El último de la cola

          Mi primer recuerdo de las colas como fenómeno de personas en fila y esperando algo es de 1992. Para mí, antes de esa fecha, las únicas formaciones parecidas que había visto o de las que había formado parte fueron en el servicio militar. Una obligación cumpliendo órdenes de unos tipos que mandaban más que otros. Después de eso, como ya digo, no volví a ver el fenómeno hasta la Expo92 de Sevilla. Por aquel entonces, yo vivía en Madrid en la avenida de Burgos, y aluciné al ver por televisión a tanta gente que pasaba horas al sol para entrar en algún pabellón de cualquier país remoto.

          Desde entonces, no he tenido más remedio que comerme muchas esperas. Fenómeno que ha ido creciendo hasta alcanzar los límites del absurdo. He tenido que soportar de todo: el tipo con olor a zorruno delante mía, la halitosis de la señora de atrás soplándome en la nuca, las conversaciones que en nada me interesaban, algún pisotón o codazo e incluso el intento de colarse de los inevitables listillos de turno. Las colas deberían estar prohibidas por denigrantes e impropias de una sociedad moderna. Sin embargo, vamos a peor.

          Hoy esperar no es un imprevisto o una anécdota, sino la norma para todo. Esperamos hasta por teléfono y, además, porque nos lo dice una grabación después de pastorearnos por el teclado marcando con el dedito lo que nos indica. A mí me pasa, cada vez que llamo a cualquier compañía de servicios, que me siento como el sobrero al que los monosabios conducen a golpe de vara hacia los chiqueros. Una suerte de ganado humano cuyo tiempo no es valioso. Al que se le puede incluso cortar la comunicación después de diez minutos de musiquita enlatada, dejándolo con un palmo de narices.

          Pensaba esto porque he oído en alguna parte que para visitar ciertas ciudades, como Venecia, habrá que avisar con semanas o meses de antelación. Se trata de un sistema que consiste en coger cita, como para ir al dentista, y de que la autoridad competente (o no) diga: puede usted venir el jueves a partir de las cuatro de la tarde y largarse por donde ha venido el viernes a mediodía. Me imagino el descojone de las mafias que manejan a esa pobre gente con destino a los países europeos como Italia. No los veo, la verdad, gestionado en modo: para el miércoles no puede embarcar en el cayuco, hay overbooking en Venecia, o no me quedan entradas para esta semana.

          Un par de años después de la Expo del 92, El último de la fila ya se rebelaba contra las colas y nos cantaba: si tengo ganas de bailar para qué voy a esperar… llévame al cine y a comer un arrocito a Castellón». Poco podía imaginar Manolo García, por aquel entonces, que hoy hasta para comprar las palomitas antes de la película y, no digamos ya, para reservar una mesa, habría que hacerle honor al nombre de su grupo musical.   

 

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