no figura, como es lógico, la apropiación indebida.

Aquí los dejo con las palabras y la fotografía del autor.

 

          

 

Donde habita la verdad

          Alguna vez he hecho mención al concepto de sociedad líquida, creado por el sociólogo ya fallecido, Zygmunt Bauman. Y también al juego que sigue dando su teoría si la aplicamos a diversas cuestiones relevantes como la verdad o la ficción, la percepción de la realidad o la versión interesada que nos venden con frecuencia quienes, precisamente, menos creen en la verdad y más interesados están en convertirla en algo líquido e interpretable. 

          Hace unos años se puso de moda aquello que se llamó la postverdad, que venía a ser el anticipo del punto en el que nos encontramos hoy. En resumidas cuentas, la verdad no era lo que veíamos y tocábamos o comprobábamos personalmente, la verdad pasó a ser el relato. Lo que quien quiera que estuviese interesado en deformar o inventar una realidad alternativa e interesada tuviera la ocasión de hacerla pública. Hoy es lo habitual. Seguramente, habrá oído usted de escándalos que harían caer gobiernos que, como por arte de magia, desaparecen del debate y la información pública y son sustituidos por otros más convenientes a quien tiene el poder.

          Pensaba esto porque más allá de la postverdad, en lo que hoy podríamos llamar la cotidiana mentira, existe el mundo de la ficción y sus personajes, que como defiende Umberto Eco, son una verdad no sujeta a interpretaciones. Sus identidades son incuestionables. Dice Eco en su libro: Confesiones de un joven novelista.  

 «En la vida real no estamos seguros de la identidad del Hombre de la Máscara de Hierro; no sabemos realmente quién fue Kaspar Hauser o si Anastasia Nikoláevna Romanova fue asesinada con el resto de la familia real rusa en Yekaterinburg o sobrevivió. En cambio, leemos las historias de Arthur Conan Doyle estando seguros de que, cuando Sherlock Holmes se refiere a Watson, designa siempre a la misma persona, y que en la ciudad de Londres no hay dos personas con el mismo nombre y la misma profesión». Watson es una verdad más allá de cualquier duda razonable.

          Por eso, ahora que nadamos en la abundancia de la manipulación más descarnada, que hemos alcanzado una realidad en la que la mentira es moneda de valor en alza y curso legal, que además se puede practicar con impunidad, de forma pública y sonrisa en los labios sin miedo al reproche o repudio social, nos queda la ficción. Ese mundo en el que las identidades creadas son auténticas, únicas, irrepetibles e inmunes a la manipulación interesada de quienes construyen mentiras y las venden como realidades.  

El idioma Z

         No hay nada tan clarificador para entender la evolución del lenguaje como relacionarse, siquiera durante un cumpleaños, con miembros de generaciones diferentes. Por ejemplo y en mi caso particular, con una joven de la generación Z: mi sobrina Ana, que acaba de cumplir sus 18 primaveras. Entre risas con ella y con mi hermano (su padre), aprendí ayer que los escritores debemos explorar esos territorios de significado que desconocemos. Territorios por completo ajenos al habla habitual de quienes ya ni siquiera pintamos canas porque no tenemos donde pasar la brocha.  

          De qué otro modo podría alguien escribir una historia que llegue a interesar a los más jóvenes si nunca ha tenido noticias de la existencia de una RAVE o de un Parquineo. Incluso desconozco si esas palabras están bien escritas. Al parecer, la chavalería hoy monta fiestas breakbeat, en las que se reparten calificaciones entre las chicas acerca de lo agraciados o no que les resultan su congéneres varones. 

          Nunca se me hubiera ocurrido que esos chavales que, desgraciadamente y por pura inconsciencia, caen en las garras de la toxicidad y se quedan escuetos reciban el apelativo de comíos: un tipo flaco y desmejorado según me aclaró. O que los menos agraciados debido a su fealdad ahora sean calificados como cracos. Tuvo mi sobrina que apuntarme una lista con el bolígrafo prestado de una camarera una cantidad extensa de terminología Z que me resultaba ajena, además de profusa en lo descriptivo cuando se conoce la semántica de cada término de ese lenguaje particular.

          Me vino a la mente otro detalle. En la Feria del Libro de Madrid de hace un par de años, mientras firmaba en la caseta de Publishers Weekly, mi cuñada se acercó a saludarme con mi sobrino Tristan de apenas 8 años. Al verme escribir las dedicatorias con una estilográfica Montblanc que tengo en mucho aprecio, le hizo ver al niño el artilugio como si estuviera usando una pluma de ganso, o un artefacto arqueológico. Lo malo es que el pequeño quedó fascinado por el hecho de que algo así pudiera usarse para escribir.

          Nunca he sido, o no me he considerado un abuelo cebolleta, de hecho no tengo nietos. Sin embargo, cada año que pasa me voy dando cuenta de lo fácil que es quedarse atrás en los usos y costumbres de las nuevas generaciones. No todo se aprende en Internet o en las bibliotecas, hay que salir y hablar con los más jóvenes. Hay que preguntarles y averiguar qué se dicen entre ellos, cómo se comunican, o de lo contrario no salimos de escuchar siempre las mismas canciones de la Pantoja o Paquito el Chocolatero. Y claro, así vender historias es cada vez más complicado.  

TIA: Tonta inteligencia artificial

          No deja de sorprenderme lo inteligentes que son los motores de rastreo en la red, la IA y los algoritmos de identificación de preferencias según mis movimientos internautas. La habilidad extraordinaria que tiene la tecnología para conocerme, identificar mis gustos  y preferencias, o mis desviaciones inconfesables e incluso adyacentes a las más peligrosas conspiraciones. Todo lo que hago deja un rastro virtual que me delata, me descubre y me deja con la patas colgando.

          Ayer, sin ir más lejos, comencé a recibir anuncios y sugerencias para alquilar un trastero guardamuebles en Oxford (UK), después de que media hora antes me ofrecieran un apartamento de lujo en Oxfordshire a un precio de ocasión. Incluso me llamó una amable comercial, que en inglés y con afectada voz británica, deseaba ampliarme información sobre inversiones en la zona. Mantuvimos una breve conversación sobre las bondades de la vida en Headington, y las peculiaridades de sus famosos pubs.

          Hará algo así como un mes comencé a recibir ofertas y notificaciones acerca de yates en venta en Coral Gable (Miami), con fotografías de auténticas maravillas. Se ve que, de momento, lo único que el Big Data y la IA no han logrado situar en su punto correcto es el nivel de mi patrimonio, que ni de lejos, alcanzaría todo junto para un yate de lujo. Me complace que se me tenga en consideración, no obstante, por si en algún momento me toca la mano de la diosa fortuna.

          Pensaba esto porque se me ocurrió lo divertido que es engañar a la máquina. Digamos que basta con dejarles las miguitas de pan en un camino alejado de nuestros intereses. Las palabras introducidas en los buscadores tienen el sonido de las notas de la flauta de Hamelin. En la tele ocurre lo mismo, y según vas eligiendo canales en Netflix, por ejemplo, las guardan en el histórico para ofrecer lo que según ellos te gusta ver. Si alguien quiere gastar una broma que use el perfil de su pareja cuando no esté en casa y ponga películas porno. Así tendrá un motivo para pedirle explicaciones la siguiente vez que entre en su perfil para ver una peli juntos y le sugieran a Manolo el Mandinga con un nivel del 100% de match.

          Yo me lo paso bien mientras escribo algún capítulo nuevo de mi próxima novela. Navego como hacen la mayoría de escritores por los escenarios reales donde se desarrolla la acción. Visito restaurantes, busco extravagancias que son del agrado de mis personajes  por cualquier parte del mundo. Luego dejo de escribir y ya veo a esa inteligencia artificial con sus super poderes preparándome la oferta de productos y servicios que algunos incautos van a pagar para ofrecerme su publicidad en el escritorio de mi Mac.     

           

Reloj de arena

          La escasez es lo que hace a las personas echar cuentas, ya sea con los dedos como hacen quienes andan cortos de habilidades matemáticas o tirando de calculadora. Además, es una costumbre muy del mes de enero. Ese tiempo en el que los días del calendario parecen escalones cada vez más altos a la hora de llenar el carrito de la compra. Conozco a quien después de haber tirado la casa por la ventana en diciembre ha tenido que bajar en enero a la acera para recoger los trastos. ¿Quién no cometió algún error de cálculo?

          Cuando se es joven la vida por delante parece interminable. Uno mira al futuro y lo ve lejano e inaccesible. Los días parecen durar una eternidad y los años son en la conciencia del niño unos espacios de tiempo infinito. Pero que pronto cambian las cosas, y que rápido comienzan a girar las agujas del reloj poco después. Siempre he pensado que uno se hace mayor la primera vez que tiene la sensación de haber perdido el tiempo. Ese pellizco de culpabilidad que nos hace recapacitar acerca de la cuenta atrás.

          Pensaba esto porque no acostumbramos a hacer números, quizá para no deprimirnos, pero debería enseñarse en las escuelas a pensar en términos matemáticos. Así descubriríamos que la esperanza de vida de una persona en España, por ejemplo, es de unos 30.000 días desde su nacimiento. Puede parecer mucho, pero si se piensa bien, restando las horas de sueño, vivir lo que es vivir despiertos serán solo 20.000 días: primer hachazo. Pronto llega un momento en el que ya de adulto, digamos que frisando los 40 tacos, descubrimos que solo quedan 10.000 días por delante quitando las horas de sueño. Es cuando cada día comienza a tener una relevancia diferente.

          Yo hago el mismo ejercicio con las actividades que decido que me interesan, por ejemplo leer. Y le doy la importancia que tiene a lo que leo de una manera muy seria. Dos horas de lectura al día son 730 horas al año, es decir, de los 12 meses más de 1 entero dedicado a leer sin descanso. No es una cifra baladí. Claro que si la comparamos con el tiempo dedicado a enredar en las redes sociales es una minucia. Hoy los adolescentes dedican de media 3 meses enteros, 24 horas al día a ver la tele y enredar con el móvil. Inconscientes de la velocidad a la que cae la arena creando la duna de una vida que ya no recuperarán.

          Esta mañana pensaba acerca de la cantidad de libros que se pueden leer en una vida normal y corriente, es decir, la de alguien que no se dedica solo a leer. Y mi cálculo es que unos 3 o 4 mil viviendo unos 80-85 años. A mi me parecen muy pocos para todo lo que hay escrito y que valdría la pena ser leído. Sin embargo, para llegar a esa cifra se requieren muchas horas y constancia. Son unos 5 años leyendo sin parar las 24 horas del día. Poca broma, así que toca elegir lo mejor posible para dedicarle alrededor de un 10% de nuestra vida consciente a esa actividad.    

El factor X. Serie de post «the missing link» 4.

          El factor X podría ser el nombre de una nueva crema cosmética sin ningún problema. Una de esas que por 100 euros la ampolla promete rejuvenecer el cuero envejecido de los bolsillos mejor acomodados. Recuerdo, hace quizá unos 10 ó 15 años, en el aeropuerto de Singapur, los precios de una conocida marca de cremas milagrosas para el cuidado del rostro. Tuve la sensación de que el precio, en realidad, lo marcaba el envase de lujo y la parafernalia que lo envolvía al margen de las supuestas bondades del potingue.

          Sin embargo, como ustedes saben yo no me dedico a la cosmética, por eso el Factor X al que me refiero es algo muy distinto a las cremas o los shows televisivos. Que su apellido sea el símbolo que usamos para nombrar una incógnita no es casual. La únicas certezas de las que disponemos son su existencia y el hecho de que cada vez podría estar más cerca de convertirse en una problemática realidad sanitaria a escala global. Entre las muchas amenazas del ecosistema que acechan a la especie humana, el Factor X puede ser un verdadero cisne negro.

          Hoy vivimos en un ecosistema que poco tiene que ver con el existente en la época de los denisovanos hace 50000 años. Unos primos de los Neardentales, según publicó la revista Nature en 2010, cuyos últimos vestigios fueron encontrados en una cueva en Denisova, en Siberia. Si bien es cierto que coincidieron en el tiempo con el Homo Sapiens, no prevalecieron. Lo que no es de extrañar dado que en plena era glaciar las condiciones de vida por entonces no debían propiciar un futuro alentador.

          Se desconoce si la causa de su desaparición se debió, precisamente, a nuestros primeros descendientes. Después de todo, el ser humano que hoy somos ha prevalecido colonizando el planeta y sus recursos y eliminando las alternativas que presentaban otras especies competidoras. En esto somos tan animales como cualquier otro ser vivo. Lo que desconocemos hoy es el riesgo que conlleva la fauna viral y microbiana que también quedó enterrada en el frío siberiano de entonces. 

          Sea como fuere, ahora estamos desenterrando restos fósiles gracias a un clima que derrite capas de hielo de aquella época. Estamos encontrando pequeños restos de huesos de aquellos habitantes del planeta de un tiempo remoto. Y convendría considerar la incógnita que nos proporciona la existencia del Factor X, y si su aparición nos sumirá a la humanidad actual en un largo período de hibernación. Como todo el mundo sabe la curiosidad mató al gato.

La pandemia del tiempo

          El día y la noche se suceden cada seis horas desde que empezó el año: cuatro amaneceres y cuatro crepúsculos. Al principio, no le dimos importancia ocupados en las tareas cotidianas, pero pasan los días y ocurre en todo el planeta.  Algunos científicos dicen que se debe al efecto del cambio climático, D. Trump apuesta por una maniobra china y la necesidad de bombardearlos, Bunbury y Miguel Bosé aseguran que es un efecto visual provocado por las vacunas. A la mayoría de las personas, al principio, les daba lo mismo ver o no ver. 

          Seis horas de luz seguidas de seis de oscuridad. El misterio, aseguran los primeros estudios geofísicos, se debe al aceleramiento de la Tierra a la que parece que le han entrado unas tremendas prisas por llegar a ninguna parte. Quizá solo es una maniobra del planeta para deshacerse de la humanidad, como mi perro labrador, Warren Sánchez, que se libra de las gotas de agua cuando sale de la orilla de la playa a golpe de carreras y sacudidas.

         Les cuento esto porque se acaban de publicar los primeros resultados de laboratorio. El envejecimiento de unos ratones desde que empezó el año: en vez de vivir un mes solo duran una semana. Su tiempo, también se ha acelerado por cuatro, y sus días solo duran seis horas. Los médicos comienzan a sospechar que el incremento de patologías crónicas y las muertes por enfermedades propias del envejecimiento se deben a que nos hacemos mayores cuatro veces más rápido. El mundo está quedándose sin mayores. Dentro de unos años los jóvenes de veinte tendrán la edad biológica de ochenta.

          Dicen los expertos que la humanidad se ha quedado sin tiempo. Que nuestra especie está condenada a vivir apenas un par de décadas desde que nacemos. En ese tiempo tiene que desarrollarse, amar, innovar y asegurar la supervivencia de la siguiente generación. Es la única posibilidad de sobrevivir a la pandemia del tiempo. Quienes ahora somos mayores y ya notamos cada día como nos pasa una semana por encima tenemos la obligación de preparar a nuestros descendientes. Un nuevo vertiginoso mundo en el que el valor de la vida sea cuatro veces mayor será muy exigente.

          Hemos empezado a centrarnos en lo importante. Mientras más rápido corre el tiempo más cae la super producción y la contaminación por falta de adaptación y de consumidores. A nadie le interesan las guerras porque son innecesarias ya que las conquistas no sirven a quien las consigue. Cada veinte años el reemplazo de todos los humanos por sus hijos, y así sucesivamente, deja poco margen a la codicia, la maldad, el hedonismo o la acumulación de riquezas. Desde que vemos salir el sol cada seis horas todo ha cambiado: la luz intermitente nos recuerda lo efímeros que somos, y que salvo para amarnos por un instante los unos a los otros, no hay tiempo para nada más.    

La ceguera blanca

          Leí la novela «Ensayo sobre la ceguera» de José Saramago a finales de los años noventa, poco después de su publicación en 1995. No era la primera obra del escritor portugués que leía, pero el hecho de que en 1998 le concedieran el Nobel incentivó un poco más mi acercamiento a su obra. Es una historia distópica llena de simbolismo y, aunque han pasado casi treinta años, es del todo actual, tanto que me atrevería a considerarla premonitoria.

          La pandemia de ceguera que afecta a la sociedad y el pánico que se produce entre las gentes ficticias del relato permite que aflore la amoralidad en su estado más primitivo. Saramago nos muestra la esencia humana en un punto cercano a la locura, en el que la ausencia de valores es absoluta. Conceptos como lo bueno o lo malo, la verdad o la mentira, lo correcto o lo vil desaparecen de forma progresiva. Las mentes más miserables y abyectas se hacen con el control de la situación.

          No se trata ya de una sociedad líquida en el sentido de Zygmunt Bauman, en la que los conceptos se diluyen, sino de una degeneración completa rayana en la pérdida de lucidez. El misterio que Saramago no nos desvela en la novela es el motivo que lleva a algunos a tomar ese camino de degradación. Debemos suponer que es por la única razón de ejercer el poder absoluto desde la locura, cosa que ya hiciera Nerón en tiempos del Imperio romano.

          El autor nos deja una esperanza en uno de los personajes: la mujer del médico. Un caso rara avis que al no estar contaminada trata de ayudar en lo posible a remediar el caos. No es tarea fácil, en un entorno donde la realidad deja de existir y los días dependen de la voluntad del tirano, según lo que en cada momento su patológica conducta desprenda acerca de qué es lo que hay que hacer o quién debe vivir y quién no. 

          Decía que se trataba de una distopía e incluso un relato premonitorio porque es obvio que hoy vivimos una situación de pérdida similar de la lucidez y del criterio racional. Hoy se defiende con soltura y sin el menor reparo lo que en otro tiempo habría sido vergonzante y reprobado por la mayoría. El tirano puede decidir un lunes cualquiera que la luna es verde y cuadrada y que de ella cuelgan aceitunas. No importa, la camarilla abducida lo jura si es necesario, afectada  como está por la pandémica ceguera. No haré espóiler, pero quizá solo nos quede la esperanza de que la mujer del médico salga del relato y nos libre del tirano.