Visible e invisible

          Visible o invisible, de eso va el libro que acabo de terminar. Es corto, se lee en una tarde. Lo escribe un periodista conocido en los medios de comunicación. El objetivo del «ensayo» es, según mi entendimiento, decir a los autores o creadores de contenidos que quienes mandan en este mundo son los periodistas. Este objetivo parte de una razón y una premisa: la razón es que ellos son los que mandan, la premisa que si no te sabes dirigir a ellos eres un ceporro. Por ejemplo, si envías un email y te permites unas líneas iniciales de saludo cortés es porque eres gilipollas y les haces perder el tiempo. 

         Yo a menudo pienso lo mismo de mi vecina del quinto. Algunas mañanas se sube al ascensor y me saluda con simpatía, me sonríe y me desea los buenos días. Estoy seguro de que es un tiempo perdido utilizado innecesariamente en los preliminares, y que por ello nunca se consuma la aventura durante el trayecto que, de eso no estoy muy seguro, ella piensa cada día.

          Desde que me dio por escribir e intentar hacerme hueco en el mundo de las letras, solo he encontrado gente que manda. Me refiero a individuos que no escriben ni crean contenidos, pero son los que mandan en el business. Tenemos a los editores, por supuesto, sin ellos nada que hacer. Pero hay que añadir a los libreros, correctores, diseñadores, marquetinianos, distribuidores y, por si fuera poco, los periodistas. Ellos deciden, antes eran los críticos a sueldo, quién es bueno, malo, o qué se da a conocer y qué no.  

          Esto no es nuevo. En el mundo de la música, por ejemplo, ha ocurrido siempre. Cuando el autor llega al plato de lentejas es porque ya ha dado de comer jamón de bellota y langostinos a un número de «gente necesaria» equivalente a cinco legiones romanas. Y si el creador de contenidos quiere jamón y langostinos tendrá que pescar 1 por cada 10 o cortar 10 lonchas para comer 1 y repartir las otras 9. Esto, antes de que Hacienda se arrime al pastel.

          Crear cosas: novelas, poemas, pinturas, estas cosas tradicionales que se comen una parte de nuestras vidas muy considerable, es de tontos y tontas. Por lo general lo hacemos palmando pasta, y cuando en alguna ocasión suena la flauta se sienta a la mesa hasta el Sursuncorda y ya, para colmo, que se llegue el periodista y te diga que además de tonto, te toca pagar la cuenta. 

                   

Literatura y tecnología

          Literatura y tecnología han ido siempre de la mano desde la invención de la imprenta de Gutenberg a finales del s. XV. Incluso antes de ese descubrimiento que marcó un antes y un después, nuestros antepasados habían fabricado herramientas —léase tecnología— para grabar paredes con relatos pictóricos o escribir papiros capaces de perdurar milenios aun siendo obras únicas realizadas con escasos rudimentos.

          Pienso en esto cuando leo y escucho, cada vez con más frecuencia, lo poco que le queda al libro impreso y a los creadores de obras literarias tal como las conocemos desde hace siglos. A esta creencia contribuyen diferentes circunstancias como la enorme oferta audiovisual, los planes de estudio en los que se anulan materias como la filosofía, o el empecinamiento en imponer la formación y el ejercicio de profesiones en lenguas vernáculas que solo hablan un puñado de personas. 

          Por si eso no basta, la IA —inteligencia artificial— está propiciando la aparición de aplicaciones capaces de escribir solo con pedirle que lo haga sobre un asunto determinado. A lo que hay que sumar el auge de los audiolibros para hacernos más perezosos y, en vez de gozar de la lectura y aprender al mismo tiempo, que simplemente nos coman la oreja.

          Aún así, en mi opinión la literatura escrita y quienes a ello se dedican no desaparecerán. Es cierto que el mercado, los avances tecnológicos y el hecho de que cada vez la calidad de lo que se publica es peor, no ayudarán a frenar la tendencia. Una gran mayoría de la oferta literaria, en realidad, no lo es. Son productos impresos en los que presentadoras de la tele, miembros de la farándula, futbolistas o cocineros ponen su nombre y alguien les escribe el resto. A las editoriales les salen los números y eso es todo. Son 300 páginas para regalar en Navidad o un cumpleaños que acaban intactas en una estantería o un cajón.

          Esta semana he oído a un periodista en la caja tonta decir que como boomers es la generación que ahora tiene entre 58 y 77 años, pues que todo el mundo será boomer si vive hasta esa edad. Cambié de canal porque la ignorancia es contagiosa, y me encontré para mi regocijo con la alumna que ha quedado primera en su promoción de periodismo de la Complutense. Me recordó con ternura a aquellas verduleras de mi infancia, que a grito pelado emitían frases mal construidas y casi ininteligibles con la intención de vender sus lechugas. Por eso creo, que después de todo, las cosas no cambian ni tanto ni tan rápidamente. 

Trabajador esencial

          Tengo gratos recuerdos de la asignatura de filosofía que realicé allá por mediados de los años ochenta. También de la asignatura de literatura, y recuerdo perfectamente a los dos profesores que la impartían en C.O.U. en el instituto Ramón Carande de Sevilla. Hasta allí había llegado yo, rebotando como todo mal estudiante de un lado para otro. A veces pienso, dado el recorrido académico que tuve después, que el conjunto de mis profesores tuvieron mucho que ver tanto en el rebelde y repetidor que fui, como en el adulto que acabó de sociológo sacando un doctorado.

          Del profesor de filosofía recuerdo que fumaba como un carretero durante toda la clase, un Ducados detrás de otro. Y que en la cafetería era frecuente ver como se metía un lingotazo de Veterano a horas un tanto intempestivas. A pesar de ello, sus clases se pasaban volando. Tenía la habilidad de despertar en nosotros la curiosidad, y de avivar los interrogantes que todo chaval de dieciocho o diecinueve años solía tener ante la vida. Las palabras de Platón o Aristóteles, de repente, parecían las mismas que nos preguntábamos algunos en el patio. Entonces el mundo era tan nuevo que no había internet, ni teléfonos móviles y la chavalería solía hablar y pensar, de vez en cuando. 

          Al profesor de literatura lo recuerdo mejor, porque entonces ya era escritor, que es algo que yo quería ser. Se llama Antonio Rodríguez Almodovar. Hoy tiene 80 años, y casualmente nació el mismo día que yo, eso sí, 24 años antes. Un humanista de Alcalá de Guadaira, con una prolífica obra literaria de novelas y, sobre todo, de cuentos que es su gran especialidad. Don Antonio, hoy es miembro correspondiente de la Real Academia Española de la Lengua. Que yo recuerde ni fumaba ni bebía, y tenía la habilidad en sus clases de hacer que me entraran unas irreprimibles ganas de leer. En los dos años que estuve en aquel instituto, compré y leí las 100 obras más importantes de la literatura clásica, a una por semana. 

          Mucho ha cambiado el mundo desde 1983, cuando recalé por aquel centro de enseñanza, poco después, aprobé la selectividad e inmediatamente tuve que hacer el petate para ir a Cerro Muriano a cumplir con el servicio militar. Aquellos dos años aportaron más fundamentos a mi forma de pensar y a la construcción de mi personalidad, que todos los cursos anteriores. Y todo ello, gracias a la filosofía y la literatura.

          Por eso no puedo entender como en una sociedad tecnológica, donde el conocimiento se adquiere de forma visual sin que, en muchos casos, los alumnos alcancen una mediana comprensión lectora, y en la que las lenguas clásicas han desaparecido, alguien puede tener la idea de eliminar la filosofía como asignatura. ¿Qué será lo próximo, la literatura? Recuerdo una frase de la película La Lista de Schindler que me llamó mucho la atención. En una cola donde los nazis daban o no la tarjeta azul de trabajador esencial, un tal Moses se identificó como profesor de música y literatura y le denegaron el salvoconducto. El hombre, apesadumbrado, preguntaba a su alrededor: ¿Desde cuándo no es esencial la música y la literatura?