A los aficionados a las comedias televisivas les sonará la dirección. Fue entre los años 2003 y 2006 cuando se emitieron las cinco temporadas de «Aquí no hay quién viva» de Atresmedia, que llegó a tener cuotas de pantalla propias de una final de la Champions League. El guión reunía lo necesario para convertir cada capítulo en una metáfora patria de lo que somos, es decir, un retrato social. Era ver al presidente de la comunidad –un tal Juan Cuesta–, interpretado por José Luís Gil Sanz, y acordarme de media docena de individuos reales con nombres y apellidos.
Han pasado casi quince años, que se dice pronto, y hoy según algunos en España hay una pandemia provocada por un virus que asola el mundo y todo lo que existe entre nosotros y las antípodas. Opinan otros, que el virus es un bicho fake, un invento para atolondrar las cabezas de la gente. Y aún hay una tercera vía conspiranoica, o no, acerca de una novedosa fórmula china para hacer la guerra de forma más moderna y con menos vísceras esparcidas por los verdes prados que históricamente fueron campos de batalla.
Cualquiera sabe, y quizá debido a la incertidumbre, anda el patio tan revuelto. Con todos los Juanes y Juanas y sus hermanas agarradas como lapas a sus puestos y cargos públicos bien adobados de magros sueldos y prebendas. Como le decía esta semana Albert Rivera a Pablo Motos en El Hormiguero: «Aquí no se va nadie porque la clase política piensa que «dimitir» es un verbo ruso.» Genial. Pero ojalá fuera la única razón. Aquí no se va nadie porque conceptos como: la verdad, la dignidad o la vergüenza han desaparecido en pos de un generalizado y tolerado por todos «dame pan y llámame tonto.» Vivimos instalados en una coherencia en la que cabe agitar las masas pobres desde un restaurante de a 100 euros la visita con vinazo incluido, defender las ocupaciones desde una mansión custodiada por un ejército de guardias civiles, o manejar el número de víctimas de la pandemia como quien juega al mus. Vivimos, en fin, en el más claro exponente del determinismo: un gobierno que todo lo hace bien en un país al que todo le va como el culo.
¿Qué puede salir mal para acabar con el desastre actual de la pandemia y la crisis económica? No será que no se toman medidas: se va a resucitar el franquismo y a redactar la historia de nuevo, estamos aclarando lo de los piropos y el machismo de las actrices guapas en la pelis, y por si fuera poco, tenemos una ministra en portada en el Vanity Fair que antes era cajera de un super de Vallecas. Y para los golpistas condenados en firme por sedición, el indulto. ¿Qué era aquello que decían los venezolanos mirando a Cuba? ¡Ah!, sí, lo mismo que nosotros mirando a Venezuela: «eso aquí no puede pasar.»
Recuerdo un presidente de comunidad que sisaba pequeñas cantidades en contubernio con el dueño de la ferretería apañando facturas para llevarse cuatro euros, o empleaba para la limpieza y jardinería a sus primos parados, a la cuñada o una amiguita cuando en verano la mujer se iba de vacaciones. Cuando en una junta de vecinos le pusieron las cartas sobre la mesa montó en cólera, gritó desnortado y presa de la ira pero, sobre todo, lo negaba con ahínco y anunciaba su intención de no usar el famoso verbo ruso. Al desgraciado tuvo que darle un infarto para que aparcara sus batallas y pirateos de pacotilla. Sin embargo, estoy seguro de que renunció pensando que había actuado como lo habría hecho cualquiera, ya fuera de presidente de la comunidad de vecinos, o de presidente de España.