Los derechos del lector

          A menudo tenemos noticias de cómo y cuánto se vulneran los derechos de los autores, sobre todo escritores, que ven cómo sus obras circulan sin control por Internet sin que generen un solo euro a sus legítimos propietarios. Hay, por así decirlo, la generalizada aceptación de que aquello que se puede conseguir gratis, aunque sea perjudicando a otros, es hasta cierto punto legítimo. Quizá este es uno de los motivos por los que las obras literarias están tan devaluadas. Y es curioso el dato que aporta CEDRO en un reciente informe, a mayor nivel cultural de los países y mayor P.I.B más robos de todo tipo de contenidos editoriales.

          Hay que considerar que no solo el autor o el propietario de la obra tiene derechos, también los tiene el público en general, y los lectores en el caso particular de los libros. Entre esos derechos no está, como es lógico, el de hacerse con ejemplares físicos, digitales o en cualquier formato sin pagar por ellos. Eso es, simplemente, ilegal. Viene a ser parecido a parar el coche en carreteras secundarias y esquilmar los naranjos ajenos de una finca, dejar pelados los olivos y llenar el maletero, o beberse el minibar del hotel y rellenar las botellitas con agua o con algo peor… Estoy convencido de que existe gente que, de hecho, suele hacer las tres cosas sin ningún pudor después de descargar un libro gratis de algún sitio pirata.

          En nuestro país el término «derechos» está deformado, lastrado de malas intenciones ideológicas, de confusión y de frustraciones. La mayoría de la población que conozco no sabría diferenciar entre derechos constitucionales y derechos fundamentales (también en la Constitución), y hacia qué apuntan unos y otros. Por solo citar un ejemplo: decir que se «okupa» porque se tiene derecho constitucional a la vivienda es como robar un banco para disponer de dinero porque se tiene derecho a comer y a no pasar hambre. O sea, un dislate. Y lo peor es que el ciudadano no conoce quiénes son los verdaderos deudores de sus derechos en la mayoría de los casos. Por ejemplo, si el problema de la vivienda lo tiene que resolver la autoridad pública, o su vecino del bloque de enfrente que tiene dos pisos.

          Creemos tener derecho a prácticamente un universo de cosas, la mayoría de las cuales ni producimos, ni hacemos nada por ellas, salvo asignarles la etiqueta de que nos pertenecen por derecho sobrevenido. Y convertimos ese mantra maliciosamente inoculado en la gente en obligaciones de otras personas, que tienen que darnos y si no se las quitamos, todas las satisfacciones a nuestro interminable catálogo de privilegios arrogados por el simple hecho de existir y respirar cerca de donde se puede meter la mano con impunidad. Y en algunos sectores u oficios hasta el codo. 

          Pensaba esto no porque considere que la mayoría de lectores somos una banda de robaperas, no me mal interprete el lector, sino porque los lectores honrados también tenemos derechos. El escritor francés Daniel Pennac creó un catálogo en 2009 con los derechos del lector, entre los que no figura, como es lógico, la apropiación indebida.

Aquí los dejo con las palabras y la fotografía del autor.

 

          

 

Al calor de Lolita

          La Casa del Libro, un edificio de cuatro plantas en el centro de Sevilla, parecía un hormiguero en hora punta. Había caminado desde el Paseo de Colón zigzagueando entre turistas abrumados por el calor, carritos todoterreno de recién nacidos adormilados y algún que otro goloso lamiendo una bola de helado. Los grifos de cerveza, cercana ya la hora del mediodía, comenzaban a llenar los vasos y las jarras de una tropa sedienta. Al atravesar la puerta de la librería, mi agobio se vio reconfortado por el aire acondicionado y, sobre todo, al ver las colas en las cajas para comprar libros. También había sed de lectura y de conocer nuevas historias.

          En la última planta, destinada a las actividades culturales, en una cómoda sala que ya conocía, el Club de Lectura Sevilla nos había convocado al calor de Lolita. La célebre novela publicada en 1955 por Vladimir Nabokov. Una obra controvertida y criticada a partes iguales, tildada de genialidad o de simple pornografía, según quién y según cuándo la haya leído o se haya dejado llevar por la opinión de otros para subirse al carro de moda.

          La sala se llenó de lectoras con la novela en la mano, en el bolso o en el recuerdo. Pero todas, con un ojo crítico experto. No es fácil encontrar un público capaz de analizar en profundidad, de manera certera y desde múltiples perspectivas, un libro como Lolita. Se expusieron los sentimientos que su lectura provoca, sin duda en muchas personas, al tratar de un asunto como la pederastia. Lo fácil habría sido quedarse en ese punto y pasar página, pero no fue el caso. El debate fue mucho más enriquecedor y acertado, alejado de una simple corriente de opinión bien pensante.

          La mirada puesta en una sociedad hipócrita como la estadounidense de los años cincuenta, en el elemento denuncia implícito en la novela. El acento en la habilidad del autor para tocar a los personajes con respeto, para coser una historia con hilos de maestría literaria. Una de las participantes confesó que tras terminar la última página del libro había comenzado por la primera. Lo llevaba consigo, como se custodian los objetos a los que concedemos valor y el privilegio de acompañarnos a pasear un sábado por la mañana.

          El encuentro finalizó tras hora y media que a mí, personalmente, me pareció apenas un suspiro o una conversación casual con una amiga en cualquier esquina del centro de la ciudad. Volví a sumergirme en el mar de personas que inundaban el casco antiguo de Sevilla, con el calor añadido por la reunión de este Club de Lecturas. Noté tras de mí unos pasos más cercanos de lo habitual, me giré pero solo había sido una sensación mía. Sin embargo, al volver sobre mis pasos sentí que una voz grave me susurraba al oído: spasibo

El bricolaje de Macgyver

          Cuando yo era un chaval se puso de moda el bricolaje de MacGyver, un personaje protagonizado por Richard Dean Anderson. Un agente de inteligencia de la fundación Phoenix en una de las series más famosas de los años ochenta. MacGyver se dedicaba a ayudar a los buenos y acabar con los malos, por lo que el argumento no era muy disruptivo ni siquiera para la época. Lo que sí llamó la atención fue el método para conseguirlo.

          MacGyver lo mismo arreglaba un agujero en el ala de un avión con un chicle masticado, que fabricaba un artefacto explosivo para volar una cerradura con una caja de cerillas y un trozo de plastilina. Lo sorprendente de cada capitulo eran dos cosas: la primera, que siempre tenía una ocurrencia disparatada a mano y, la segunda, que con un par de miradas alrededor encontraba los elementos necesarios para llevarlo a cabo. Y funcionaba, para hacer las delicias de sus millones de espectadores por todo el mundo.

          Recordaba esto porque ando metido en materia de pequeñas reformas y acondicionamientos. Lo típico después de una mudanza. Soy consciente de que las minucias (colgar cuadros, cortinas, ajustar alguna madera rebelde etc) es un servicio «manitas» que se ofrece por Internet. Sin embargo, me parecía un oficio tan anodino, que incluso yo podía arriesgarme imitando a MacGyver con algunas de esas tareas domésticas. Craso error.

          A mi alrededor hay cosas, quizá demasiadas, pero no es fácil encontrar un simple taco para la pared que coincida en grosor con algún tornillo y ambos con la broca de la taladradora. Es una fórmula matemática imposible. Y no digamos ya que el destornillador (ahora siempre son de estrella) no sea demasiado grande o pequeño. Lo habitual es lo contrario. Para mí colgar un cuadro es sinónimo de frustración, martillazo en un dedo de la mano y, posiblemente, un pie jodido al golpearme descalzo con la escalera plegable de metal.

          Mundo aparte es lo de colgar cortinas. Si mis aspiraciones de parecerme a MacGyver acaban con un simple taladro en la pared, lo de las cortinas me recuerda al Apolo XIII: «Houston, tenemos un problema». No sé que habría sido de mí de haberme visto en aquella mítica nave camino de la luna. Chorreando oxígeno a todo meter, con menos luz que en el callejón del gato negro y tirando de envoltorios de chocolatinas para arreglar el quilombo. No sé cuantos grandes pasos habría dado después la Humanidad, pero yo no creo que hubiera dado ninguno más. 

Olivia y Sandy

          

          Esta semana nos han dejado dos seres inolvidables: Olivia y Sandy. Cada una con sus características y su historia de vida y, sin embargo, dos bellezas idénticas como mujeres. Una nos sirvió como ejemplo profesional y la otra nos enseñó cómo vivir con ilusión. La vida de la primera ha sido una batalla contra la adversidad librada con valentía durante treinta años, con sentido de la responsabilidad e incluso con una rara dosis de entusiasmo. La vida de la segunda ya está en el Olimpo de las creaciones cinematográficas.

          Olivia nació en Inglaterra en 1948 y Sandy en USA en 1978, y estaban predestinadas la una a la otra como dos gotas de agua en un mismo vaso.  La primera nació para ser una gran artista, y gozó de un amplio abanico de reconocimientos musicales y personales tanto en el Reino Unido como en Australia: sus dos nacionalidades. Sin embargo, como si el destino tendiera al equilibrio entre lo bueno y lo malo, se vio obligada desde muy joven a luchar contra la enfermedad. Treinta años de batalla para caer con honor.

          Sandy nació para enamorar y enamorarse y, sobre todo, para hacer creer en el amor. Olivia, una mujer de hierro con un corazón de líder, le prestó lo mejor de ella. La ayudó a navegar por las inevitables inquinas, envidias y desvíos de la edad adolescente en una historia que muchos de mi generación recordamos con una enorme nostalgia. Esa que nace de reconocer cada momento de la historia en su contexto, y que no mira con ojos de cancelación lo que, en muchos casos, ni siquiera se vivió de primera mano.

         Olivia se ha ido esta semana, más o menos del mismo modo que nos iremos todos. Como dice uno de mi pueblo: aquí no va a quedar ni el tato. Y tiene razón, lo importante no es permanecer tal como somos, porque además es imposible dada nuestra esencia biológica. Tenemos un tiempo prestado para conquistar territorios perdurables, espacios de la memoria colectiva hasta que el olvido nos  haga prescindibles.

          Olivia puede ir tranquila. Sandy se queda con nosotros para siempre porque como el amor, ella tampoco es mortal, y porque ya pertenece al tejido de las emociones colectivas en millones de corazones. Millones que, como Olivia, no vemos otra cosa en Sandy que una mujer joven, enamorada y que lo explica de modo que bien hubiera merecido el Oscar por lo universal de su mensaje: siempre en el recuerdo… Hopelessly devoted to you.