La zorra y sus cuentos

                    Yo no he visto hasta el día de hoy ninguna zorra de carne y hueso, al menos que pueda recordar. Cierto es que no se trata de un animal doméstico ni fácil de ver. Supongo que, a menos que se frecuente el bosque cuando estos animalitos salen de paseo, es complicado coincidir con las zorras que queden por el ancho mundo. Y ahora que lo pienso no sé si no será debido en parte a la mala fama que le hemos dado los seres humanos. Desconozco si en otros idiomas llamar zorra a una mujer es tan peyorativo como en español, pero en nuestro idioma desde luego lo es.

          Pensaba esto viendo a la representante española en Eurovisión ayer noche. Una señora que cantaba una canción llamada «zorra», referidas la letra y el título del tema a una individua ficticia (la interprete) de vida alegre, que según entendí del argumento sale cuando le da la gana, o se viste o alterna como mejor le parece. Y claro, deduzco aunque no me enteré muy bien de toda la letra, que se quejaba de que los demás la llamaban zorra de forma peyorativa por vivir a su manera. En fin, ese sería el argumento, más o menos. Todo ello envuelto en una coreografía que supongo representa a un colectivo determinado y no al conjunto de españoles. Desde luego, a mí no me representaban. No creo que sea esa la España real. En fin, resultado del experimento: castañazo gordo hasta la posición 22 con menos puntos que el Almería, más o menos.

          Aquí en nuestro país neowoke los medios nos han atribulado a base de la necesidad de boicotear a Israel (por suerte no he oído aquello de al perro judío), aunque sí hemos visto un Tuit de una ministra del gobierno llamando al exterminio de los judíos de forma literaria: «desde el río hasta el mar», tuiteó sin el menor reparo. Claro que es posible que esa ministra de lo que sea desconozca que ese lema lo adoptó Hamás en 1980 (puede que tampoco sepa que Hamás es una organización terrorista). Con esta gente nunca se sabe.

          El odio diseminado por los defensores del buen rollo, de la necesidad de querernos mucho, de la distensión y los no creadores de bulos incluido ese mismo de no crear bulos, no ha surtido el efecto buscado. Sí que escuchamos algunos silbidos durante la actuación de Israel y, sobre todo, las redes sociales con ejércitos de cuentas pagadas para distribuir basurilla gubernamental estuvieron muy activas. Algunas excéntricas que durante los días previos llamaban poco menos que a un progromo debieron sufrir un síncope vasovagal al ver que Israel quedaba entre las 5 primeras, que nuestra zorra woke era enviada al cubo y que los españoles, con esa verdad del pueblo que tanto ensalzan, votaron así:

 

           

La oveja negra

          No me tengo por un experto en comparsas, de hecho, he de confesar que nunca he tenido la suerte o la oportunidad de acudir a Cádiz durante los carnavales. Sin embargo, si me gustan estos fenómenos sociales por lo que tienen de manifestación de los sentimientos cotidianos, o de muestra del hartazgo de una clase política o un gobierno cada vez más alejado de la cordura y la vergüenza torera.

          En el carnaval de Cádiz, Antonio Martínez Ares domina esta modalidad de chirigota introducida en 1960. Es una variante más fina y elaborada que el resto de manifestaciones carnavalescas y, como ya anticipé hace unos días, este año tenía pinta de ir a ganar de nuevo. El título de la comparsa, de la que hoy traigo un fragmento impagable es: La oveja negra. Y Antonio Martínez Ares ha vuelto a hacerlo. Ha ganado.

          Se trata de un mensaje que sale de las entrañas, del hastío de no poder hacer nada o casi nada con quien te engaña en la cara a diario como si no existieras. Y no nos equivoquemos, a mí podrá dolerme saber que a un amigo lo engaña algún desaprensivo, pero engaña a mi amigo no a mí. Del mismo modo que a mí y a millones de españoles no nos engaña quien gobierna, engaña a sus votantes. Nosotros, los que no le votamos, ya teníamos claro de qué pasta estaba hecho, a qué venía y lo que cabía esperar.

          Vivimos tiempos en el que la piel se ha vuelto tan fina como una capa de cebolla, por algo será. Lo mismo es porque al quitar una sola capa hay quien ya se echa a llorar por su mala cabeza al no querer verlas venir, o porque teme que su suerte cambie y del chollo al hoyo solo haya un traspiés en forma de urnas. Aún así, Martínez Ares ha dado en el clavo de la sensibilidad de una tierra que no es precisamente conocida por su fachosfera. Término con el que el presidente del país y sus palmeros insultan desde la minoría que son, a la mayoría de los españoles.

          Una frase es clave en esta comparsa: «Soy rojo, pero no confío en tu palabra». Dicen los intérpretes en alusión directa a quien gobierna. Sorprende al sapiens normal y corriente que se sorprendan declarándose rojos, sin embargo es una confesión enardecida de hasta dónde llega la indignación. Martínez Ares mereció el reconocimiento a la valentía de poner en boca de la comparsa el sentir general, y por ello obtuvo no solo el primer premio, sino un teatro Falla enardecido y aclamándoles como si Braveheart acabara de recorrer la formación antes de la batalla. Les dejo con ese momento:

 

 

El violinista del Titanic

          A lo largo de los años he conocido gente con un bucle sobre los hombros. Lo normal es llevar una cabeza más o menos amueblada, ya sea con cabello o afeitada como la mía. Se pueden ver tocadas con sombreros y pamelas para adornar o incluso, como dice el comandante Lara, cabezas colocadas para impedir que el agua de lluvia entre por el cuello. Lo que ya no está tan claro es lo que cada cual lleva en el interior de esta parte alta del cuerpo.

          Yo tenía un profesor en el instituto que nos conminaba a no dejar el cerebro en el perchero antes de entrar en clase. Un consejo, no obstante, que algunos vehementes se negaban a seguir. La comodidad de dejarse llevar sin necesidad de usar materia gris parecía ser el motivo de esa perseverancia. Eran, por lo general, los que aseguraban a final de curso el estar maldecidos por la mala suerte o padecer la antipatía y la ojeriza de los profesores. La costumbre o la comodidad de la pereza siempre les acababa dando disgustos.

          Pensaba en ello esta semana después de ver una secuencia divertida en un programa de televisión. Una concursante de unos veintitantos años se enfrentaba a una pregunta que en 30 segundos debía responder partiendo de una palabra a medio terminar. La pregunta era: «¿En qué año confirmó la NASA la primera caminata espacial de solo mujeres? Y en pantalla aparecían 4 espacios para la respuesta, 2 de ellos ya rellenos con números, así: – – 1 9. La concursante, que puede responder todas las veces que quiera hasta acertar, comenzó a decir: 1919 (respuesta del presentador: no), 1819 (no), 1719 (no) y así agotó el tiempo disponible. La última fecha que dio fue 1219. Usted imaginará el pasmo y el cachondeo del conductor del programa y del público presente, para sorpresa de la concursante que seguía sin entender cómo podía no haber acertado. Quizá sospechando que aquello debió ocurrir en tiempos del Imperio Romano y no tuvo ocasión de bajar más siglos.

https://es.euronews.com/2019/03/20/nasa-confirma-la-primera-caminata-espacial-de-solo-mujeres-de-la-historia

          La forma mecánica de responder tiene una explicación. Quien ha visto ese programa sabe que es frecuente intentar acertar una fecha que no se conoce. A esta persona no le hizo falta pensar si tiene lógica que Julio César cambie la cuadriga y el látigo por la nave espacial y el joystick, eso es lo de menos. Ya se sabe que cuando el tonto coge el camino, el camino se acaba y el tonto sigue adelante (o la tonta). Hemos olvidado la sana costumbre de pensar con lógica, de analizar la realidad delante de nuestros ojos y formarnos un criterio coherente.

          Pocas esperanzas puedo dar para una sociedad con cerebros en bucle, que le vamos a hacer. Hoy en día lo más habitual es encontrarse con quien niega las propiedades del fuego mientras se quema vivo, o atribuye la chamusquina a las cosas de la edad o a un defecto de la ropa que lleva puesta que parece que arde. Nos encanta inventar paranoias para negar la evidencia de nuestro declive. Recuerdo la secuencia primero del Titanic zozobrando mientras los músicos acompasaban el hundimiento y, poco después, de la fractura del coloso tragado por las negras aguas del Atlántico. Mi conclusión, como se pueden imaginar, es que la culpa de lo que nos pasa no es del flautista de Hamelin, sino del violinista del Titanic. 

El profesional

          La película «El profesional» de 1981 es conocida, fundamentalmente, por dos cosas: por su protagonista Jean Paul Belmondo y por la banda sonora del gran Ennio Morricone. A veces, la versión cine de una novela alcanza unas cotas de popularidad que no se obtuvieron en el papel unos años antes. Es el caso de «Death of a Thin Skinned Animal» de Patrick Alexander, publicada en 1976 y en la que se basa la conocida cinta cinematográfica.

          La historia cuenta, más allá del relato particular, hasta dónde puede llegar una persona convencida de hacer el trabajo de forma profesional. La necesidad de sentir que ha cumplido con el propósito superando, incluso, el nivel de lo razonable o sensato. Belmondo hace uno de esos papeles estelares que están al alcance de muy pocos profesionales, si se me permite este uso intencionado del término que no pretende ser un descuido redundante, sino un recurso cómplice. 

          Decía en una entrevista el gran Mario Vargas Llosa algo así como que él siempre lo tuvo claro desde el principio: todo al mismo propósito. De ninguna manera se resignaba a conformarse con ser un diletante de la literatura; a hacer las cosas a medias o a dejar en el lector ese regusto a refrito mal guisado. Al contrario, ser profesional es una consagración personal al oficio; un voto de lealtad inquebrantable al ejercicio de aquello a lo que uno dedica la vida porque es su vocación.

         Yo decidí ser escritor muy joven, más o menos a los 20 años. Escribí una novela que permanece inédita y no escribí nada más durante los siguientes 35 años. Nunca más he tomado una decisión como esa, una de la que tuviera que arrepentirme el resto de mi vida. Y eso, que me he equivocado como la mayoría de las personas, miles de veces. Sin embargo, y aún así, me resisto a no ser un profesional. El tiempo es importante, pero no puede serlo más que la intención o la determinación. Por eso, si no llego a ser el profesional que pude ser, al menos, tampoco quiero ser el aficionado que, como Mario decía, no valía la pena ser.

          La gloria quizá tenga que esperar, pero que espere ella. O quizá no llegue nunca, o quizá llegue cuando yo no pueda verla ni sentirla y, lo cierto, es que me importa poco. Prefiero que alguien me recuerde con una bonita banda sonora como a Jean Paul Belmondo el día que, como a todos, me toque olvidar los anhelos y deseos incumplidos o satisfechos. Queridos lectores, para todos vosotros: Chi Mai de Ennio Morricone, en una despedida inolvidable de ese sí: el profesional.