Tengo gratos recuerdos de la asignatura de filosofía que realicé allá por mediados de los años ochenta. También de la asignatura de literatura, y recuerdo perfectamente a los dos profesores que la impartían en C.O.U. en el instituto Ramón Carande de Sevilla. Hasta allí había llegado yo, rebotando como todo mal estudiante de un lado para otro. A veces pienso, dado el recorrido académico que tuve después, que el conjunto de mis profesores tuvieron mucho que ver tanto en el rebelde y repetidor que fui, como en el adulto que acabó de sociológo sacando un doctorado.
Del profesor de filosofía recuerdo que fumaba como un carretero durante toda la clase, un Ducados detrás de otro. Y que en la cafetería era frecuente ver como se metía un lingotazo de Veterano a horas un tanto intempestivas. A pesar de ello, sus clases se pasaban volando. Tenía la habilidad de despertar en nosotros la curiosidad, y de avivar los interrogantes que todo chaval de dieciocho o diecinueve años solía tener ante la vida. Las palabras de Platón o Aristóteles, de repente, parecían las mismas que nos preguntábamos algunos en el patio. Entonces el mundo era tan nuevo que no había internet, ni teléfonos móviles y la chavalería solía hablar y pensar, de vez en cuando.
Al profesor de literatura lo recuerdo mejor, porque entonces ya era escritor, que es algo que yo quería ser. Se llama Antonio Rodríguez Almodovar. Hoy tiene 80 años, y casualmente nació el mismo día que yo, eso sí, 24 años antes. Un humanista de Alcalá de Guadaira, con una prolífica obra literaria de novelas y, sobre todo, de cuentos que es su gran especialidad. Don Antonio, hoy es miembro correspondiente de la Real Academia Española de la Lengua. Que yo recuerde ni fumaba ni bebía, y tenía la habilidad en sus clases de hacer que me entraran unas irreprimibles ganas de leer. En los dos años que estuve en aquel instituto, compré y leí las 100 obras más importantes de la literatura clásica, a una por semana.
Mucho ha cambiado el mundo desde 1983, cuando recalé por aquel centro de enseñanza, poco después, aprobé la selectividad e inmediatamente tuve que hacer el petate para ir a Cerro Muriano a cumplir con el servicio militar. Aquellos dos años aportaron más fundamentos a mi forma de pensar y a la construcción de mi personalidad, que todos los cursos anteriores. Y todo ello, gracias a la filosofía y la literatura.
Por eso no puedo entender como en una sociedad tecnológica, donde el conocimiento se adquiere de forma visual sin que, en muchos casos, los alumnos alcancen una mediana comprensión lectora, y en la que las lenguas clásicas han desaparecido, alguien puede tener la idea de eliminar la filosofía como asignatura. ¿Qué será lo próximo, la literatura? Recuerdo una frase de la película La Lista de Schindler que me llamó mucho la atención. En una cola donde los nazis daban o no la tarjeta azul de trabajador esencial, un tal Moses se identificó como profesor de música y literatura y le denegaron el salvoconducto. El hombre, apesadumbrado, preguntaba a su alrededor: ¿Desde cuándo no es esencial la música y la literatura?