Círculo de Lectores

          Trajinaba yo en el verano del 82 entre un curso de bachillerato y el siguiente tratando de embolsarme algunas pesetas. Tenía edad legal para trabajar, aunque creo recordar que en aquella época las leyes laborales eran mucho más laxas que ahora. La tasa de paro de aquel año según la EPA era del 16% en general, y casi del 50% en menores de 20 años. Más o menos, la misma que ahora 40 años después si descontamos los trucos del almendruco.

          Ya fuera cosa del destino o de vaya usted a saber, supe de un anuncio en el que buscaban vendedores para el Círculo de Lectores y allí que me encajé. Logré el puesto sin contrato, lógicamente, y a comisión por conseguir nuevos socios para aquella revista de la que cada mes había que comprar un libro o un disco, o quizá dos, si no recuerdo mal. Suscribirse costaba 200 pesetas, y yo el primer mes cobré de comisiones 8.000 pesetas. Es decir, que tuve éxito, y enganché a un montón de gente para aquella empresa.

          Muchas de las familias, de barrios humildes, que se encontraban con un chaval de 17 años en la puerta, de verborrea facilonga y descaro sin cuento, me miraban desconcertadas. Algunas madres me señalaban varios churumbeles que se arremolinaban agarrados a sus piernas moqueando, y me decían que a ver cómo se las apañaba ese día para hacerles el bocata. Eran tiempos muy duros, en una España todavía con niveles de desarrollo alejados del resto de países de una Europa en la que todavía no habíamos ingresado.

          Yo me debía a mi trabajo y quizá por eso, ignorando las necesidades que me señalaban los posibles clientes, les hacía ver que leer era la mejor inversión para sus hijos. No mentía. Aunque mi argumento como es lógico era interesado y, casi seguro, inoportuno. Vi muchas veces como algunos padres y madres rebuscaban en cajones las monedas o renunciaban entre gestos de resignación a la litrona de ese día. Yo me llevaba mi contrato. No me arrepiento. Hoy sé, aunque no lo vea, que he llenado de libros muchas casas humildes de Sevilla. 

          Leer en aquellos años era casi la única diversión posible, además de escuchar música o fabricar niños. Hoy, la oferta de ocio es tan abrumadora que leer solo es una opción entre plataformas digitales, cientos de canales de música, podcast, porno en internet y bulos en cascada. Quizá por ese motivo no nacen apenas niños, en pocas casas hay ya una biblioteca junto a una chimenea para las horas de lectura, y nos tragamos como si fueran pipas los programas basura de chismes e indignidades sin cuento. Sé que muchos de aquellos libros siguen existiendo, y que muchos de aquellos niños y niñas que vieron entrar libros en sus casas hoy se acuerdan de ello. Lo sé, porque algunas hoy mujeres lectoras me lo han contado, las vueltas que da la vida. A todas ellas, mi gratitud con afecto. 

El idioma Z

         No hay nada tan clarificador para entender la evolución del lenguaje como relacionarse, siquiera durante un cumpleaños, con miembros de generaciones diferentes. Por ejemplo y en mi caso particular, con una joven de la generación Z: mi sobrina Ana, que acaba de cumplir sus 18 primaveras. Entre risas con ella y con mi hermano (su padre), aprendí ayer que los escritores debemos explorar esos territorios de significado que desconocemos. Territorios por completo ajenos al habla habitual de quienes ya ni siquiera pintamos canas porque no tenemos donde pasar la brocha.  

          De qué otro modo podría alguien escribir una historia que llegue a interesar a los más jóvenes si nunca ha tenido noticias de la existencia de una RAVE o de un Parquineo. Incluso desconozco si esas palabras están bien escritas. Al parecer, la chavalería hoy monta fiestas breakbeat, en las que se reparten calificaciones entre las chicas acerca de lo agraciados o no que les resultan su congéneres varones. 

          Nunca se me hubiera ocurrido que esos chavales que, desgraciadamente y por pura inconsciencia, caen en las garras de la toxicidad y se quedan escuetos reciban el apelativo de comíos: un tipo flaco y desmejorado según me aclaró. O que los menos agraciados debido a su fealdad ahora sean calificados como cracos. Tuvo mi sobrina que apuntarme una lista con el bolígrafo prestado de una camarera una cantidad extensa de terminología Z que me resultaba ajena, además de profusa en lo descriptivo cuando se conoce la semántica de cada término de ese lenguaje particular.

          Me vino a la mente otro detalle. En la Feria del Libro de Madrid de hace un par de años, mientras firmaba en la caseta de Publishers Weekly, mi cuñada se acercó a saludarme con mi sobrino Tristan de apenas 8 años. Al verme escribir las dedicatorias con una estilográfica Montblanc que tengo en mucho aprecio, le hizo ver al niño el artilugio como si estuviera usando una pluma de ganso, o un artefacto arqueológico. Lo malo es que el pequeño quedó fascinado por el hecho de que algo así pudiera usarse para escribir.

          Nunca he sido, o no me he considerado un abuelo cebolleta, de hecho no tengo nietos. Sin embargo, cada año que pasa me voy dando cuenta de lo fácil que es quedarse atrás en los usos y costumbres de las nuevas generaciones. No todo se aprende en Internet o en las bibliotecas, hay que salir y hablar con los más jóvenes. Hay que preguntarles y averiguar qué se dicen entre ellos, cómo se comunican, o de lo contrario no salimos de escuchar siempre las mismas canciones de la Pantoja o Paquito el Chocolatero. Y claro, así vender historias es cada vez más complicado.  

El club de los sueños cumplidos

          En pocos lugares como en un club de lectura se vive la magia de los sueños cumplidos. Ayer, después de la escena final del encuentro se apagaron los focos, cayó el telón, cesaron los comentarios, y quedaron apaciguados los ánimos. Fue el momento de la verdad. Como ocurre en el teatro, en las tramoyas la ficción se revela y no se conforma con ser un invento del autor. Al contrario, se hace presente y como el famoso protagonista de madera de Carlo Collodi, lucha por alcanzar su alma de niño para ver cumplidos sus sueños.

          Collodi es una hermosa localidad de la Toscana en Italia. Allí hay un precioso parque dedicado a Pinocchio, la obra mundialmente conocida del escritor florentino Carlo Lorenzini que es su verdadero apellido. Ayer sábado, decía que en el primer aniversario del Club de lectura Sevilla, recibimos a Aldo Ares, un escritor argentino enamorado de Florencia. La obra que nos trajo: «El nieto del misionero». Un original artefacto literario repleto de pinceladas y anécdotas del Renacimiento. Sala llena, y una generosa participación de las nuevas incorporaciones a quienes aprovecho para expresarles una afectuosa acogida.

          Paso a paso, aprovechamos para dar un singular paseo partiendo de la Piazzale Michelangelo, era visita obligada la vista de la ciudad desde ese punto. Prendados del Duomo hicimos una incursión de la mano de personajes como Michelangelo, Savanorola, Leonardo o Los Medici, entre otros, por los vericuetos de las calles florentinas. Asistimos a alguna ceremonia inquisitorial y analizamos el papel de la Iglesia y sus papas en la época. Mientras caminábamos también nos llegó algo de música de reguetón, y el olor a horno de leña donde se preparaba la pasta para degustar con los caldos de la Toscana.

              Al final de la caminata, un poco cansados y acalorados hicimos una parada en el camino. Fue el momento de la tertulia más distendida, donde por aquello de tener presente nuestros orígenes, nos despachamos una paella junto con otras viandas. Que fácil fue entonces descubrir las ilusiones de quienes escriben o aspiran a hacerlo, de quienes leen y disfrutan con los mundos creados por los autores y del encuentro entre unos y otros.

             Mientras observaba la escena pensé que el Club de lectura Sevilla, que cumplía su primer aniversario, era también el Club de los sueños cumplidos. Desde la nada a una iniciativa que ya toma cuerpo. Y para celebrarlo, habíamos viajado a Florencia de la mano de Aldo Ares, hicimos de la ficción la virtud de sentirnos en las vidas de otros y en otro tiempo. La literatura es, ante todo, un lugar de encuentro atemporal en el que es posible crear una burbuja mágica en la que pasar unas horas aspirando a dejar de ser un muñeco de madera.   

          

Al calor de Lolita

          La Casa del Libro, un edificio de cuatro plantas en el centro de Sevilla, parecía un hormiguero en hora punta. Había caminado desde el Paseo de Colón zigzagueando entre turistas abrumados por el calor, carritos todoterreno de recién nacidos adormilados y algún que otro goloso lamiendo una bola de helado. Los grifos de cerveza, cercana ya la hora del mediodía, comenzaban a llenar los vasos y las jarras de una tropa sedienta. Al atravesar la puerta de la librería, mi agobio se vio reconfortado por el aire acondicionado y, sobre todo, al ver las colas en las cajas para comprar libros. También había sed de lectura y de conocer nuevas historias.

          En la última planta, destinada a las actividades culturales, en una cómoda sala que ya conocía, el Club de Lectura Sevilla nos había convocado al calor de Lolita. La célebre novela publicada en 1955 por Vladimir Nabokov. Una obra controvertida y criticada a partes iguales, tildada de genialidad o de simple pornografía, según quién y según cuándo la haya leído o se haya dejado llevar por la opinión de otros para subirse al carro de moda.

          La sala se llenó de lectoras con la novela en la mano, en el bolso o en el recuerdo. Pero todas, con un ojo crítico experto. No es fácil encontrar un público capaz de analizar en profundidad, de manera certera y desde múltiples perspectivas, un libro como Lolita. Se expusieron los sentimientos que su lectura provoca, sin duda en muchas personas, al tratar de un asunto como la pederastia. Lo fácil habría sido quedarse en ese punto y pasar página, pero no fue el caso. El debate fue mucho más enriquecedor y acertado, alejado de una simple corriente de opinión bien pensante.

          La mirada puesta en una sociedad hipócrita como la estadounidense de los años cincuenta, en el elemento denuncia implícito en la novela. El acento en la habilidad del autor para tocar a los personajes con respeto, para coser una historia con hilos de maestría literaria. Una de las participantes confesó que tras terminar la última página del libro había comenzado por la primera. Lo llevaba consigo, como se custodian los objetos a los que concedemos valor y el privilegio de acompañarnos a pasear un sábado por la mañana.

          El encuentro finalizó tras hora y media que a mí, personalmente, me pareció apenas un suspiro o una conversación casual con una amiga en cualquier esquina del centro de la ciudad. Volví a sumergirme en el mar de personas que inundaban el casco antiguo de Sevilla, con el calor añadido por la reunión de este Club de Lecturas. Noté tras de mí unos pasos más cercanos de lo habitual, me giré pero solo había sido una sensación mía. Sin embargo, al volver sobre mis pasos sentí que una voz grave me susurraba al oído: spasibo

A destajo

En Occidente no somos tan productivos como en Oriente. Allí curran a destajo, en esa tierra lejana que cuando pequeños nos señalaban en el mapa de colores como Sol Naciente. Recuerden ese hospital para mil camas que lograron construir y poner en marcha en diez días en la ciudad de Wuhan en marzo de 2020. Se dijo entonces, que en España habríamos empleado de dos a tres años. Me río yo de los profesionales de los pronósticos patrios.

Aquel domingo 1 de marzo los chinos pusieron la primera piedra para la que se venía encima. Y el miércoles de la semana siguiente allí estaba: magia. La mole con su equipamiento y sus 1400 médicos en orden de batalla. Aquí, mientras tanto, la Yoli y sus alegres comunistas planchaban el fular para la manifa del «hermana yo si te creo», mientras el corona se nos metía en las residencias de ancianos hasta los tuétanos. Sabían lo que iba a ocurrir, pero hicieron oídos sordos, quizá contando con que el macho alfa del gobierno lo solucionaría. Un poco caro, unas 625 vidas por cada hora perdida de esos diez días sin que nadie les haya puesto el lazo al cuello a los responsables. Al contrario.

Pensaba esto no porque a mí me guste el modo productivo de los chinos, que es el de semi esclavitud. Sino por la diferencia entre lo que pueden hacer en caso de necesidad, y nuestra forma de entender la vida. Tiene lógica, estamos en las antípodas, o como decía con acierto Luis Tosar en Los lunes al sol: «las anti-podas, lo contrario. Allí hay curro, aquí no». Aquí el tonto Simón dijo que tendríamos tres o cuatro casos y se nos diezmó la población; allí que tenían el foco de la infección solo palmaron tres o cuatro despistados: anti-podas, lo contrario. 

Entre mi pueblo y el de al lado hay una distancia de alrededor de doscientos metros en linea recta. La buena noticia es que desde la pandemia están construyendo un carril bici. Obviamente, se trata de algo mucho más complejo que un hospital de mil camas, de los que además, nosotros ya tenemos muchos. Cada mañana desde lo de Wuhan, una cuadrilla de unos veinte trabajadores se aplica en remover la arena de un lado para otro —aún no hemos llegado a la fase de alquitranado bermejo—, usando incluso maquinaria pesada, mientras un capataz con un gorro de paja y gafas de sol dirige las maniobras como un director de orquesta. Son, por así decirlo, parte del paisaje. Como esos portales de Belén que se conservan durante todo el año en algunas iglesias, con figuritas que se mueven, y pastorcillos que ordeñan la vaca.

Nuestra forma de entender el trabajo con dinero público es más continua y sosegada, más segura en el tiempo. Si hay que hacer un carril bici se hace bien. Se utilizan los recursos que sean necesarios en hombres (no hay ninguna mujer allí dándole al azadón), y así se crean medio centenar de puestos de trabajo con contrato fijo y, sobre todo, discontinuo. De ese modo baja el paro. Además, se planifica un carrusel de brainstorming en el bar de la esquina para analizar la evolución; un tiempo que redunda en la productividad de las fábricas de cerveza y que favorece el diálogo social con los productores de aceitunas. Nosotros, por suerte, no somos chinos. Lástima que todavía nos quede en común lo peor de su Historia.

La mudanza

          La mudanza es una de las situaciones más estresantes por las que pasa un individuo en la vida. Sé bien de lo que hablo, igual llevo 15 o 20 en mi historial, y en la última década he contado media docena. Las he tenido de todos los tipos: hecha por profesionales, con desperfectos de los que nadie se hace cargo, con desapariciones de pequeños enseres y hasta traumáticas y peligrosas. No recuerdo ninguna exenta de alguna anécdota o imprevisto.

          Cuando haces una mudanza te das cuenta de esa tendencia del espacio vacío a ser ocupado por «cosas» de toda índole y condición. La mayoría inútiles, que llegaron un día a un rincón y allí han permanecido en el olvido hasta el momento de su traslado al vertedero. Cantidad de trastos que ni querías cuando llegaron a la casa fruto de un impulso por acaparar, ni los quieres cuando te mudas. He oído de casos de cajas cerradas que han viajado de la vivienda A a la vivienda B después de 5 años sin ser abiertas. 

          Otro efecto típico es que aparecen algunos objetos que habías buscado en diferentes ocasiones. Habías usado el detector de metales, perros adiestrados y realizado batidas con los niños y la señora de la limpieza sin el menor resultado. Incluso habías colgado un cartel de se busca en la cocina, por aquello de que siempre hay un cuñado que tropieza con todo y no es cuestión de que lo pase por alto. Aparece cuando menos lo necesitas, o incluso después de que haya sido reemplazado por algo más moderno y molón.   

          Lo que dejas atrás una vez han pasado los de la mudanza se parece mucho a un campo de batalla, y lo que te encuentras en destino tiene el aspecto de un desembarco. Atrás cuando echas un vistazo ves las cicatrices de los años vividos: los arañazos en el suelo de madera y las manchas de humedad, los desconchones que ibas a reparar, las telarañas escondidas detrás del mueble grande y la fauna que habitaba debajo del frigorífico o el lavavajillas. Seres diminutos que vagan por el suelo deslumbrados por la claridad en busca de un sitio en el camión de la mudanza. 

          La parte positiva es que si se sobrevive a la mudanza, uno aprende que ni los objetos ni los metros cuadrados son flexibles. Lo que antes cabía ahora no cabe, o al revés, lo que antes ajustaba perfectamente ahora parece minúsculo y ridículo en su nueva ubicación. Una mudanza es peor que un dolor de muelas. Algo así como una visita al dentista para que te hagan una endodoncia con el agravante de tener que limpiar la consulta una vez terminada la intervención. Y encima pagando.  

El éxito misterioso

          En el mundo artístico y literario el éxito misterioso es una constante difícil de explicar. Al menos, en la música, el cine y la literatura se produce con una frecuencia que casi es una regla no escrita. Incluso para autores o escritores de fama mundial es un fenómeno que viven en algún momento. Hay carreras que comienzan de forma anodina y sin que el público se fije en la obra y, un día, sin explicación aparente, se produce lo que en mi tierra se conoce como un pelotazo. También es cierto, que para la mayoría ese día no llega nunca o les llega después de muertos.

          Me fijaba en la pasada feria del libro de Sevilla en las obras que compartían mesa y expositor con mi novela durante la firma de ejemplares. La mayoría eran novedades de autores muy conocidos, muchos de ellos bestsellers de los que llenan las librerías de El Corte Inglés o FNAC por no citar a nadie en concreto. Escritores, en todo caso, de los que juegan en las ligas mayores con editoriales de primer nivel y amplia distribución y promoción.

          De algunos de ellos he leído sus obras más conocidas o, por así decirlo, la obra por la que el público en general los conoce. Recuerdo un par de casos allí presentes, junto a mi desconocida novela, que presentaban su lanzamiento o lo acababan de publicar en el último mes. Autores que vendieron cientos de miles de ejemplares de obras anteriores y se tradujeron a un buen puñado de idiomas. Aciertos de los que se escribieron ríos de tinta en medios especializados. 

          No pude menos que interesarme por la suerte de sus novedades, allí presentes al alcance de mi mano y de la de los lectores que visitaban la caseta de la librería Entrelíneas. Sus propietarios y mis anfitriones en ese evento, me contaban que no se vendían apenas aquellos libros, que prácticamente nadie, en definitiva, preguntaba por esos nuevos títulos a pesar del peso del nombre del autor en letra grande en la portada de diseño. Un misterio. Imagino lo que debe significar para alguien que toca una vez la gloria, verse de repente en el rincón de los no vendidos.

          Nadie sabe a ciencia cierta por qué se produce el éxito misterioso, qué concatenación de hechos, casualidades, rebotes o manos de duendes se confabulan para que se produzca. Nada es para siempre; dice el conocido refrán que no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo aguante. Pero también es cierto, que lo normal es que el éxito y la fama en las artes se evapore con rapidez y, además, se vuelva reticente a llamar a la misma puerta por segunda vez. 

 

Soñar despacio

          Cumplir con los deseos, a veces, requiere tener paciencia y soñar despacio. El corto plazo como criterio suele traer días con altos contenidos de decepción y dudas al no ver cumplidas las expectativas, en muchas ocasiones, no por desajustes con lo posible sino con los tiempos necesarios para darles cumplimiento. 

          Esta idea me pasaba por la cabeza durante los días de la feria del libro de Sevilla, en los que he tenido la suerte de volver a mi tierra y, además, hacerlo para conocer a otros escritores y lectores durante una sesión de firmas de mi primera novela. Ha sido una experiencia de esas con las que uno sueña cuando inicia un proyecto y que, como es lógico, no sabe si algún día se hará realidad.

          Recuerdo el mes de julio de 2020, fecha en la que salió al mercado La novia del papa se desnuda, como un tiempo muy complicado para todo el mundo. Días tristes que cuesta recordar sin sentir aquel vacío en el estómago; aquella incertidumbre acerca de si volveríamos a la normalidad o, en todo caso, qué aspecto tendría lo que empezó a llamarse «la nueva normalidad». La novela salió a la luz de forma modesta, sin promoción ni publicidad salvo la que yo mismo realizaba en redes sociales. No había presentaciones en librerías para nadie, como era lógico, ni tampoco se celebraron ferias del libro. Esto, unido a la dificultad de hacerse un hueco en las estanterías, me desanimó. 

         No podía imaginar que dos años más tarde, en junio de 2022 firmaría en la feria del libro de Madrid y en octubre en la de Sevilla. Si me hubieran enseñado las fotografías, los videos o la entrevista del Chester rojo de Publisher Weekly no lo habría creído. Habría pensado que eran mis sueños convertidos en un pasatiempo para hacerme sufrir.

          La determinación de no tirar nunca la toalla y aprender a soñar despacio me ha ayudado mucho a lo largo de mi vida. Que yo recuerde, no he abandonado nunca un proyecto que haya decidido poner en marcha. Algunos me han traído más sombras que luces, y otros al contrario, pero los he sostenido con mano firme. Pienso en todo lo que se pierde cuando uno abandona algo que le gustaría ver hecho realidad, ya sea porque deja de creer en ello o porque elige un camino diferente. Prefiero que mis sueños me acompañen aunque, con el tiempo, tanto ellos como yo caminemos a solas siguiendo un rumbo incierto. 

          

Libertad con impunidad

          En los tiempos que corren la libertad con impunidad es el combinado más apreciado para las noches de fiestas de los más cools, los guapos de la tele y la gente chic, para entendernos. Sorprendentemente, también es el combinado preferido de las bandas latinas, que campan a sus anchas con machetes para desbrozar la selva urbanita de competidores en los negocios del hampa. Es lo único que tienen en común estas dos faunas de la madrugada: libertad con impunidad.

          Los primeros suelen ser pacíficos, se desenvuelven en las zonas privadas de las salas de lujo o de moda, con baños aseados y privados en los que no ser sorprendidos por molestas interrupciones, y con porteros bien trajeados y convenientemente untados con generosas propinas. Los segundos son más de perreo y papelina sobre la barra si hace falta, mientras manosean la entrepierna de una morena que hace gestos de gatita, remoloneando al macho alfa para ganarse su atención.

          Todos ellos tienen sus hábitos y costumbres a la hora de recogerse, ya cuando el sol comienza a amarillear por el este. Unos, quizá porque sus costumbres son más expeditivas, terminan matándose por las calles a machetazo limpio o, en el peor de los casos, a puro plomo. Haciendo retroceder las calles de las grandes ciudades de este siglo XXI a aquellos puertos piratas, donde rufianes y fulanas ajustaban cuentas y se daban muerte por unas monedas o una botella.

          Otros, quizá por la calidad de los condimentos consumidos y la seguridad de ser conocidos y tener la cuenta llena, toman la calle con aire de amos. Sintiendo la falsa potestad de intervenir en aquellos asuntos que el azar les ponga por delante; salvo machetes o pistolas que eso hace pupa y no tiene ninguna gracia. Sin embargo, increpar a la policía si se tercia es una acción que reivindica la fortaleza de la libertad que la química del momento les hace sentir.

          Hemos construido una sociedad de mequetrefes y golfas y la hemos aderezado con lo peorcito de cada casa. Le hemos quitado a la policía la potestad de ejercer el control, e incluso se ha creado el relato de que la autoridad es presuntamente culpable, abusadora, y que sale por las noches a incomodar a la ciudadanía. Y lo peor es que los jueces con leyes desquiciadas, y los medios de comunicación con sus altavoces mediáticos, lo avalan. Pues nada, muy bien: ¡Que arda, Troya! Y al que le toque, que se joda. Luego, no se quejen.     

Las miradas

Reconozco que he puesto el título con intención de reclamo, aunque lo mismo actúa en sentido contrario y echa para atrás a posibles lectores, hartos de que les tomen el pelo desde unas instituciones con funciones inanes y sin el menor sentido del ridículo. Pero no, no va este artículo de esas miradas que podrían a usted (si es hombre), llevarle ante un juez por lascivo, acosador y delincuente por apreciar las curvas de una mujer. 

Las miradas que me han interesado esta semana, en un viaje relámpago a mi tierra de nacimiento, son las que mis paisanos me han proyectado a través de la actitud frente a la crisis sanitaria y económica, la incertidumbre y la falta de apoyos que no sean los de familiares y amigos. 

El gremio del taxi por ejemplo, del que me he servido en mis desplazamientos, ha sido devastado. Un año sin Feria de abril ni Semana Santa, sin turistas internacionales y con escaso movimiento entre comunidades autónomas, ha obligado a estos pequeños empresarios a trabajar tan solo dos días a la semana. A consumir los recursos –por lo general escasos– que cada cual tuviera como reserva, o a tirar de los créditos de las tarjetas o de pequeños apaños. Una mirada con más desaliento y resignación ante la fatalidad, que esperanza en el futuro. 

Sin embargo, y como suele ocurrir, también hay quien no pierde la actitud positiva así caiga el meteorito. Y he sido atendido con profesionalidad, simpatía y excelentes productos en el sector de la hostelería. Un gremio este, que en Sevilla tiene una maestría ganada a pulso durante décadas. No negaré que la alegría que en septiembre suele haber en la ciudad ha desaparecido casi por completo, y que algunas obras en el centro son, además, una invitación a salir corriendo. Pero me quedo con el sabor de boca y la certeza de que, más pronto que tarde, la fuerza de los que resisten hará de nuevo el milagro de devolver el pulso a la ciudad. 

La capital andaluza se distingue por muchas cosas bonitas, entre ellas, indudablemente por la belleza de sus mujeres –lugareñas y visitantes– que tanto en primavera como en otoño lucen palmito por sus calles atemperadas por los naranjos, o por el diseño sinuoso y estrecho de los rincones del barrio de Santa Cruz.

Algunas cosas sí tengo claras en la vida: una de ellas es que mientras respire usaré mis miradas para rendir tributo a la belleza en todas sus formas de expresión. Y por supuesto, para admirar la que le regala al mundo el encanto de una mujer.