Trajinaba yo en el verano del 82 entre un curso de bachillerato y el siguiente tratando de embolsarme algunas pesetas. Tenía edad legal para trabajar, aunque creo recordar que en aquella época las leyes laborales eran mucho más laxas que ahora. La tasa de paro de aquel año según la EPA era del 16% en general, y casi del 50% en menores de 20 años. Más o menos, la misma que ahora 40 años después si descontamos los trucos del almendruco.
Ya fuera cosa del destino o de vaya usted a saber, supe de un anuncio en el que buscaban vendedores para el Círculo de Lectores y allí que me encajé. Logré el puesto sin contrato, lógicamente, y a comisión por conseguir nuevos socios para aquella revista de la que cada mes había que comprar un libro o un disco, o quizá dos, si no recuerdo mal. Suscribirse costaba 200 pesetas, y yo el primer mes cobré de comisiones 8.000 pesetas. Es decir, que tuve éxito, y enganché a un montón de gente para aquella empresa.
Muchas de las familias, de barrios humildes, que se encontraban con un chaval de 17 años en la puerta, de verborrea facilonga y descaro sin cuento, me miraban desconcertadas. Algunas madres me señalaban varios churumbeles que se arremolinaban agarrados a sus piernas moqueando, y me decían que a ver cómo se las apañaba ese día para hacerles el bocata. Eran tiempos muy duros, en una España todavía con niveles de desarrollo alejados del resto de países de una Europa en la que todavía no habíamos ingresado.
Yo me debía a mi trabajo y quizá por eso, ignorando las necesidades que me señalaban los posibles clientes, les hacía ver que leer era la mejor inversión para sus hijos. No mentía. Aunque mi argumento como es lógico era interesado y, casi seguro, inoportuno. Vi muchas veces como algunos padres y madres rebuscaban en cajones las monedas o renunciaban entre gestos de resignación a la litrona de ese día. Yo me llevaba mi contrato. No me arrepiento. Hoy sé, aunque no lo vea, que he llenado de libros muchas casas humildes de Sevilla.
Leer en aquellos años era casi la única diversión posible, además de escuchar música o fabricar niños. Hoy, la oferta de ocio es tan abrumadora que leer solo es una opción entre plataformas digitales, cientos de canales de música, podcast, porno en internet y bulos en cascada. Quizá por ese motivo no nacen apenas niños, en pocas casas hay ya una biblioteca junto a una chimenea para las horas de lectura, y nos tragamos como si fueran pipas los programas basura de chismes e indignidades sin cuento. Sé que muchos de aquellos libros siguen existiendo, y que muchos de aquellos niños y niñas que vieron entrar libros en sus casas hoy se acuerdan de ello. Lo sé, porque algunas hoy mujeres lectoras me lo han contado, las vueltas que da la vida. A todas ellas, mi gratitud con afecto.