Un millón para el mejor

          Corría allá por el año 1968 cuando se estrenó el programa «Un millón para el mejor» en TVE. Presentado por Joaquín Prat que, poco después, fue sustituido por Jose Luís Pécker. El millón, claro está, era de pesetas. Una cantidad escandalosa para la época y que causó una gran sensación social. Apenas duró año y medio en pantalla, a pesar de que solo existían dos canales y la competencia por el share era nula. Quizá ese millón acabó pesando demasiado en las arcas públicas de aquellos años convulsos de la última etapa de la dictadura.

          Casi seis décadas más tarde, el millón —ahora son euros— vuelve a estar en entredicho en el famoso premio Planeta que se falló esta semana como cada año. Y más allá de los nombres, de nuevo y no es la primera vez que se produce, hay un gran revuelo con el resultado y una áspera polémica por la obra elegida. Un debate bastante inútil, por otra parte, del que ya casi prefiero no participar salvo con alguna pincelada como esta. Además, a mí no me resulta sorprendente, como saben las personas que me conocen y a las que hace un año les anuncié  en foro público quién sería el ganador de este año con nombre y apellidos. Lo hice, probablemente, incluso antes de que escribiera la novela.

 

          No hacía falta ser un gran gurú. Con conocer la lógica del mundo editorial actual era suficiente. Más aún considerando los antecedentes de la última etapa de este y otros premios similares. Como usted, querido lector, que es sagaz habrá comprobado, no lo llamo premio literario. Solo premio. Y lo hago no por descuido, sino porque en mi opinión es así. Un premio que se otorga por diferentes razones que, a buen seguro, nada tienen que ver con la literatura, aunque sí con el mercado editorial y la venta de contenidos —contengan lo que contengan siempre que se venda—.

          Sin entrar a juzgar a ningún ganador anterior ni al actual, les diré un secreto. Con las plataformas televisivas de los ganadores y los masajes en prime time de los presentadores e invitados, a mí también me darían el Planeta el año que viene, y a usted también, incluso sin que tuviera que escribir nada y mucho menos una novela. De hecho, podría llenar de letras unas 200 páginas de forma aleatoria en un fin de semana, decirle a alguna IA que las mezclara de forma legíble y con eso sería más que suficiente. Un millón para el mejor. Teniendo en consideración que hay cada vez más espacios donde «el mejor» no solo no significa nada, sino que podría apuntar a lo contrario.

          Les decía que para acertar basta con comprender. El Planeta es una operación de marketing comercial de una empresa privada que nada, o casi nada, tiene ya que ver con escritores y literatura. Su negocio es la venta de contenidos, sean en el formato que sea. El Planeta es una fiesta con visibilidad global por y para el grupo mediático. Con la tendencia a usar, al menos en las últimas ediciones, directamente a sus propios grupos de interés. ¿Para qué buscar fuera si pueden usar a empleados o proveedores de contenido? Lo que contenga el paquetito de 20 euros en forma de libro es, a la postre, lo de menos.

          Ya pueden ir haciendo la quiniela para las próximas dos ediciones. Algunas sugerencias que les ofrezco para las casas de apuestas: Vicente Vallés, Carme Chaparro o, en el summun del choteo supremo, el mismísimo Monaguillo. Usted y yo, estimado amigo, tendremos que esperar sentados a tener primero unos millones de audiencia en alguna tele…    

Leer no te hace mejor

          «Leer no te hace mejor». Esa ha sido la frase pretendidamente ingeniosa de la semana. La ha lanzado al vacío una de esas personas transitorias que se hace llamar influencer. Esa nueva profesión de gente con poco seso que a base de enseñar escote o musculitos te venden cremas, sartenes de aluminio o mochos basculantes para las fregonas modernas. Los realmente influyentes suelen ser líderes de opinión en materias de interés científico y divulgativo, no la versión digital del anuncio andante colgado al cuello con la leyenda «compro oro» por delante y McDonald por detrás.

          La escasa luz de la pretendida influencer está en la misma frase elegida para hacerse notar. En concreto en la elección del adverbio «mejor». ¿Mejor en qué? ¿Mejor que quién? ¿Mejor para qué? ¿Mejor cuándo o en qué circunstancias? Obviamente, debemos entender que se refiere a mejor en lo que quiera que sea en comparación con las personas que no leen. Y, en efecto, si es así tiene razón. Aunque lo diga una iletrada, que como todo reloj estropeado acierta dos veces al día. En esta boutade no se le puede quitar la razón. No hay ninguna evidencia de que leer haga, así dicho, mejor o peor a alguien en términos generales. La razón es que no tenemos un baremo de bondad individual que correlacione con la práctica de la lectura.

          Lo que sí aporta leer son otras cosas más concretas: amplitud de miras y conocimiento, capacidad para razonar y discernir sobre argumentos o situaciones complejas; herramientas para no caer en el engaño; experiencias que se convierten en enseñanzas provechosas y, por supuesto, entretenimiento. Esto lo sabemos porque a través de la lectura, usada como herramienta, las personas son desasnadas en la infancia y primera juventud. La lista es interminable, pero incluso solo por ese pequeño abanico de beneficios leer ya es una buena elección. No leer, como es lógico, es una decisión respetable que yo no comparto, pero contra la que nada tengo que decir. Allá cada cual con sus preferencias.  

          La anti-cultura como reivindicación progresista del igualitarismo, junto con el ninguneo de la meritocracia y el esfuerzo, nos está dejando un panorama generacional de masas en indefensión. Nada hay más fácil de someter, engañar o convertir en fanáticos que un rebaño sin alfabetizar o a medio construir. Basta con darles un poco de pienso populista, o un juguete (como el smartphone) mediante el que doparles las neuronas para convertirlos en mártires de cualquier causa. La gran estrategia de la Caperucita Roja con su cestito lleno de magdalenas rellenas de igualdad: «que nadie se esfuerce mucho. Todos aprobados para que no haya acomplejados o acomplejadas».

         En el último informe PISA publicado, España sacó su peor resultado en 20 años y se situaba por debajo de la media de la OCDE en… ¿Lo adivinan? Exacto… En lectura y matemáticas. Hay gobiernos que redactan leyes y estrategias cargadas de infinita sabiduría, por ejemplo, se preguntan: ¿Para que querría ningún ciudadano o ciudadana saber leer o hacer bien las cuentas de su casa? Lo suyo es que alarguen una mano para recibir lo que se les dé, y con la otra zapeen entre el Sálvame y las influencer de turno y, la que se aburra durante la publicidad, que practique lo aprendido en las aulas y se toque el chocho. 

El escritor comprometido

          Hace unos días fallecía a los 89 años el escritor, Premio Nobel de literatura (2010), Mario Vargas Llosa. Se iba uno de los grandes del siglo XX y, mucho me temo, que uno de los pocos que quedaban en la literatura con mayúsculas. Se marchaba de forma desacompasada en el tiempo respecto de su más íntimo contrapunto, desapareciendo así el dueto que formaba con Gabriel Garcia Márquez. Ambos representaban ese gran movimiento de la literatura latinoamericana que cambió la forma de escribir novelas y artículos periodísticos.

          Las dos figuras fueron escritores comprometidos con su tiempo, y por ello padecieron críticas, cancelaciones e incluso insultos y bravatas de esa plebe itinerante que conforman la envidia, el sectarismo y la cobardía. Los dos fueron dignos de los máximos galardones mundiales y del reconocimiento del público. Pero nada de ello les acobardó, ni les doblegó. No se abstuvieron de defender sus ideas y valores por muchas críticas que pudieran recibir. Es lo que, al menos yo entiendo, debe hacer un escritor comprometido.

          En el caso de Mario, una de sus últimas defensas de las libertades la vimos en su famoso discurso de 2018 en Cataluña. No imaginaba él que, poco después, un gobierno frentepopulista de ultra izquierda echaría todas aquellas palabras por tierra y las llenaría de lodo y fango. Ni que unos cuantos vende patrias indultarían desde la sedición hasta el robo de las arcas públicas. Que se amnistiarían los delitos después de jurar todos ellos que no lo harían. Y que, para ello, meterían en el TC a un lacayo sin dignidad y que, finalmente, se arrastrarían por Waterloo para seguir disfrutando de los privilegios del poder. Algo que, por cierto, ya hacían de la forma más sucia y grotesca un mes después de llegar al gobierno cuando los españoles morían a miles cada día durante la pandemia.

          Pensaba esto porque a los escritores actuales parece que les pasa lo mismo que a la sociedad en general: les ha vencido el hastío y el desánimo. Pocos son los comprometidos que se atreven a denunciar que el suelo que pisan se descompone. Hay miedo, mucho miedo y algo de cobardía. No queremos ser señalados, ni etiquetados, ni que la mitad de la gente nos mire mal o incluso, por supuesto, no queremos que nos insulten. Como si algo de todo eso importara. Sin embargo, la mayoría mira para otro lado, o asume con naturalidad esa dramática conclusión de que «son todos iguales». O, en el peor de los casos, no les importa que gobierne la mafia mientras sean los de «su mafia».

          Quedan pocos escritores comprometidos, un pequeño manojo, y ahora se ha ido uno de los más grandes. Uno que no se dejó llevar por la tendencia de tener que escribir lo que todo el mundo escribe, con personajes con el mismo color de pelo violeta que todo el mundo describe, contando las mismas mentiras una y otra vez sobre nuestra historia y, todo ello, para besar el culo de los cuatro papanatas que deciden lo que hay que leer y publicar y lo que no. Quizá por eso cada vez hay menos novelas universales como La ciudad y los perros, mientras las librerías se llenan de libelos de chichinabo que solo interesan a su parroquia, y no más allá de un par de días.   

Carnaval de postureos

          Estamos ya en época de carnavales, de esos de los de toda la vida. No el carnaval de postureos desenfrenados de las redes sociales, ese es más reciente, sino el satírico festivo. El carnaval auténtico rezuma talento crítico y su poquito de malababa. Es un reflejo social con pimienta y texturas goyescas. En las letras de las comparsas hablar de un maricón no lleva implícito un delito de odio, un político es un don nadie lameculos que vive de lujo con el dinero de otros y se dice tranquilamente, y la vecina del quinto sigue yendo al bingo y tirándose al mejor amigo de su marido. O sea, un reflejo de lo que todos sabemos, pero hacemos como que no lo vemos.

          Lo que es imposible dejar de ver, a menos que uno retroceda unas cuantas décadas y se olvide del móvil y de las redes sociales, es el carnaval de cotidianos postureos de una peña ávida de asomarse al mundo. A mí, que tengo todas las redes, cada vez me da más pereza aparecer en ellas. Es algo que, aunque con poca frecuencia, me obligo a hacer para anunciar un artículo como este o el lanzamiento de una nueva novela o cosa similar. Y luego, mi editor lo replica o lo recuerda de vez en cuando y algunos amigos me regalan un like o un corazoncito. También me dejan comentarios por aquí abajo algunos días, que siempre agradezco. Salir en video es algo que no me gusta, me resisto, aunque haya colgado alguno muy puntualmente.

          Yo sé que eso es una desventaja si lo que se pretende es tener muchos seguidores que, las más de las veces, tampoco aportan gran cosa. Hay que tener en consideración que no solo le sigue a uno una cohorte de admiradores, ni mucho menos. También se es seguido y, sobre todo seguida, por curiosos y pervertidos, delincuentes y estafadores, ademas de algunos personajillos envidiosos con intención de criticar a escondidas o directamente poner a bajar de un burro a cualquiera entre risas con los colegas.

          Pensaba esto porque me quedo de piedra con la exposición de sus vidas que hacen algunas personas para vender lo que sea que vendan: acabas descubriendo dónde vive el fulano, si se ha operado las tetas la mengana, si ha ido a Turquía a ponerse pelo el que antes era calvo, dónde comen, con quién, qué comen y así hasta el aburrimiento. Algunas personas tienen el síndrome de gran hermano tan interiorizado que no se privan de dar de sí mismos cada detalle insignificante de sus vidas cotidianas. Un exhibicionismo tan incauto como arriesgado. 

          Debería haber una policía de las redes sociales, así del mismo modo que en todos los grupos de wasap hay un tontolaba o una amargada que se encarga de censurar comentarios por vicio, debería haber digo, alguien que le advirtiera a los más expuestos que incluso el ridículo se debe racionar con mesura. Que nadie necesita ver el canalillo de la raja del culo de un gordo agachado recogiendo castañas, ni a la rubia de bote comiéndose un plátano con cara de vicio.  

 

Obra artística o producto

          Crear una obra artística o un producto puede ser un hecho coincidente, sin embargo, creo que existe una diferencia apreciable. Me refiero a las artes en general: pintura, escultura, arquitectura o, por supuesto, literatura (entendiendo por literatura en este caso aquello que se escribe, se publica y llega al mercado). Es cierto que la mayoría de las obras artísticas de toda índole acaban siendo objeto de comercio y que, desde esa perspectiva, se convierten en materia de mercadeo.

          En todas las épocas los mecenas han encargado a sus artistas de cabecera determinadas obras de su preferencia. Las pinacotecas de todo el mundo están repletas de creaciones maravillosas realizadas por encargo de reyes, Iglesias y gobiernos, además de megalómanos y millonarios de todo pelaje y condición. De por medio, como es lógico, el dinero ha sido el vehículo necesario para que los creativos se pusieran manos a la obra. El caso más llamativo, o uno de ellos, es el de los negros en literatura. Creadores que escriben por dinero y que renuncian incluso a ser identificados como los autores de sus criaturas. Una especie de vientre de alquiler con forma de pluma.

          Pensaba esto porque a menudo escucho decir a determinadas personas que lo importante es el proceso creativo en sí mismo, y que lo de ser reconocido o leído, o que te compren los cuadros, por ejemplo, no tiene tanta importancia. Es decir, que lo hacen sin darle relevancia al hecho de si van a tener algún reconocimiento. No parece importarles que la actividad, simplemente, se quede en un pasatiempo. Yo coincido bastante con esta versión, sin quitar un ápice de verdad al hecho de que a nadie amarga un dulce, a mí tampoco.

          Yo empecé a tocar el piano pasado el medio siglo de edad, en un conservatorio de Madrid donde me miraban con cara de extrañeza. Sobre todo mis compañeros, que mayoritariamente podían ser por edad casi mis nietos, y los profesores mis hijos. Es obvio, que mi intención nunca fue ser concertista, y ni siquiera tocar el piano de manera que alguien pudiera decir «que bien toca», pero en el proceso de aprendizaje sí descubrí mucho de mí mismo: limitaciones, debilidades, esfuerzo e incluso ilusiones.

          Pues con escribir pasa algo parecido, si bien esta actividad la empecé mucho antes que a tocar el piano, lo cierto es que tampoco me preocupa en exceso a quién le va a gustar o no lo que escribo. Sin embargo, en este caso hay una gran diferencia: nunca podría haber ejercido de negro literario, antes habría preferido cualquier otro oficio. Ni de mulato literario tampoco, que viene a ser ese tipo de escritor que no escribe lo que le gusta y siente, sino lo que cree que es tendencia y estará de moda cuando termine de escribir.

Encuentros variopintos

          En estas fechas navideñas cada año se produce un tsunami de encuentros variopintos. En algunos casos, son reuniones de personas que se ven a diario, pero en otros casos, se trata de aquellos que solo coinciden casualmente o incluso una sola vez cada mes de diciembre. Sin embargo, la situación no varía mucho, y el nivel de riesgo tampoco es muy diferente. Las comilonas típicas de la época, por alguna razón poco estudiada, tienen como efecto muy habitual un cierto grado de orgía de las emociones y las conductas. 

          Destacan en estos aquelarres las cenas de empresa. En ellas lo habitual es la división por facciones a modo de legiones romanas en formación antes de la batalla. El jefe imperator, situado en una de las cabeceras de la mesa principal, suele estar flanqueado por un par de pelotas o lameculos habituales en disputa con la amiguita con aspiraciones. Si se trata de jefa emperatriz empoderada, lo frecuente es una guardia pretoriana de amazonas feministas en busca de gestos o miradas inapropiadas de los machirulos salidos para tomarles la matrícula.

          Estos encuentros variopintos también se dan fuera del ámbito laboral: por ejemplo entre amigos, a veces divididos por sexos y otras veces de forma mixta, celebraciones entre familiares llegados de diferentes ciudades, o compartidos de forma más intima y secreta con amantes, e incluso con la otra familia a escondidas con los hijos no reconocidos. El mapa de posibilidades es tan amplio como lo son la cantidad de mentiras y fingimientos que se dan en estas fechas tan señaladas para el amor y la concordia.

          Pensaba esto por las posibilidades de estudio que tienen los personajes de estas escenas costumbristas. La magia que se produce debido a los efectos especiales provocados por el alcohol, los villancicos, la subida de azúcar en sangre, la bilis acumulada, el deseo insatisfecho y reprimido, la envidia, la complicidad, la tentación, la frustración, la exaltación de la amistad e incluso la imprudente confesión. En definitiva, un totum revolutum de micro historias basadas en la parodia de las relaciones humanas.

          Yo creo que la culpa de todo esto la tiene el que inventó la pandereta, porque con ello, le dio motivos a Don Antonio Machado para mostrarnos como son, según su clarividente visión, estos encuentros variopintos. 

La España de charanga y pandereta,
cerrado y sacristía,
devota de Frascuelo y de María,
de espíritu burlón y de alma quieta,
ha de tener su mármol y su día,
su infalible mañana y su poeta.
El vano ayer engendrará un mañana
vacío y ¡por ventura! pasajero.

 

Invisibles

          Cuando era un niño soñaba o imaginaba las mismas cosas que muchos niños de la época, por ejemplo: ser invisible. Disfrutar de ese velo de impunidad que significa una presencia inadvertida, pero sin carga de voyerismo, hablo de una etapa de mi vida en la que aún era impúber. Se trataba, supongo, de conocer lo que otros hacían en mi ausencia y que, precisamente en mi presencia, evitaban hacer por algún motivo.

          Lo que no sabía entonces es que los menganos de a pie como yo somos invisibles sin necesidad de capa o sortilegio alguno y que, nuestras vanidades, con frecuencia, no remontan ni la barra del bar del lobby de algún hotel de mala muerte, donde muchos famosos y exitosos de ayer beben y fuman un pitillo en el anonimato, apoyados sobre restos de espuma de cerveza y cabeceando las glorias pasadas sin lograr empitonarlas.

          Pensaba esto porque por estas fechas, los administradores del legado del inventor de la dinamita reparten sus famosos premios Nobel, entre ellos el de literatura. Yo, que más que escritor de medio pelo sin cabello me considero lector, me congratulo de que este año por fin el premio recaiga en alguien muy conocido, al menos para mí, porque lo he celebrado con alegría durante años. ¡Cuanto lo he bailado!

          Ya me sorprendió en su día que se lo dieran a Boy Dylan, aunque reconozco que sus letras llenas de ilusiones, porros y noches de farras tenían un valor literario sin precedentes. Nunca entendí muy bien que se negara a recoger el premio, pero sí pillara el kilo de billetes. Yo creo que estos escritores de la noche quizá ven las cosas en tinieblas.

          En esta ocasión, como otras veces, estoy de acuerdo con el juicio  del jurado de los Nobel. Reconozco que el nombre es difícil de pronunciar y fácil de confundir para un español, y que las letras que pone negro sobre blanco tampoco son fáciles. Pero lo entiendo, porque en este caso, el Nobel escribe con la intención de que su creatividad sea bailada o, eso creo yo, si no estoy en un error.

Aquí dejo una de sus obras que más me gustan:

https://www.youtube.com/watch?v=9bZkp7q19f0&list=RD9bZkp7q19f0&start_radio=1

 

 

Los peligros de levitar

  Debe de ser cosa de los años el motivo por el que nos hacemos trascendentes y aterciopelados, sobre todo, si a una edad determinada nos da por decidir que somos escritores y nos dejan sueltos a deshoras con las redes sociales. Momento en el que volamos y entre nubes de algodón flotamos en un nirvana de fatuidades y lugares comunes donde el merengue nos embadurna y llena de azúcar glasé hasta el colmo de la diabetes.

          Es entonces cuando el público, escaso por lo general, se ve regado de la bondad del ser humano según nos cuentan, además de lo bella y maravillosa que es el alma humana que todo lo puede, del camino hacia la grandeza y la paz mundial y el amor a los niños y los peluches, a la vecina del quinto, y de la necesidad del perdón universal, acurrucados con la mantita y la mesa camilla y disfrutando del empalago sin cuento que duerme a las marmotas.

         Pensaba esto porque a mí, que a menudo paseo por las redes sociales para cagarme en el mundo y en más de la mitad de los que lo habitan, me cuesta comprender la magia de escribir unas líneas, o una novela incluso, y a partir de ese momento descubrir el universo bondadoso. Debe de ser que hay plumas o teclados que ejercen un poder transformador de la mirada. Y nos endiña una de esas pedradas que nos deja tuertos y nos vuelve ridículos.

          El mundo, desde mi perspectiva, está lleno hasta las trancas de hijos de puta con balcones a la calle, que transitan junto con las buenas personas a tiempo parcial hacia un destino que nadie conoce. La literatura no consigue sacarme de la realidad más cartesiana por mucho que me mame a media noche con una botella de vino remontado y sabor a vinagre. Y siempre he entendido que el oficio de escritor es el de tener una mirada certera, cruda, árida, y no el de construir alfombras voladoras para la humanidad sobre la que descansar nuestros miedos.

          Yo la terapia de medio pelo y el diván de palabras sudadas se las dejo a los gurús que, del destilado de sus neuronas llenas de Prozac, quieren venderme el bálsamo sanador para la mía. A mí, y me pueden llamar raro si quieren, lo que me sana es una tortilla de papas con cebolla, unos callos con garbanzos y una jarra de cerveza fría. Ayuda la risa floja y el chiste ocurrente del escritor sin éxito que se reconoce en sus zapatos y no me vende los molinos de viento en un campo de amapolas. Y brindar con un buen mollate delante de unos ojos traicioneros. 

            

Sexo, dinero y poder

          Sexo, dinero y poder se suelen considerar las motivaciones a la acción en la historia de la humanidad, desde el principio hasta nuestros días. Usted, que es un lector cultivado pensará: «¡Oiga!, que en la Edad de Piedra no existía el dinero». Y tiene razón, pero ya había quienes tenían bienes materiales que, por exiguos que fueran, constituían una forma de capital susceptible de ser canjeado por otros bienes necesarios a través del trueque.

          Y que decir del sexo y el poder. Es cierto que el sexo, como es natural, forma parte consustancial de la existencia humana por razones obvias. También ha movido pasiones espurias y traiciones. Se ha usado como arma por las mujeres y, sobre todo, contra las mujeres. El cuerpo de las mujeres como objeto usado para el abuso sexual y la violación es una constante en los conflictos armados de todas las épocas. Con frecuencia el poder se utiliza en las sociedades modernas para coaccionar y conseguir de la mujer favores sexuales ante amenazas explícitas o enmascaradas.

          También son el sexo, el dinero y el poder tres ingredientes habituales en la historia de la literatura, a menudo combinados con los momentos históricos de un pueblo: rebeliones, dictaduras, colonización etc. Como se nos cuenta en el caso de la novela «El emperador del hambre», de mi amigo y colega el escritor argentino Aldo Ares, publicada por Elvo editorial. Y que tendremos la oportunidad de comentar en La Casa del libro de Sevilla, el próximo 27 de septiembre.

          Un relato de la historia reciente de Guinea-Bisáu trufado de estas tres características en grado excelso, casi como únicas motivaciones suficientes para toda las de iniquidades: asesinatos, traiciones, corrupción y toda la lista de bajezas humanas. Una novela, sin embargo, que enseña la parte buena del ser humano y, por ello entiendo, la necesaria contención para convivir y gestionar los tres demonios: sexo, dinero y poder. 

El duende de la letras

          Escuchaba cosas muy interesantes en una larga entrevista a Francesc Miralles acerca del acierto o no, a la hora de elegir un tema para escribir. Se refería sobre todo a novela, ya que en la no ficción quizá sea más fácil centrar el asunto porque hay todo tipo de gustos y disciplinas sobre las que escribir, además de los clásicos de autoayuda. Francesc fue el descubridor de la afamada novela La catedral del mar de Ildefonso Falcones. La primera novela del autor, que llegó a vender un millón de copias apenas tras el lanzamiento.

          El manuscrito fue rechazado por todas las editoriales, lo habitual es que además lo hicieran probablemente sin leerlo, el autor confiesa que pasó por más de veinte editoriales siendo ninguneado o, simplemente ignorado, en todas ellas (nos pasa a todos los escritores). Las imagino ahora tirándose de los pelos. Solo la casualidad hizo que cayera en manos de Francesc cuando revisaba manuscritos para la agencia Sandra Bruna y que, gracias a su empeño, consiguiera que se le prestara atención.

          Confiesa este mentor de escritores y autor de éxito, que la cuestión del tema es de lo más complicado. Es casi como una lotería con excepciones: las corrientes o tendencias sobre las que todo el mundo escribe y escribe además lo mismo con ligeras variaciones y distintos nombres de personajes. Llenan hasta el techo las librerías con decenas de títulos similares que duran apenas una semana en las estanterías y desaparecen. La mayoría no llega a vender mil ejemplares, pero el negocio editorial está así. Son papel de usar y tirar.

          De Prada en otra entrevista también se refiere a este vuelco extraño del mundo literario y editorial. Y esboza no sin cierto tono punzante las cuatro o cinco cosas que debe tener una novela para que te la publiquen, incluso con el entusiasmo becario de la editorial que te augurará un exitazo mundial. Cosa que, obviamente, luego no ocurre. Lo que si pasa es que termina siendo una más hablando otra vez de lo mismo, y a poco que tengas mala suerte llegará a la calle repleta de faltas de ortografía, con erratas y algún que otro detalle chusco.

          La historia de Ildefonso confiesa Francesc no tiene explicación, al menos él no la encuentra. Ocurre, simplemente, una vez cada millones de libros y rara vez por no decir casi nunca a un autor novel. Hay bastantes novelas sobre catedrales, sobre la historia de Barcelona y similares, pero ninguna con el tremendo éxito de La catedral del mar. Una historia que por temática bien pudo, como tantas otras, haber quedado para siempre en la papelera del olvido y que, sin embargo, es ya historia de la literatura contemporánea española.