Sevilla y el rey negro

          Hasta donde la memoria me alcanza la tarde del 5 de enero era el preludio de la noche mágica del año. El anticipo de unos hechos prodigiosos que, al amanecer, iban a colmar de felicidad las ilusiones infantiles de los más pequeños de las familias. Allá por la década de los años sesenta y setenta del siglo pasado, en mi querida Sevilla, la magia no era un conejo blanco sacado de una chistera, sino un vaso de leche medio vacío y unas migajas de galletas en un plato. Evidencias incontestables del paso efímero de los Magos de Oriente por el punto de avituallamiento en el que cada casa se convertía esa madrugada insomne, y en el que además, Los Reyes dejaban las peticiones hechas semanas antes a base de letras atropelladas a lápiz, torcidas y emborronadas a medias por dedos manchados de pan con chocolate.     

          Contar aquellas experiencias a las nuevas generaciones es tarea ardua porque requiere imaginar un mundo pretérito que, a pesar de no estar a años luz, tiene desde la mirada de hoy una apariencia prehistórica. Imaginar una vida desconectada, o el mundo antes de la aparición de internet es, incluso para quienes lo vivimos, un complicado ejercicio de regresión. Eliminar los ordenadores personales, los teléfonos móviles, las redes sociales y pensar que, por ejemplo China –la Tierra del sol naciente–, no estaba a diez horas de avión; sino a la imposible distancia que nos separaba del Sol. Así era, la vida hace apenas medio siglo.

          El próximo 5 de enero de 2021 será diferente a todos los demás. El Ateneo de Sevilla y el Ayuntamiento de la ciudad han tomado la decisión de suspender el tradicional desfile de las carrozas de la ilusión. Como podrán imaginar, se trata de razones de seguridad debido a la pandemia que padecemos. Hay que ir nada menos que ciento dos años atrás, hasta 1918, para encontrar una pandemia similar y un hecho insólito, pero coincidentes en el tiempo.

          La pandemia fue la gripe, conocida por razones que no vienen a cuento explicar aquí como la española de 1918. Nada menos que cincuenta millones de personas perdieron la vida en aquel mundo desconectado de satélites y de redes virtuales pero por el que el virus no encontró barreras para viajar. Fue una devastadora experiencia y un aviso de que, ahora quizá entendemos mejor, las cosas pueden cambiar muy rápidamente.  

          Ese año de 1918 fue el primero que la Cabalgata de Reyes Magos desfiló por Sevilla, desafiando al destino con canastas de caramelos para los niños. España no había sufrido los horrores de la recién acabada I Guerra Mundial, pero nos colgaron el Sambenito de la gripe que mató a más personas que el propio conflicto bélico. Aquel año, un botones del Salón Llorens, Antoñito de Santo Domingo, se convirtió en el primer rey negro, Baltasar. Desde entonces, generaciones de niños y niñas tomamos con especial simpatía a ese miembro caribeño del trío de Oriente. Y circulaba la leyenda de que era el más generoso, el que más caramelos repartía y el que siempre entregaba los juguetes que se pedían.

          Era como una consigna mágica: «¿tú a quien le has escrito la carta?» Y la respuesta más habitual era: «al rey negro, a Baltasar.»

          Ignoro si para el próximo año ya estaban designados los nombres de quienes tendrían el cometido de llenar las calles de Sevilla de ilusiones infantiles, de regalos y caramelos, en una de las tradiciones más entrañables que tiene la ciudad. En cualquier caso, el próximo 5 de enero, los padres y madres de miles de niños tendrán que improvisar una buena historia que logre suplir el mágico desfile en el corazón de los más pequeños y, preservar así, la ilusión de ese día. 

          

Calle del Desengaño, 21

A los aficionados a las comedias televisivas les sonará la dirección. Fue entre los años 2003 y 2006 cuando se emitieron las cinco temporadas de «Aquí no hay quién viva» de Atresmedia, que llegó a tener cuotas de pantalla propias de una final de la Champions League. El guión reunía lo necesario para convertir cada capítulo en una metáfora patria de lo que somos, es decir, un retrato social. Era ver al presidente de la comunidad –un tal Juan Cuesta–, interpretado por José Luís Gil Sanz, y acordarme de media docena de individuos reales con nombres y apellidos. 

Han pasado casi quince años, que se dice pronto, y hoy según algunos en España hay una pandemia provocada por un virus que asola el mundo y todo lo que existe entre nosotros y las antípodas. Opinan otros, que el virus es un bicho fake, un invento para atolondrar las cabezas de la gente. Y aún hay una tercera vía conspiranoica, o no, acerca de una novedosa fórmula china para hacer la guerra de forma más moderna y con menos vísceras esparcidas por los verdes prados que históricamente fueron campos de batalla. 

Cualquiera sabe, y quizá debido a la incertidumbre, anda el patio tan revuelto. Con todos los Juanes y Juanas y sus hermanas agarradas como lapas a sus puestos y cargos públicos bien adobados de magros sueldos y prebendas. Como le decía esta semana Albert Rivera a Pablo Motos en El Hormiguero: «Aquí no se va nadie porque la clase política piensa que «dimitir» es un verbo ruso.» Genial. Pero ojalá fuera la única razón. Aquí no se va nadie porque conceptos como: la verdad, la dignidad o la vergüenza han desaparecido en pos de un generalizado y tolerado por todos «dame pan y llámame tonto.» Vivimos instalados en una coherencia en la que cabe agitar las masas pobres desde un restaurante de a 100 euros la visita con vinazo incluido, defender las ocupaciones desde una mansión custodiada por un ejército de guardias civiles, o manejar el número de víctimas de la pandemia como quien juega al mus. Vivimos, en fin, en el más claro exponente del determinismo: un gobierno que todo lo hace bien en un país al que todo le va como el culo. 

¿Qué puede salir mal para acabar con el desastre actual de la pandemia y la crisis económica? No será que no se toman medidas: se va a resucitar el franquismo y a redactar la historia de nuevo, estamos aclarando lo de los piropos y el machismo de las actrices guapas en la pelis, y por si fuera poco, tenemos una ministra en portada en el Vanity Fair que antes era cajera de un super de Vallecas. Y para los golpistas condenados en firme por sedición, el indulto. ¿Qué era aquello que decían los venezolanos mirando a Cuba? ¡Ah!, sí, lo mismo que nosotros mirando a Venezuela: «eso aquí no puede pasar.» 

Recuerdo un presidente de comunidad que sisaba pequeñas cantidades en contubernio con el dueño de la ferretería apañando facturas para llevarse cuatro euros, o empleaba para la limpieza y jardinería a sus primos parados, a la cuñada o una amiguita cuando en verano la mujer se iba de vacaciones. Cuando en una junta de vecinos le pusieron las cartas sobre la mesa montó en cólera, gritó desnortado y presa de la ira pero, sobre todo, lo negaba con ahínco y anunciaba su intención de no usar el famoso verbo ruso. Al desgraciado tuvo que darle un infarto para que aparcara sus batallas y pirateos de pacotilla. Sin embargo, estoy seguro de que renunció pensando que había actuado como lo habría hecho cualquiera, ya fuera de presidente de la comunidad de vecinos, o de presidente de España.     

Apenas un siglo

Ese es el tiempo que ha pasado desde que en 1918 el mundo padeciera su última pandemia global: la conocida como española. Aunque conviene señalar que, en realidad, aún hoy se debate sobre su verdadera nacionalidad o, en términos más epidemiológicos, sobre el epicentro o lugar donde se sitúa al paciente cero de aquel brote de gripe. Hay quien opina que España, siendo un país neutral en la I Guerra Mundial, no censuró la información sobre la enfermedad, mientras que sí lo hicieron la mayoría de los países que participaban en el conflicto bélico. Y que de ese modo, gracias a la difusión de la carnicería que aquí provocaba el enemigo invisible, se nos acabó atribuyendo la paternidad de la versión del bicho N1H1 que liquidó por su cuenta a unos cuarenta millones de seres humanos en todo el planeta. Mientras, y por ilógico que pueda parecer, los que lograban sortear el exterminio vírico apoyaban la iniciativa biológica a base de cañonazos o ensartando con la bayoneta a todo hijo de vecino. En una especie de locura exterminadora que nos viene escrita en el código genético. 

A pesar de que hace apenas cien años el mundo era mucho más grande que hoy, la muerte voló a golpe de tos y gotículas de esputo a una velocidad de crucero propia de un misil Tomahawk, y la humanidad pagó carísima la inmunidad de rebaño –la biológica–, porque de la estupidez no llegamos a curarnos. Solo un par de décadas más tarde, y una vez repuesto el contingente generacional de carnaza para el frente, nos dimos otra vez al pasatiempo del exterminio mutuo a lo grande. Entonces la naturaleza, siempre sabia, ahorró energías dado que debió parecerle claro que nos sobramos para acabar con la especie sin necesidad de ayuda.

Durante el periodo de descanso que nos hemos tomado desde mediados del siglo XX hasta hoy, hemos buscado nuevas vías de aniquilarnos, sobre todo, jodiendo el planeta. Acabar unos con otros a puñados cada cierto tiempo nos lleva al punto de inicio una y otra vez. Y la solución nuclear no nos parece entretenida, sino al contrario, rápida e indolora y esa no es la forma de proceder que nos gusta. A los humanos nos pone matarnos, pero con alevosía y sin que la muerte triunfe de forma definitiva y se haga el vacío. Somos los depositarios de la caja donde el gato de Schrödinger nos hace creer que conocemos los secretos de la física de lo imposible. Y nos engañamos a nosotros mismos con la ensoñación de que es posible consumir varios planetas aunque solo disponemos de uno. Quizá por eso, cada cierto tiempo, apenas un siglo, a la naturaleza se le inflan las pelotas y nos lo hace saber a un precio cada vez más caro.