Un millón para el mejor

          

          A finales de los años sesenta un concurso, titulado Un millón para el mejor, sorprendió a los todavía escasos telespectadores en blanco y negro. Más o menos un tercio de la población disponía de la «caja tonta», quizá no tan tonta como ahora, en el conjunto del país. Unos tres millones y medio de receptores que acababan de estrenar el UHF (un segundo canal además de la TVE1). Eran tiempos de rápido crecimiento del medio que, a principios de la década, apenas contaba con unos cuantos cientos de miles de aparatos en las casas españolas.

          El presentador Joaquín Prat conducía aquel programa en el que el objetivo era que el ganador se llevara un millón (de pesetas), que a ojos de todo el mundo significaba una auténtica fortuna. Lo que quizá muchos no conocían entonces, porque no era una cantidad habitual en los ingresos medios de la gente, es que el IRPF a pagar era de alrededor del 40%. Sin embargo, cosa que hoy es diferente, los premios no pagaban impuestos. Se daba por hecho que era algo que le ocurría a muy pocos y que, por lo general, solo una vez en la vida: ¿Para que amargarles el dulce? Si no recuerdo mal fue un tal Montoro del PP el que, ya en este siglo, tuvo la feliz idea de meterle la mordida a la suerte, además de al mérito y al trabajo.

          Me viene a la cabeza ese concurso cada año cuando se falla el premio Planeta de novela. Ahora dotado con la cantidad de un millón de euros para el ganador. Es decir, 166 millones y pico de las antiguas pesetas. Esto nos da una idea de lo que le pasa al dinero en apenas medio siglo. No he hecho los cálculos, pero me da a mí que lo que hoy te puedes comprar con esa suculenta cantidad de euros es más o menos los mismo que con el millón de pesetas de 1968. No estoy seguro, pero no creo que me equivoque mucho. 

          La diferencia fundamental estriba en que el millón de euros es un anticipo por los derechos de autor (y hay que vender como poco 500.000 ejemplares para que salgan los números). La parte mas «graciosa» es la del ganador, que debe tributar por ese millón de euros alrededor del 50%. Y si, como ocurre a menudo en la profesión de escritor, es un profesional autónomo, tendrá que adelantar otro porcentaje no menor de lo que le quede porque Hacienda, en su infinita sabiduría, estima que volverá a ganar el Planeta, otra vez, el año que viene. 

          Yo creo, y no es por dar ideas, que a la gala de los Planeta y similares deberían asistir los ministros y consejeros de Hacienda. Engalanados para tan señalada ocasión con sus trajes caros y complementos de lujo. Beberse el champán y atiborrarse de canapés hasta el hartazgo y la diarrea y, luego, subir al escenario con la media papa y la sonrisa bobalicona a recoger el cheque. Total, el 75% de los billetes se los llevan ellos, que ni siquiera leen. 

Escribir con pluma

          Escribir con pluma, estilográfica me refiero, se ha convertido en poco menos que una extravagancia o una frikada en el lenguaje de los más modernos. De hecho, utilizar un instrumento vertical de unos quince centímetros con tinta o cualquier otro líquido, también parece una costumbre llamada a desaparecer. Algo propio de simios adaptados que, después de dominar el palito para extraer hormigas de los troncos de los árboles, ahora lo usan para emborronar páginas con sus aventuras y desventuras.

          El mundo digital, en parte, se ha llevado muchas cosas por delante: la compresión lectora, el uso correcto del lenguaje (en mi caso el español), en buena medida el amor por los libros y las bibliotecas y, sobre todo, el tiempo de reflexión que se necesita para decir o escribir algo con sentido. Hoy, es al contrario, el zasca (en mis tiempos la colleja) más celebrado es el más inmediato. De hecho, una respuesta digital que tarde más de treinta segundos queda en el limbo de lo olvidado. En ese medio minuto miles de mensajes anodinos han inundado la red sepultándose unos a otros en una especie de orgía zombie.

          En la Feria del Libro de Madrid del pasado mes de junio, una madre se acercó al puesto donde estaba firmando mi novela La novia del papa se desnuda. Me encontraba en ese momento dedicando un ejemplar a un lector cuando la escuché decir a su hijo de no más de siete u ocho años: «¡Mira! Eso que usa para escribir es una pluma». Se pueden imaginar, o quizá no, mi sorpresa ante el instructivo comentario. Supongo también el pasmo del chaval, al comprobar que  algunos escritores lejos de usar espadas láser y super poderes para comunicarse, usamos un instrumento descendiente del pelaje de los gansos. 

          La estilográfica no es, en eso estoy de acuerdo, el instrumento más cómodo y funcional para el uso diario de quien tiene que escribir sobre papel. Hay miles de soluciones desde el simple boli a los sofisticados sistemas de geles y otros compuestos. Lo importante no es tanto con qué se escribe sino qué y cómo se escribe. No obstante, el placer que experimento usando la pluma en el momento adecuado no lo consigo de ninguna otra manera.

          Para mí escribir a mano es como destilar ideas. Hay tiempo para que fluyan desde las neuronas a través de mi cuerpo hasta la mano, un espacio necesario para que se articulen de manera comprensiva las palabras que convierten lo pensado en un mensaje con intención de ser comprensible. Algo cada vez más complicado, porque me resisto a usar la pluma para escribir cosas como pk en vez de por qué, o simplemente K en ves de Qué. ¿K le vamos a hacer?   

    

La forma de contar historias

          La forma de contar historias a lo largo de los siglos, desde que el Homo sapiens tiene capacidad para comunicarse, ha ido cambiando. Desde las pinturas rupestres hasta hoy nuestra especie se ha caracterizado, entre otras cosas, por la necesidad de dejar testimonio de su paso por la vida en este planeta y la habilidad para hacerlo. Es un recurso ultima ratio para alcanzar una inmortalidad que el ser humano sabe inalcanzable. 

          Una de las formas tradicionales de contar historias ha sido, y sigue siendo, la forma oral. El escritor Juan Goytisolo quedó atrapado en el tiempo en la plaza de  Jemaa El Fna en Marrakech, donde semanalmente se dan cita gentes de todos los pueblos de alrededor para asuntos de mercaderías. Una plaza junto a la mezquita Koutoubia llena de historias que eran narradas por adivinos, curanderos, encantadores de serpientes o artesanos. Poetas callejeros, músicos bereberes, comerciantes y bailarines gnawis convertían cada noche la palabra en la herramienta para transmitir la cultura local.

Un día en la plaza Jemaa El Fna - Blue Sea Hotels & Resorts

          No cabe duda de que la forma de contar historias vivió una revolución en 1440, cuando un tal Johannes Gutenberg tuvo la genial ocurrencia de inventar la imprenta. Gracias a ello se popularizaron los libros durante los siguientes cinco siglos, hasta llegar a niveles como los actuales, inimaginables por entonces. Libros llenos de todo tipo de historias reales o ficticias, que proyectan una visión del mundo particularizada y a menudo errante en busca de destinatario. Hoy, la tecnología digital absorbe no solo el canal de transmisión de historias en gran medida, sino que, además, ofrece una variedad de productos alternativos de proporciones mareantes.

          Esta semana, uno de esos contactos que llamamos «amigos» en una conocida red social me preguntó que si la novela –La novia del papa se desnuda– la había escrito yo, porque le gustaría leerla. Le dije que sí y que estaba disponible en Amazon por poco más de 3 euros en versión digital. Pero su respuesta fue que no sabía que tenía que pagar por leerla. Ortega y Gasset en su ensayo –Ideas sobre la novela– escribió en 1925: «Creo que el género de la novela, si no está irremediablemente agotado, se halla, de cierto, en su período último y padece una tal penuria de temas posibles, que el escritor necesita compensarla con una exquisita calidad… »

          Acaba de terminar la Feria del Libro de Madrid, que ha sido un evento maravilloso del mundo de las letras para los lectores; escritores; editoriales; prensa y libreros, en definitiva, para toda la industria. Y donde cualquier persona ha tenido a su alcance miles y miles de historias contadas y escritas. Todos los escritores tenemos la obligación moral, por así decirlo, de intentar ser muy inventivos en nuestros relatos o seguir el consejo de Ortega y, si es posible, las dos cosas.