Los españoles tenemos la costumbre de coger las vacaciones en agosto de manera mayoritaria. Es cierto, que con el tiempo este hábito ha ido cediendo espacio a otras épocas del año, sobre todo, con la globalización y los trabajos cada vez más deslocalizados y menos dependientes de un jefe y una oficina con horario comercial. Lejos quedan aquellas imágenes del seiscientos cargado como un camello, con las jorobas atestadas de maletas y cachivaches de playa.
Agosto sigue siendo el mes de asueto por excelencia, ese en el que llames a quién llames no está de servicio; en el que hasta las grabadoras automáticas de atención al cliente tardan en soltar el mojito para atender la llamada. Si tienes la mala suerte de que algún cacharro deje de funcionar o se tome un descanso, para tu desesperación, lo más probable es que nadie le eche un vistazo hasta septiembre. Si caminas por la mayoría de las calles comerciales de las ciudades españolas, la sensación vuelve a ser la de los recientes años de la pandemia.
A mí, personalmente, nunca me han gustado las vacaciones en agosto. Al menos, para viajar o dejar mi lugar de residencia habitual. Otra cosa es quedarme en Madrid, conduciendo por la Castellana como si fuera el patio de mi casa o la M30 un circuito privado para desplazarme de un lado a otro. Eso me aporta una extraña sensación de marginalidad, de excluido de la manada que, por raro que parezca, tiene su punto de rebeldía y me proporciona una sensación de libertad muy recomendable.
A veces, camino a solas por un centro comercial casi vacío, en el que el aire acondicionado está ajustado para un volumen de clientes cien veces mayor que los pocos zombies que deambulamos por unos pasillos brillantes e inmaculados. Nos cruzamos sin dirigirnos la mirada, avergonzados de nuestra presencia en tan inapropiado lugar, y temerosos de reconocernos. Algunas puertas automáticas se abren a nuestro paso invitándonos a un espacio igual de vacío, pero más íntimo. De reojo observamos que nadie atiende el negocio, y que las prendas y utensilios están allí colgados de perchas o posados sobre estanterías, sin esperanzas de rescate.