Silencios y memorias

         La Persistencia de la memoria es un conocido cuadro del genial y, no menos excéntrico, Salvador Dalí. En su célebre obra derrite el tiempo y lo desparrama como un engrudo espeso sobre un universo seco de vida, reflejado en uno de los relojes que cuelga de una rama muerta como una piel secándose al sol. Sobre el paisaje yermo los relojes se han agotado, y ya solo marcan unas horas imposibles, aburridos de tanto marcar los destinos de las personas. Yo creo, cada vez que admiro esta genialidad, que Dalí les quitó las pilas para lanzarnos un reto.

          Dice la teoría de la expansión del universo que somos el fruto de una elasticidad infinita. Que nuestro entorno se estira como un chicle que solo Dios es capaz de masticar, y que le gusta hacer pompas o globos que nos explotan a los humanos en las narices por simple diversión. Digamos que para ver de qué manera nos limpiamos las narices y los morros con los restos. Y, así como a Dalí se le derritieron las manecillas de sus pelucos, a nosotros nos toca adivinar si hay algo que podamos hacer con este asunto de pura física.

          Pensaba esto porque últimamente mastico chicle cuando escucho música o aporreo el piano, y entonces me acuerdo de mis clases en el conservatorio, y de que la progresión de una sola nota es infinita, pero ocurre que nuestros oídos embadurnados de goma de mascar son limitados y terminan por dejar de percibir esas ondas que se alejan hasta perderse. Yo las llamaría las asíntotas de Dios. La mano que tiende a tocar el infinito sin llegar nunca a conseguirlo. Sin embargo, hay una diferencia con Dalí: a la música nunca se le acaban las pilas como a los relojes. 

          Estoy medio convencido de haber dado con la trampa o el enigma. O eso creo yo, y se lo propongo a usted, querido lector, para que me lo comente si lo tiene a bien. La música y el Big Bang ocurrieron a la vez. Nacieron juntos y se agarraron de la mano, para que su travesía eterna no se viera nunca interrumpida, ni siquiera en un paisaje desolado o fruto de una sordera como la de Beethoven. Desde entonces, la melodía de la vida se estira en La menor o en Do mayor según llueva o salga el sol.

         Decía el inolvidable Jesús De la Rosa, del grupo Triana, que necesitaba agarrarse a la cola del viento para poder volar. Como hijos del agobio que según él algunos de nosotros somos, necesitamos sentir la experiencia de la vida con voces graves y agudas. Somos rebeldes al silencio a pesar de amantes de la música y, aunque al final, el silencio llega, también tenemos claro que sin los silencios la música no sería posible.

        Un poco de música, maestro que en Gloria estés. 

         https://www.youtube.com/watch?v=MMxqTItQb4c

 

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