Una generación aturdida

          A la mayoría de las personas les gusta la ficción, a mí también. Recuerdo épocas de mi vida en las que llegaba a agotar los estrenos disponibles en las carteleras de cine. Bien es cierto, que por entonces la oferta de ocio era mucho menor que hoy en día. Además, desde hace bastantes años, suelo tener varios libros en la mesita de noche y los voy alternando en la lectura, según me coja el cuerpo y el ánimo al final de cada día al acostarme.

          El cine, los libros, las creaciones artísticas nos han mostrado personajes de todo tipo. No sé si demasiados, pero comienzo a sospechar que tantos como para aturdir a una generación sobre expuesta a estímulos y criada en el exceso y la ausencia de control. Recuerdo una visita a un hotel de lujo de Madrid en el que dos pequeños energúmenos de apenas cinco o seis años saltaban sobre un sofá con los zapatos puestos. La tela del mobiliario pronto se llenó de restos de barro y manchas de chocolate. Nadie, ni el personal del hotel ni un padre tontolaba que les pedía por favor que parasen, consiguieron detenerlos hasta que les dio la gana de bajar al suelo motu propio. El sofá quedó hecho una mierda entre risas de las dos crías de kale borroka. 

          Es una generación víctima de la estupidez educativa. De esos desaprensivos que convencieron a políticos y otras especies de desecho de que lo correcto era dejarles hacer: sin límites. Que lo saludable pasaba por observarles mientras enloquecían quemando contenedores ya de adolescentes, o volvían con 15 años a casa hasta las cejas de alcohol, de rayas o de pastillas y, por supuesto, no molestarlos al día siguiente hasta que les pareciera bien levantarse a mesa puesta. Lo ideal, vamos, para educar a toda una caterva de ninis.

          Hoy vemos a algunos de ellos dando sus primeros pasos en la política. La savia nueva que dicen quienes les dan la oportunidad de estrenarse como loros o majaretas de tres al cuarto. Lo cierto es que lo más desalentador para una sociedad es ver la rápida maestría con la que aprenden valores como la desfachatez, la poca vergüenza, la capacidad de mentir sin inmutarse delante de las cámaras, de manipular o de rufianear desde un atril como si se tratase de la barra de un burdel.

          Pensaba esto porque quizá la culpa es de los escritores y creadores de ficción. Esa gente ha creado personajes imaginarios a los que han dotado de maldad sin cuento, de estupidez y villanía y, algunos también, con valores sanos y más elevados pero, por alguna razón ignota esos interesan bastante menos a esta generación aturdida por tantas posibilidades de vivir de la vileza y la servidumbre.   

Me gusta la fruta

          Lo dijera o no Nicolás Maquiavelo, el fin no siempre debería justificar los medios. Los criterios absolutos son peligrosos de nacimiento, como los sujetos que los ponen en práctica. La gente sensata valora los riesgos y las posibles consecuencias de sus acciones porque, por suerte, no nos regimos por la ley de la selva. Esta regla tan sencilla no aplica en algunas mentes, a la luz de lo visto y oído esta semana en este país.

          Uno de los dislates más frecuentes es que nuestra casta política puede hacer las leyes que quiera porque es la voluntad del pueblo: una aseveración tan falsa como un euro de madera. Lo hemos visto en la Historia del siglo xx. Adolf Hitler ganó las elecciones democráticas en Alemania en 1933 y llegó al poder. Una de sus premisas fue «haremos las leyes que necesitemos», y dicho y hecho. En 1935 se aprobaron las leyes raciales de Nuremberg, destinadas al exterminio de la raza judía. Hoy, según muchos tertulianos de la tele bienpagá, aquella decisión de los nacionalsocialistas sería legítima y ajustada a Derecho.

          Que haya cabezas poco equilibradas e irrecuperables no quiere decir que como sociedad tengamos que seguir los delirios de un desequilibrado. La democracia se basa en los contrapoderes, precisamente para que no se repita la Historia del siglo xx. No hay nada que incomode más al déspota y al autócrata que la división de poderes: Motesquieu versus Maquiavelo. Lo venimos observando en tantos países en Latinoamérica que resulta sorprendente la ceguera patria y el advenimiento de masas confundidas.

          Cuando oyes a personas cultas que se proclaman demócratas decir barbaridades como: «cualquier cosa antes de que nos gobierne esa otra gente», enseguida descubres su verdadera forma de pensar. Lejos de ser demócratas son sectarios y radicales, no reconocen al otro ni admiten opciones. Se arrogan el poder hacer leyes para prohibir partidos, encarcelar opositores, cerrar medios de comunicación o que se yo, ya puestos a enloquecer, hacen legal el robar y perdonarse ellos mismos los delitos y aprobarlo en el Parlamento.

          Vienen tiempos oscuros y difíciles cargados de insanos atracones de los atracadores más hambrientos. No hemos querido verlo a pesar de que todas las alarmas saltaron hace años. Ahora es tarde. Ya no necesitan esconderse porque, según esos supuestos demócratas, la voluntad del pueblo es que tienen derecho a pegarse una orgía a costa de media España con tal de que el Joker siga riéndose de todos nosotros. Yo, mientras aguardo la que se nos viene encima, aprovecho y me cuido tanto como puedo. Suerte que a mí me gusta la fruta.     

El violinista del Titanic

          A lo largo de los años he conocido gente con un bucle sobre los hombros. Lo normal es llevar una cabeza más o menos amueblada, ya sea con cabello o afeitada como la mía. Se pueden ver tocadas con sombreros y pamelas para adornar o incluso, como dice el comandante Lara, cabezas colocadas para impedir que el agua de lluvia entre por el cuello. Lo que ya no está tan claro es lo que cada cual lleva en el interior de esta parte alta del cuerpo.

          Yo tenía un profesor en el instituto que nos conminaba a no dejar el cerebro en el perchero antes de entrar en clase. Un consejo, no obstante, que algunos vehementes se negaban a seguir. La comodidad de dejarse llevar sin necesidad de usar materia gris parecía ser el motivo de esa perseverancia. Eran, por lo general, los que aseguraban a final de curso el estar maldecidos por la mala suerte o padecer la antipatía y la ojeriza de los profesores. La costumbre o la comodidad de la pereza siempre les acababa dando disgustos.

          Pensaba en ello esta semana después de ver una secuencia divertida en un programa de televisión. Una concursante de unos veintitantos años se enfrentaba a una pregunta que en 30 segundos debía responder partiendo de una palabra a medio terminar. La pregunta era: «¿En qué año confirmó la NASA la primera caminata espacial de solo mujeres? Y en pantalla aparecían 4 espacios para la respuesta, 2 de ellos ya rellenos con números, así: – – 1 9. La concursante, que puede responder todas las veces que quiera hasta acertar, comenzó a decir: 1919 (respuesta del presentador: no), 1819 (no), 1719 (no) y así agotó el tiempo disponible. La última fecha que dio fue 1219. Usted imaginará el pasmo y el cachondeo del conductor del programa y del público presente, para sorpresa de la concursante que seguía sin entender cómo podía no haber acertado. Quizá sospechando que aquello debió ocurrir en tiempos del Imperio Romano y no tuvo ocasión de bajar más siglos.

https://es.euronews.com/2019/03/20/nasa-confirma-la-primera-caminata-espacial-de-solo-mujeres-de-la-historia

          La forma mecánica de responder tiene una explicación. Quien ha visto ese programa sabe que es frecuente intentar acertar una fecha que no se conoce. A esta persona no le hizo falta pensar si tiene lógica que Julio César cambie la cuadriga y el látigo por la nave espacial y el joystick, eso es lo de menos. Ya se sabe que cuando el tonto coge el camino, el camino se acaba y el tonto sigue adelante (o la tonta). Hemos olvidado la sana costumbre de pensar con lógica, de analizar la realidad delante de nuestros ojos y formarnos un criterio coherente.

          Pocas esperanzas puedo dar para una sociedad con cerebros en bucle, que le vamos a hacer. Hoy en día lo más habitual es encontrarse con quien niega las propiedades del fuego mientras se quema vivo, o atribuye la chamusquina a las cosas de la edad o a un defecto de la ropa que lleva puesta que parece que arde. Nos encanta inventar paranoias para negar la evidencia de nuestro declive. Recuerdo la secuencia primero del Titanic zozobrando mientras los músicos acompasaban el hundimiento y, poco después, de la fractura del coloso tragado por las negras aguas del Atlántico. Mi conclusión, como se pueden imaginar, es que la culpa de lo que nos pasa no es del flautista de Hamelin, sino del violinista del Titanic. 

La intolerancia del tolerante

         Pocas personas he conocido en mi vida más radicales e intolerantes que algunos defensores de la tolerancia. Me ocurre algo parecido con muchos defensores de la libertad de expresión, el buen rollito, los «toremundoegueno» y especies asimiladas. Decía Fidel Castro que quería tanto a los cubanos que por ese motivo no los dejaba abandonar el paraíso del que disfrutaban. Cosa perecida viene ocurriendo en lugares donde la población es tan amada por sus dirigentes que no pueden dar un paso sin permiso.

          La intolerancia del tolerante suele estar oculta bajo un manto de sonrisas y buen rollito. Opera de forma sibilina, mientras mapea mentalmente y cataloga a quienes intuye que no son muy de rebaño. Entonces, el tolerante siente la incómoda sensación de que su protagonismo bien pensante podría hacer aguas por alguna de las muchas fisuras habituales. Porque la intolerancia del tolerante es como unos de esos perritos chihuahuas que algunas señoras llevan en el bolso, dispuestos a asomar la cabeza a la primera de cambio y emitir un par de ladridos estridentes y extemporáneos.

          Son fáciles de distinguir en cualquier ambiente. Siempre tienen algo que decir sobre cualquier tema y, sobre todo, disponen a mano de una recopilación de mensajes de autoayuda de contraportadas de libro de algún hindú sabelotodo. Son esas frases que sueltan como una sentencia incontestable, un dogma que solo los no iniciados ignoramos, y por eso necesitamos ser alumbrados.

          Usted, estimado lector, quizá haya coincidido, o incluso padecido, a algunos de estos adalides de lo correcto. Poseedores del catálogo de valores y principios que toda sociedad que se precie debe asumir como propios. Es gente poco dada a la controversia: por ejemplo, si lo que toca es asumir que la luna es cuadrada y color verde oliva, mal recibida será su opinión si lo que pretende decir es que suele ser blanca y redonda.

          La intolerancia del tolerante no concibe que nadie baraje las cartas, reparta juego, coja el micrófono y diga algo, asome las orejas, enseñe la patita, salude al respetable, sonría a la chica guapa, cuente un chiste o, no digamos ya, reste un atisbo de brillo a su enfermiza necesidad de protagonismo. En esos casos, es cuando más fácil resulta comprobar la impostura de una tolerancia de pose que es la más habitual en nuestros días.       

Dolorosa certeza

          Olvidamos con frecuencia la dolorosa certeza de que somos seres humanos. Acostumbrados como estamos a escuchar desde que nacemos, y creer de mayores, que esa casualidad es una maravilla incontestable. No cabe duda de que, al menos a priori, es mejor pertenecer a la especie humana que ser un roedor o un reptil. Lo que no es óbice para que haya humanos que se comporten como ratas o se arrastren como serpientes. Paradójico resulta que ninguna de esas criaturas se comporte jamás como una persona, por algo será.

          La evolución de nuestro cerebro nos faculta de habilidades para prevalecer como especie dominante, al menos de momento, al precio nada barato de exterminarnos de forma constante e inmisericorde desde que aparecimos sobre la Tierra, hace unos cien mil años. No solo nos liquidamos a nosotros mismos, sino al resto de la fauna animal y vegetal y, cada vez más, al propio planeta en el que vivimos. Destruimos por encima de nuestras posibilidades, y nos llamamos a nosotros mismos individuos civilizados.

          El humano nada tiene que envidiar al comportamiento de un virus cualquiera, por ejemplo el Corona o similar. No en vano, somos un conglomerado de virus y bacterias envueltos en cuero y dotados de un centro de mando gelatinoso encima de los hombros. Un mando cuyo timón, con frecuencia, lo maneja un mono borracho o una orangutana hasta las trancas de maría. ¿Qué puede salir mal?

          Pensaba esto porque esta semana ha empezado otra guerra en Oriente Medio. Entre esos que tanto proclaman su amor por Dios. Decía Iván Karamazov: «Si Dios no existe, todo está permitido». Dostoyevski intuyó una de nuestras humanas debilidades y la señaló en la genial obra «Los hermanos Karamazov»: hacer lo contrario de lo proclamado. Luchar, matar y morir en nombre de aquello en lo que no creemos. Quizá sea esa  certeza dolorosa la que lleva al humano a comportarse peor que una alimaña contra sus propios congéneres. La desesperación que produce la conciencia del ser.

          Hemos tenido cien milenios para aprender a convivir y acostumbrarnos a nosotros mismos, sin éxito. Es difícil perseverar durante tanto tiempo en el error. Tan difícil, que quizá no sea un error sino la constatación de un hecho que ya resulta irrefutable. Una dolorosa certeza: el ser humano no es lo que los bien pensantes y parlantes nos cuentan, sino lo que nuestros ojos horrorizados ven cada día. Lo que la especie humana se hace así misma y a todo lo que la rodea. Eso es lo que nos describe y nos define.   

En interés propio

          Nada hay más común y lógico que actuar en interés propio. Pero nada hay más perjudicial, peligroso y falsario que priorizarlo cuando se debe defender el interés colectivo. Rara vez el interés propio tiene un encaje perfecto con las necesidades del grupo; de ahí que el ejercicio de la representatividad requiera de unas cualidades humanas muy especificas: grandeza de miras, sinceridad, generosidad, empatía y, sobre todo, ausencia de egoísmo y egocentrismo. Cualidades, todas ellas, ausentes en el perfil personal del sátrapa y de sus beneficiarios.

          Lo que sí resulta factible es la adaptación de todos los atributos personales con tal de conseguir lo que más interesa en cada momento. Por ejemplo: dinero, posición, o statu quo. Esto es propio del comportamiento de las sectas y de la sociopatía. Solo importa el fin, los medios son lo de menos. En esa filosofía hay cuestiones relevantes que carecen de valor: la verdad, la palabra comprometida, la dignidad, el interés del colectivo o la vergüenza torera, que desparecen y se hacen invisibles. En ese estado de cosas es posible decir mirando a la luna: es blanca y redonda, y pasado un rato asegurar que es verde oliva y cuadrada. La realidad es la que el jefe de la banda diga en cada momento en interés propio.

          El ejercicio de mando en un Estado iliberal como forma de gobierno despótica requiere de algún sistema de defensa en el que apoyarse. Hoy, el dictadorzuelo moderno usa los medios de comunicación pagados por el pueblo. El periodismo actual, al menos en España, está tan prostituido que da pena pensar en ellos: vasallos sometidos por hambre a vivir de la falsedad y la ignominia. Gente que debe sentir una profunda tristeza de ánimo al mirarse por las mañanas al espejo. No les envidio. Bastante tienen con defender hoy lo contrario que defendieron ayer, y saber que es distinto de lo que dirán mañana si quieren seguir comiendo caliente. Cuando el amo les ordena: ¡salta!, a ellos solo solo se les permite una respuesta ¿hasta dónde? El dinero público, en esa situación, exige servidumbres vergonzantes para quien tiene vergüenza.

          Nos hemos acostumbrado a la irrealidad como nos acostumbraremos a un gobierno iliberal, traidor y que actúa solo en interés propio. Sin embargo, no debemos perder la memoria. Una sociedad mansa que acepta ese camino es una sociedad a la que se puede esclavizar. No como en la época colonialista, no hacen falta látigos, al menos al principio. No será que no hay ejemplos en Latinoamérica. No será que no vemos el desastre de Argentina, no será que no vemos el hambre en Venezuela, no será que no vemos a sus criminales compinches tomando instituciones y dinero público en España. Al menos, que nadie tenga la tentación de decir aquello de que no podía saberse cuando el desastre sea del todo inevitable.  

 

A destajo

En Occidente no somos tan productivos como en Oriente. Allí curran a destajo, en esa tierra lejana que cuando pequeños nos señalaban en el mapa de colores como Sol Naciente. Recuerden ese hospital para mil camas que lograron construir y poner en marcha en diez días en la ciudad de Wuhan en marzo de 2020. Se dijo entonces, que en España habríamos empleado de dos a tres años. Me río yo de los profesionales de los pronósticos patrios.

Aquel domingo 1 de marzo los chinos pusieron la primera piedra para la que se venía encima. Y el miércoles de la semana siguiente allí estaba: magia. La mole con su equipamiento y sus 1400 médicos en orden de batalla. Aquí, mientras tanto, la Yoli y sus alegres comunistas planchaban el fular para la manifa del «hermana yo si te creo», mientras el corona se nos metía en las residencias de ancianos hasta los tuétanos. Sabían lo que iba a ocurrir, pero hicieron oídos sordos, quizá contando con que el macho alfa del gobierno lo solucionaría. Un poco caro, unas 625 vidas por cada hora perdida de esos diez días sin que nadie les haya puesto el lazo al cuello a los responsables. Al contrario.

Pensaba esto no porque a mí me guste el modo productivo de los chinos, que es el de semi esclavitud. Sino por la diferencia entre lo que pueden hacer en caso de necesidad, y nuestra forma de entender la vida. Tiene lógica, estamos en las antípodas, o como decía con acierto Luis Tosar en Los lunes al sol: «las anti-podas, lo contrario. Allí hay curro, aquí no». Aquí el tonto Simón dijo que tendríamos tres o cuatro casos y se nos diezmó la población; allí que tenían el foco de la infección solo palmaron tres o cuatro despistados: anti-podas, lo contrario. 

Entre mi pueblo y el de al lado hay una distancia de alrededor de doscientos metros en linea recta. La buena noticia es que desde la pandemia están construyendo un carril bici. Obviamente, se trata de algo mucho más complejo que un hospital de mil camas, de los que además, nosotros ya tenemos muchos. Cada mañana desde lo de Wuhan, una cuadrilla de unos veinte trabajadores se aplica en remover la arena de un lado para otro —aún no hemos llegado a la fase de alquitranado bermejo—, usando incluso maquinaria pesada, mientras un capataz con un gorro de paja y gafas de sol dirige las maniobras como un director de orquesta. Son, por así decirlo, parte del paisaje. Como esos portales de Belén que se conservan durante todo el año en algunas iglesias, con figuritas que se mueven, y pastorcillos que ordeñan la vaca.

Nuestra forma de entender el trabajo con dinero público es más continua y sosegada, más segura en el tiempo. Si hay que hacer un carril bici se hace bien. Se utilizan los recursos que sean necesarios en hombres (no hay ninguna mujer allí dándole al azadón), y así se crean medio centenar de puestos de trabajo con contrato fijo y, sobre todo, discontinuo. De ese modo baja el paro. Además, se planifica un carrusel de brainstorming en el bar de la esquina para analizar la evolución; un tiempo que redunda en la productividad de las fábricas de cerveza y que favorece el diálogo social con los productores de aceitunas. Nosotros, por suerte, no somos chinos. Lástima que todavía nos quede en común lo peor de su Historia.

El mes de los sustos

          Septiembre es, tradicionalmente, el mes de los sustos. También es el de la famosa cuesta; la Merced y el veranillo de San Miguel. Pero esos detalles vienen en la segunda quincena, conforme la lengua se nos va llenando de tierra de tanto arrastrarla por el suelo para llegar a fin de mes. 

          El primer susto es el más gordo, y suele llegar el día 1 por la mañana en el cuarto de baño. Allí a solas, como Dios le trajo al mundo a cada cual, pero con bastantes más arrobas de peso repartidas por el cuerpo. La primera sensación es de incredulidad, la segunda de consternación y la tercera de vergüenza ajena. ¿Cómo es posible? ¿Por qué es tan injusto? Pero si solo he bebido 50 litros de cerveza. Y no más de otros 30 o 40 de tinto de verano, pero cortitos de tinto. Además, si no he salido más de cuatro veces por semana de copas. ¿Cómo puedo haber engordado cuatro quilos solo por no ir al gimnasio? En realidad, cuatro quilos novecientos gramos. Con lo que he nadado en la playa… 

          Pensaba esto mientras me trabajaba la máquina de los abdominales, que tiene una posición privilegiada para observar al personal en su particular purgatorio: la congoja de uno al comprobar que la camiseta de mayo le deja al descubierto el ombligo, o a la otra en su pelea con la malla fucsia para que no le corte la circulación sanguínea. Se les reconoce fácilmente, llegan cabizbajos y buscan las máquinas más alejadas o arrinconadas, las que no dan a ningún espejo de esos en los que hace meses se hacían selfies para subir a IG con un leve retoque.

          Otro susto, apenas empezar el mes, es cuando llegan en cascada los recibos y cargos de las tarjetas de crédito. Lo hacen en modo Tsunami de Fukushima, arrastrando los palos de las sombrillas llenos de restos de espinas de sardinas y mariscos, de botellas vacías de Beefeater, y de recortes de chuletones sobre los que surfean restos de piña cansada de tanto baile en la coctelera o la cabeza de algún desdichado bogavante. Una corriente imparable que durante los primeros 4 o 5 días de septiembre se retira dejando la cuenta corriente como una escombrera.

          Pero septiembre es también uno de los meses más bonitos del año, quizá junto con abril, para mi gusto personal. Se van los calores africanos y vuelven las colas en las papelerías: los encargos de los libros, encuadernarlos después, los llantos infantiles, las matriculas de las actividades extras, los atascos y, con un poquito de suerte, la cara de «ya era hora» de la jefa en la oficina. A veces pienso, en lo heroico que es cargar con tanto peso después del verano.    

          

DIMITIR: el apellido ruso de moda.

          Decía Albert Rivera, en su breve paso por la política, que en España la gente cree que DIMITIR es un apellido ruso. Reconozco que la primera vez que lo escuché me hizo gracia, me pareció ingenioso. Sin embargo, era una frase cargada de un dramático realismo. Uno muy especial: hasta qué punto tenemos las instituciones infectadas de inútiles e incapaces mamándose del bote un sueldazo y una vida que no merecen. Tenemos ganapanes gestionando miles de millones de dinero público incapaces de llevar la comunidad de vecinos de su bloque, sobre todo, de hacerlo sin robar al menudeo en connivencia con el fontanero o el pintor de brocha gorda.

          No es de extrañar que tras las elecciones de mayo, anteriores a las sospechosas del 23J, miles de esos ganapanes se mostraran desolados por la pérdida de sus «trabajos». Muchos de ellos y ellas deberían haber dimitido, algunos incluso estar encarcelados. Sin embargo se fueron de rositas, y otros ahí resisten a la espera cada día 28 del dinero de todos los españoles para su provecho. Una vez que se prueba lo fácil que es vivir del cuento no hay cuentas que compensen vivir de otra manera.

          Pensaba esto después de asistir a la indignidad de esta semana de un tipo que de estar embargado pasó, en 5 años, a vivir en un millonario ático junto a la sede del partido de su amigo Pedro Sánchez. Un tipo zafio y grosero que no puede representar al fútbol español, no por el beso, que esa es la torpe jugada de la izquierda sectaria, desatada y radical. Todos hemos visto que fue espontáneo y que la propia jugadora ni le hizo la cobra ni lo rechazó, al contrario, se abrazan y se mantienen mutuamente. El video hay que verlo sin las gafas del sectarismo, si no se ve borroso.

          Esta noticia ha tapado el hecho de que uno de los criminales puestos en la calle por la Ley «Solo sí es sí» y la nefasta gestión del gobierno, ha intentado violar a una mujer en Dos Hermanas, Sevilla. De esto, las sectarias feminazis y el partido de gobierno más nefasto de la democracia no ha dicho nada. Los lacayos televisivos también callados, y la prensa que debe estar metiéndose lo más grande con esta gente a base de servir de indignos mamporreros del discurso oficial.

          Nos estamos convirtiendo en una sociedad de mierda. Hay otras en países hermanos, y casualmente son sociedades de mierda donde gobiernan los zapateristas y narcotraficantes. Aquí la lacra del comunismo chulea y se enriquece como allí, caiga quien caiga y sin asumir, bajo ningún concepto ninguna responsabilidad. Si hay que montar follón que sea por un pico para desviar la atención de que estamos descuartizando España y vendiéndola a cachitos.

          Esta semana hemos sabido que la hija del infame Hugo Chávez, que en el infierno esté, vive en USA. Tierra de Satanás y olor a azufre según su difunto padre. Y que argumenta que sus cuatro mil millones de dólares de fortuna los hizo vendiendo AVON (cremas y pintalabios), casa por casa. Lo dice por una razón muy sencilla, porque este comunismo que se extiende como una pandemia ha aprendido que, además de ser narcos, ladrones, golpistas o terroristas, también se pueden reír en la puta cara de la gente sin que nadie les ponga una soga al cuello y los cuelgue de un palo en la Plaza Mayor, de momento. Pero empeño le están poniendo todo el que pueden. 

Estas son mis tetas

          No dejes que tu teta izquierda sepa lo que hace la derecha. Ya sé que la celebre frase del Evangelio según San Mateo se refiere a las manos y no a las ubres de ningún animal mamífero, pero a lo que vengo da lo mismo. El significado bíblico es que las buenas obras hay que hacerlas sin ánimo de reclamar luego lealtad o sometimiento. O en estos tiempos que corren, sin pedir además el voto, la concesión a dedo o la subvención cuando toque.

          A mí me ha sorprendido mucho el concierto de Amaral en Teherán. Un país en el que la libertad de la mujer está cercenada, la discriminación es brutal y la vida femenina tiene como eje la anulación de su rol en la sociedad. Mucho les queda por pelear allí para alcanzar lo conseguido en España: que no haya un solo derecho que tengan los hombres que no lo tengan también las mujeres, entre otras cosas, porque aquí es ilegal e inconstitucional. Me parece bien que se apoye la causa de las mujeres que viven sin libertad y bajo la opresión de la República iraní. 

          Enseñar las tetas, y no me pregunten por qué, también ha sido habitualmente una forma de hacerse notar. No sé, me vienen a la memoria las de Marta Sánchez en el Interviú (lo menciono en la novela La novia del papa se desnuda), la de Janet Jackson en el escenario ¿A quién se le ocurre algo así? Creo que a Justin Timberlake, o más recientemente las de Rita Maestre en Nigeria en una capilla de Boko Haram. Allí las niñas son violadas y esclavizadas y esta valiente feminista, ahora más con pinta de monja católica, se lanzó a la lucha reivindicativa como debe ser. 

          En nuestro país tenemos la suerte de poder dedicar recursos públicos (impuestos) mil millonarios, para conseguir que no haya violencia machista contra la mujer (estadísticas aparte). Ha sido un gran logro del ministerio más feminista de la Historia, que además, ha conseguido que los violadores estén donde según ellas tienen que estar. Yo si te creo hermana. La lucha debe continuar, hace falta subir los impuestos aún más, y necesitamos que se monte siquiera una asociación que nos recuerde lo bien que lo hacemos. Alguna peli por lo menos que nos hable de lo machista que es Pepe o Paco, y nos recuerde la necesidad de integrar a Mohamed con sus costumbres avanzadas de libertad con las mujeres.

          Pensaba esto porque esta semana nos ha deslumbrado una artista cincuentona con su naturaleza al aire, para recordarnos la suerte que tenemos en España de tener quien nos enseñe la teta izquierda sin que la derecha lo sepa o mire para otro lado con tanto meneo. Sin esperar nada a cambio: ni publicidad, ni tendencias en redes ni que yo, por ejemplo, que nunca me han gustado sus tetas, escriba este comentario.