Retomar viejos propósitos es lo que nos planteamos la mayoría de las personas llegadas estas fechas. Muchos de ellos tendrán una esperanza de vida de 30 días, salvo el del gimnasio, que estadísticamente se marchita sobre el 19 de enero: día del abandono deportivo. Luego, volveremos a la normalidad y, por lo general, nunca salimos más fuertes del trance. De hecho, lo habitual es salir con dos o tres kilos de más en el abdomen o las cartucheras y la cuenta corriente con cicatrices y heridas de consideración y pronóstico reservado. Lo sabemos porque los propósitos de año nuevo son casi tan viejos como cada uno de sus propietarios.
Es un ritual que se repite como en la famosa película de Harold Ramis, El día de la marmota (1993). Por cierto, una cinta muy navideña, quizá porque en ella un inspirado Bill Murray nos pone desde entonces frente al espejo. Una metáfora de lo lábil que resulta nuestra determinación incluso cuando se refiere a conseguir una mejora en nuestras vidas. La conclusión es un poco pesimista: no mejoramos porque no queremos. Claro que, si esa conclusión no nos sirve, tenemos otras diez o doce de reserva. Por ejemplo que no me da la vida, o que en el gimnasio hay mucha gente a la hora que yo voy, o que tengo mucho curro, o incluso que mi tía segunda está enferma.
Nos pasamos la vida corriendo como ratones en una noria, y cada doce meses nos preguntamos cómo es posible pisar otra vez el mismo peldaño. Cada vez más cansados y con una mochila de experiencias cuyo peso sobre la espalda se incrementa con las pérdidas, las desilusiones, los buenos propósitos abandonados, y la sensación de que las alegrías y los éxitos y logros duran lo que un resbalón en la escalera. Vivimos alienados como obreros en las fábricas de la Revolución Industrial, atornillando nuestro destino con rutinas desabridas de días y noches idénticas.
Quizá el propósito que no nos atrevemos a plantearnos, por quimérico, sea el de cambiar de vida. Me refiero a salir de la noria como un ratón rebelde que de repente deja de correr hacia ninguna parte. Se para a pensar y concluye que para ese viaje no hace falta un esfuerzo tan repetido e inútil. Que se hace consiente de que al final siempre llega al mismo sitio, una y otra vez, hasta que un día cada vez más cerca, exhausto y sin fuerzas, se dé cuenta de que su vida ha sido rodar y rodar sin otro propósito que seguir girando.
Son viejos propósitos porque no son disruptivos. Creo yo que ni siquiera son propósitos. Los pequeños cambios se los come la costumbre, se diluyen sin dejar huella. Los matices y los detalles marcan la diferencia y hacen de la obra un arte, eso es cierto. Sin embargo, para ello, primero hay que crear algo nuevo e inédito, regalarse una vida o una forma distinta de vivir. Eso sí son buenos propósitos y no los viejos.

Yo hace tiempo que dejé de hacerme «viejos propósitos». Estoy de acuerdo contigo en que para mejorar tu vida no valen.
Así lo veo yo.