La ceguera blanca

          Leí la novela «Ensayo sobre la ceguera» de José Saramago a finales de los años noventa, poco después de su publicación en 1995. No era la primera obra del escritor portugués que leía, pero el hecho de que en 1998 le concedieran el Nobel incentivó un poco más mi acercamiento a su obra. Es una historia distópica llena de simbolismo y, aunque han pasado casi treinta años, es del todo actual, tanto que me atrevería a considerarla premonitoria.

          La pandemia de ceguera que afecta a la sociedad y el pánico que se produce entre las gentes ficticias del relato permite que aflore la amoralidad en su estado más primitivo. Saramago nos muestra la esencia humana en un punto cercano a la locura, en el que la ausencia de valores es absoluta. Conceptos como lo bueno o lo malo, la verdad o la mentira, lo correcto o lo vil desaparecen de forma progresiva. Las mentes más miserables y abyectas se hacen con el control de la situación.

          No se trata ya de una sociedad líquida en el sentido de Zygmunt Bauman, en la que los conceptos se diluyen, sino de una degeneración completa rayana en la pérdida de lucidez. El misterio que Saramago no nos desvela en la novela es el motivo que lleva a algunos a tomar ese camino de degradación. Debemos suponer que es por la única razón de ejercer el poder absoluto desde la locura, cosa que ya hiciera Nerón en tiempos del Imperio romano.

          El autor nos deja una esperanza en uno de los personajes: la mujer del médico. Un caso rara avis que al no estar contaminada trata de ayudar en lo posible a remediar el caos. No es tarea fácil, en un entorno donde la realidad deja de existir y los días dependen de la voluntad del tirano, según lo que en cada momento su patológica conducta desprenda acerca de qué es lo que hay que hacer o quién debe vivir y quién no. 

          Decía que se trataba de una distopía e incluso un relato premonitorio porque es obvio que hoy vivimos una situación de pérdida similar de la lucidez y del criterio racional. Hoy se defiende con soltura y sin el menor reparo lo que en otro tiempo habría sido vergonzante y reprobado por la mayoría. El tirano puede decidir un lunes cualquiera que la luna es verde y cuadrada y que de ella cuelgan aceitunas. No importa, la camarilla abducida lo jura si es necesario, afectada  como está por la pandémica ceguera. No haré espóiler, pero quizá solo nos quede la esperanza de que la mujer del médico salga del relato y nos libre del tirano.  

Ensayo y error. Serie de post «the missing link» 2

          Todo lo hecho y conseguido por el hombre ha sido a base de ensayo y error. O dicho de otro modo, vas y pruebas, te la pegas y lo intentas de otra manera. No es que sea un método muy sofisticado, pero funciona para casi todo el mundo. Siempre hay, como es conocido, quien prefiere reiterar en el error hasta hacerse daño, pero ese es tema para otro día. En el mundo empresarial, siempre dado a los eufemismos, se le llama hacer un ensayo piloto. En la ciencia también, pero en vez de meter a un piloto en un transbordador espacial para convertirlo en polvo estelar, meten a un macaco en una jaula y le pinchan cosas en el lomo.

          En la película dirigida por Franklin J. Schaffner basada en la novela de Pierre Boulle, «El planeta de los simios» (1968), las tornas cambian y son los humanos quienes hacen de cobayas. Hoy decimos que se trata de un relato distópico. Los simios evolucionaron a partir de la raza humana, o prevalecieron, después de que nosotros destruyéramos el mundo tal y como lo conocíamos en el siglo xx. Mi teoría es que no necesitaremos llegar al año 3978 como en la historia protagonizada por el coronel George Taylor (Charlton Heston), sino que ocurrirá mucho antes.

          Después de 1945 y del lanzamiento de las armas nucleares inventadas por Robert Oppenheimer, el mundo ha conocido un tiempo de paz a nivel global (guerras locales o bilaterales no ha dejado de haber nunca), impensable hasta entonces, a la luz de la Historia desde tiempos de Alejandro Magno. Una amenaza con un poder disuasor tan grande que hizo impensable usarla unos contra otros por lo absurdo del resultado final: no es posible el juego de suma cero si el resultado es cero ganadores.

          Pensaba esto mientras escribía mi ya avanzada segunda novela, porque esta semana ha saltado una nueva alerta mundial en China que ha colapsado los hospitales. Un virus respiratorio que ataca selectivamente a los niños. La parte de la población no ensayada con el COVID-19 y que tuvo como diana primaria a la población mayor. Hemos pasado de las residencias de ancianos a las guarderías infantiles. La pregunta es: ¿Y si somos un gigantesco laboratorio planetario antes de poner en marcha el plan definitivo? Es posible que China, que en asuntos de población masiva tiene experiencia, haya entendido antes que nadie que dentro de poco no vamos a caber todos en este planeta. O, al menos, no todos haciendo cada cual lo que mejor le parezca, es decir, no todos en libertad.

          Si la fisión nuclear nos pareció un engendro del diablo, soplado al oído a Oppenheimer, un arma biológica sin restricciones puede ser el siguiente paso hacia la distopía. Y usted se preguntará qué encontraremos allí. Algo que Zaira ya le preguntó a Zaius: «¿Qué encontraré allí, doctor?» y él contestó: «Su destino».

To be continued. 

El club de los sueños cumplidos

          En pocos lugares como en un club de lectura se vive la magia de los sueños cumplidos. Ayer, después de la escena final del encuentro se apagaron los focos, cayó el telón, cesaron los comentarios, y quedaron apaciguados los ánimos. Fue el momento de la verdad. Como ocurre en el teatro, en las tramoyas la ficción se revela y no se conforma con ser un invento del autor. Al contrario, se hace presente y como el famoso protagonista de madera de Carlo Collodi, lucha por alcanzar su alma de niño para ver cumplidos sus sueños.

          Collodi es una hermosa localidad de la Toscana en Italia. Allí hay un precioso parque dedicado a Pinocchio, la obra mundialmente conocida del escritor florentino Carlo Lorenzini que es su verdadero apellido. Ayer sábado, decía que en el primer aniversario del Club de lectura Sevilla, recibimos a Aldo Ares, un escritor argentino enamorado de Florencia. La obra que nos trajo: «El nieto del misionero». Un original artefacto literario repleto de pinceladas y anécdotas del Renacimiento. Sala llena, y una generosa participación de las nuevas incorporaciones a quienes aprovecho para expresarles una afectuosa acogida.

          Paso a paso, aprovechamos para dar un singular paseo partiendo de la Piazzale Michelangelo, era visita obligada la vista de la ciudad desde ese punto. Prendados del Duomo hicimos una incursión de la mano de personajes como Michelangelo, Savanorola, Leonardo o Los Medici, entre otros, por los vericuetos de las calles florentinas. Asistimos a alguna ceremonia inquisitorial y analizamos el papel de la Iglesia y sus papas en la época. Mientras caminábamos también nos llegó algo de música de reguetón, y el olor a horno de leña donde se preparaba la pasta para degustar con los caldos de la Toscana.

              Al final de la caminata, un poco cansados y acalorados hicimos una parada en el camino. Fue el momento de la tertulia más distendida, donde por aquello de tener presente nuestros orígenes, nos despachamos una paella junto con otras viandas. Que fácil fue entonces descubrir las ilusiones de quienes escriben o aspiran a hacerlo, de quienes leen y disfrutan con los mundos creados por los autores y del encuentro entre unos y otros.

             Mientras observaba la escena pensé que el Club de lectura Sevilla, que cumplía su primer aniversario, era también el Club de los sueños cumplidos. Desde la nada a una iniciativa que ya toma cuerpo. Y para celebrarlo, habíamos viajado a Florencia de la mano de Aldo Ares, hicimos de la ficción la virtud de sentirnos en las vidas de otros y en otro tiempo. La literatura es, ante todo, un lugar de encuentro atemporal en el que es posible crear una burbuja mágica en la que pasar unas horas aspirando a dejar de ser un muñeco de madera.   

          

Dolorosa certeza

          Olvidamos con frecuencia la dolorosa certeza de que somos seres humanos. Acostumbrados como estamos a escuchar desde que nacemos, y creer de mayores, que esa casualidad es una maravilla incontestable. No cabe duda de que, al menos a priori, es mejor pertenecer a la especie humana que ser un roedor o un reptil. Lo que no es óbice para que haya humanos que se comporten como ratas o se arrastren como serpientes. Paradójico resulta que ninguna de esas criaturas se comporte jamás como una persona, por algo será.

          La evolución de nuestro cerebro nos faculta de habilidades para prevalecer como especie dominante, al menos de momento, al precio nada barato de exterminarnos de forma constante e inmisericorde desde que aparecimos sobre la Tierra, hace unos cien mil años. No solo nos liquidamos a nosotros mismos, sino al resto de la fauna animal y vegetal y, cada vez más, al propio planeta en el que vivimos. Destruimos por encima de nuestras posibilidades, y nos llamamos a nosotros mismos individuos civilizados.

          El humano nada tiene que envidiar al comportamiento de un virus cualquiera, por ejemplo el Corona o similar. No en vano, somos un conglomerado de virus y bacterias envueltos en cuero y dotados de un centro de mando gelatinoso encima de los hombros. Un mando cuyo timón, con frecuencia, lo maneja un mono borracho o una orangutana hasta las trancas de maría. ¿Qué puede salir mal?

          Pensaba esto porque esta semana ha empezado otra guerra en Oriente Medio. Entre esos que tanto proclaman su amor por Dios. Decía Iván Karamazov: «Si Dios no existe, todo está permitido». Dostoyevski intuyó una de nuestras humanas debilidades y la señaló en la genial obra «Los hermanos Karamazov»: hacer lo contrario de lo proclamado. Luchar, matar y morir en nombre de aquello en lo que no creemos. Quizá sea esa  certeza dolorosa la que lleva al humano a comportarse peor que una alimaña contra sus propios congéneres. La desesperación que produce la conciencia del ser.

          Hemos tenido cien milenios para aprender a convivir y acostumbrarnos a nosotros mismos, sin éxito. Es difícil perseverar durante tanto tiempo en el error. Tan difícil, que quizá no sea un error sino la constatación de un hecho que ya resulta irrefutable. Una dolorosa certeza: el ser humano no es lo que los bien pensantes y parlantes nos cuentan, sino lo que nuestros ojos horrorizados ven cada día. Lo que la especie humana se hace así misma y a todo lo que la rodea. Eso es lo que nos describe y nos define.   

Al calor de Lolita

          La Casa del Libro, un edificio de cuatro plantas en el centro de Sevilla, parecía un hormiguero en hora punta. Había caminado desde el Paseo de Colón zigzagueando entre turistas abrumados por el calor, carritos todoterreno de recién nacidos adormilados y algún que otro goloso lamiendo una bola de helado. Los grifos de cerveza, cercana ya la hora del mediodía, comenzaban a llenar los vasos y las jarras de una tropa sedienta. Al atravesar la puerta de la librería, mi agobio se vio reconfortado por el aire acondicionado y, sobre todo, al ver las colas en las cajas para comprar libros. También había sed de lectura y de conocer nuevas historias.

          En la última planta, destinada a las actividades culturales, en una cómoda sala que ya conocía, el Club de Lectura Sevilla nos había convocado al calor de Lolita. La célebre novela publicada en 1955 por Vladimir Nabokov. Una obra controvertida y criticada a partes iguales, tildada de genialidad o de simple pornografía, según quién y según cuándo la haya leído o se haya dejado llevar por la opinión de otros para subirse al carro de moda.

          La sala se llenó de lectoras con la novela en la mano, en el bolso o en el recuerdo. Pero todas, con un ojo crítico experto. No es fácil encontrar un público capaz de analizar en profundidad, de manera certera y desde múltiples perspectivas, un libro como Lolita. Se expusieron los sentimientos que su lectura provoca, sin duda en muchas personas, al tratar de un asunto como la pederastia. Lo fácil habría sido quedarse en ese punto y pasar página, pero no fue el caso. El debate fue mucho más enriquecedor y acertado, alejado de una simple corriente de opinión bien pensante.

          La mirada puesta en una sociedad hipócrita como la estadounidense de los años cincuenta, en el elemento denuncia implícito en la novela. El acento en la habilidad del autor para tocar a los personajes con respeto, para coser una historia con hilos de maestría literaria. Una de las participantes confesó que tras terminar la última página del libro había comenzado por la primera. Lo llevaba consigo, como se custodian los objetos a los que concedemos valor y el privilegio de acompañarnos a pasear un sábado por la mañana.

          El encuentro finalizó tras hora y media que a mí, personalmente, me pareció apenas un suspiro o una conversación casual con una amiga en cualquier esquina del centro de la ciudad. Volví a sumergirme en el mar de personas que inundaban el casco antiguo de Sevilla, con el calor añadido por la reunión de este Club de Lecturas. Noté tras de mí unos pasos más cercanos de lo habitual, me giré pero solo había sido una sensación mía. Sin embargo, al volver sobre mis pasos sentí que una voz grave me susurraba al oído: spasibo

Visible e invisible

          Visible o invisible, de eso va el libro que acabo de terminar. Es corto, se lee en una tarde. Lo escribe un periodista conocido en los medios de comunicación. El objetivo del «ensayo» es, según mi entendimiento, decir a los autores o creadores de contenidos que quienes mandan en este mundo son los periodistas. Este objetivo parte de una razón y una premisa: la razón es que ellos son los que mandan, la premisa que si no te sabes dirigir a ellos eres un ceporro. Por ejemplo, si envías un email y te permites unas líneas iniciales de saludo cortés es porque eres gilipollas y les haces perder el tiempo. 

         Yo a menudo pienso lo mismo de mi vecina del quinto. Algunas mañanas se sube al ascensor y me saluda con simpatía, me sonríe y me desea los buenos días. Estoy seguro de que es un tiempo perdido utilizado innecesariamente en los preliminares, y que por ello nunca se consuma la aventura durante el trayecto que, de eso no estoy muy seguro, ella piensa cada día.

          Desde que me dio por escribir e intentar hacerme hueco en el mundo de las letras, solo he encontrado gente que manda. Me refiero a individuos que no escriben ni crean contenidos, pero son los que mandan en el business. Tenemos a los editores, por supuesto, sin ellos nada que hacer. Pero hay que añadir a los libreros, correctores, diseñadores, marquetinianos, distribuidores y, por si fuera poco, los periodistas. Ellos deciden, antes eran los críticos a sueldo, quién es bueno, malo, o qué se da a conocer y qué no.  

          Esto no es nuevo. En el mundo de la música, por ejemplo, ha ocurrido siempre. Cuando el autor llega al plato de lentejas es porque ya ha dado de comer jamón de bellota y langostinos a un número de «gente necesaria» equivalente a cinco legiones romanas. Y si el creador de contenidos quiere jamón y langostinos tendrá que pescar 1 por cada 10 o cortar 10 lonchas para comer 1 y repartir las otras 9. Esto, antes de que Hacienda se arrime al pastel.

          Crear cosas: novelas, poemas, pinturas, estas cosas tradicionales que se comen una parte de nuestras vidas muy considerable, es de tontos y tontas. Por lo general lo hacemos palmando pasta, y cuando en alguna ocasión suena la flauta se sienta a la mesa hasta el Sursuncorda y ya, para colmo, que se llegue el periodista y te diga que además de tonto, te toca pagar la cuenta. 

                   

Literatura y tecnología

          Literatura y tecnología han ido siempre de la mano desde la invención de la imprenta de Gutenberg a finales del s. XV. Incluso antes de ese descubrimiento que marcó un antes y un después, nuestros antepasados habían fabricado herramientas —léase tecnología— para grabar paredes con relatos pictóricos o escribir papiros capaces de perdurar milenios aun siendo obras únicas realizadas con escasos rudimentos.

          Pienso en esto cuando leo y escucho, cada vez con más frecuencia, lo poco que le queda al libro impreso y a los creadores de obras literarias tal como las conocemos desde hace siglos. A esta creencia contribuyen diferentes circunstancias como la enorme oferta audiovisual, los planes de estudio en los que se anulan materias como la filosofía, o el empecinamiento en imponer la formación y el ejercicio de profesiones en lenguas vernáculas que solo hablan un puñado de personas. 

          Por si eso no basta, la IA —inteligencia artificial— está propiciando la aparición de aplicaciones capaces de escribir solo con pedirle que lo haga sobre un asunto determinado. A lo que hay que sumar el auge de los audiolibros para hacernos más perezosos y, en vez de gozar de la lectura y aprender al mismo tiempo, que simplemente nos coman la oreja.

          Aún así, en mi opinión la literatura escrita y quienes a ello se dedican no desaparecerán. Es cierto que el mercado, los avances tecnológicos y el hecho de que cada vez la calidad de lo que se publica es peor, no ayudarán a frenar la tendencia. Una gran mayoría de la oferta literaria, en realidad, no lo es. Son productos impresos en los que presentadoras de la tele, miembros de la farándula, futbolistas o cocineros ponen su nombre y alguien les escribe el resto. A las editoriales les salen los números y eso es todo. Son 300 páginas para regalar en Navidad o un cumpleaños que acaban intactas en una estantería o un cajón.

          Esta semana he oído a un periodista en la caja tonta decir que como boomers es la generación que ahora tiene entre 58 y 77 años, pues que todo el mundo será boomer si vive hasta esa edad. Cambié de canal porque la ignorancia es contagiosa, y me encontré para mi regocijo con la alumna que ha quedado primera en su promoción de periodismo de la Complutense. Me recordó con ternura a aquellas verduleras de mi infancia, que a grito pelado emitían frases mal construidas y casi ininteligibles con la intención de vender sus lechugas. Por eso creo, que después de todo, las cosas no cambian ni tanto ni tan rápidamente. 

Trabajador esencial

          Tengo gratos recuerdos de la asignatura de filosofía que realicé allá por mediados de los años ochenta. También de la asignatura de literatura, y recuerdo perfectamente a los dos profesores que la impartían en C.O.U. en el instituto Ramón Carande de Sevilla. Hasta allí había llegado yo, rebotando como todo mal estudiante de un lado para otro. A veces pienso, dado el recorrido académico que tuve después, que el conjunto de mis profesores tuvieron mucho que ver tanto en el rebelde y repetidor que fui, como en el adulto que acabó de sociológo sacando un doctorado.

          Del profesor de filosofía recuerdo que fumaba como un carretero durante toda la clase, un Ducados detrás de otro. Y que en la cafetería era frecuente ver como se metía un lingotazo de Veterano a horas un tanto intempestivas. A pesar de ello, sus clases se pasaban volando. Tenía la habilidad de despertar en nosotros la curiosidad, y de avivar los interrogantes que todo chaval de dieciocho o diecinueve años solía tener ante la vida. Las palabras de Platón o Aristóteles, de repente, parecían las mismas que nos preguntábamos algunos en el patio. Entonces el mundo era tan nuevo que no había internet, ni teléfonos móviles y la chavalería solía hablar y pensar, de vez en cuando. 

          Al profesor de literatura lo recuerdo mejor, porque entonces ya era escritor, que es algo que yo quería ser. Se llama Antonio Rodríguez Almodovar. Hoy tiene 80 años, y casualmente nació el mismo día que yo, eso sí, 24 años antes. Un humanista de Alcalá de Guadaira, con una prolífica obra literaria de novelas y, sobre todo, de cuentos que es su gran especialidad. Don Antonio, hoy es miembro correspondiente de la Real Academia Española de la Lengua. Que yo recuerde ni fumaba ni bebía, y tenía la habilidad en sus clases de hacer que me entraran unas irreprimibles ganas de leer. En los dos años que estuve en aquel instituto, compré y leí las 100 obras más importantes de la literatura clásica, a una por semana. 

          Mucho ha cambiado el mundo desde 1983, cuando recalé por aquel centro de enseñanza, poco después, aprobé la selectividad e inmediatamente tuve que hacer el petate para ir a Cerro Muriano a cumplir con el servicio militar. Aquellos dos años aportaron más fundamentos a mi forma de pensar y a la construcción de mi personalidad, que todos los cursos anteriores. Y todo ello, gracias a la filosofía y la literatura.

          Por eso no puedo entender como en una sociedad tecnológica, donde el conocimiento se adquiere de forma visual sin que, en muchos casos, los alumnos alcancen una mediana comprensión lectora, y en la que las lenguas clásicas han desaparecido, alguien puede tener la idea de eliminar la filosofía como asignatura. ¿Qué será lo próximo, la literatura? Recuerdo una frase de la película La Lista de Schindler que me llamó mucho la atención. En una cola donde los nazis daban o no la tarjeta azul de trabajador esencial, un tal Moses se identificó como profesor de música y literatura y le denegaron el salvoconducto. El hombre, apesadumbrado, preguntaba a su alrededor: ¿Desde cuándo no es esencial la música y la literatura?