Yo soy la justicia se estrenó en España en 1982, protagonizada por un Charles Bronson en sus mejores momentos. Recuerdo que a mis 17 años pude colarme en el cine (pagando) –ya que era para mayores de 18–, y el argumento me resultó tan impactante como sugerente. Aquel pobre arquitecto, Paul Kersey… Un tipo al que después de perder a su mujer, le secuestran y asesinan a su hija. Decide, entonces, administrar él mismo la justicia a los culpables. O, para ser más precisos, ajusticiar a los criminales.
Con la edad uno va aprendiendo que los argumentos de película difícilmente son trasladables a la vida real. Una sociedad donde cada cual decidiera qué es lo justo para cada agravio, sería una sociedad sin ley y sin justicia, por muy justicieros que fuéramos todos. Desde entonces, comencé a creer que, pese a mi criterio y mis ganas de tomarme la justicia por mi mano, lo más civilizado era creer en el poder judicial. Como es lógico, unas veces me ha dado la razón y otras no.
Nunca como hasta ahora, en esta España de los años 20, se ha denostado tanto y por tanta gente al sistema judicial. Y lo que es más llamativo e intolerable, se hace desde los poderes ejecutivo y parte del legislativo. Con su correspondiente reflejo en el manolito y la pepita de a pie, que han aprendido una serie de frases mantra para cuando una decisión judicial no les cuadra: «eso no es justo». O en su versión más cafetera: «En España no hay justicia, o los jueces son unos fachas».
Para muchos es desconocido que el Estado se compone de diferentes poderes, sin preeminencia de ninguno de ellos: ejecutivo, legislativo y judicial. En realidad, se conciben como contrapoderes para evitar el abuso o la tiranía de un gobierno de turno. Y, por encima de todos ellos, hay una norma jurídica suprema: la Constitución Española. Lo que vivimos en nuestros días con el gobierno actual es un ataque cotidiano y continuado a los poderes del Estado, sobre todo, al judicial. Que hay una presa que nos interesa ideológicamente, indultamos. Una condena que afecta a uno de los nuestros, lo llamamos persecución de jueces fachas. Y, por encima de todo, si hay una sentencia que no nos gusta, la incumplimos y no la acatamos… Es decir, una posición absolutamente beligerante de una parte del Estado contra sí mismo.
Esto, por definición, es el camino seguido por todos los totalitarismos a lo largo de la Historia. Desprestigiar las instituciones del Estado del que forman parte y tratar de ejercer el poder sin control, a modo de satrapía. Este gobierno no se ha sometido a un solo debate sobre el estado de la nación, ni uno. Lo peor de todo, probablemente, es que una parte del pueblo lo da por bueno ingenuamente, sin saber que allana el camino que lleva a la pérdida de su libertad y, quizá algún día, a la imposibilidad de que pueda contar con una justicia que le defienda.