No hay nada tan clarificador para entender la evolución del lenguaje como relacionarse, siquiera durante un cumpleaños, con miembros de generaciones diferentes. Por ejemplo y en mi caso particular, con una joven de la generación Z: mi sobrina Ana, que acaba de cumplir sus 18 primaveras. Entre risas con ella y con mi hermano (su padre), aprendí ayer que los escritores debemos explorar esos territorios de significado que desconocemos. Territorios por completo ajenos al habla habitual de quienes ya ni siquiera pintamos canas porque no tenemos donde pasar la brocha.
De qué otro modo podría alguien escribir una historia que llegue a interesar a los más jóvenes si nunca ha tenido noticias de la existencia de una RAVE o de un Parquineo. Incluso desconozco si esas palabras están bien escritas. Al parecer, la chavalería hoy monta fiestas breakbeat, en las que se reparten calificaciones entre las chicas acerca de lo agraciados o no que les resultan su congéneres varones.
Nunca se me hubiera ocurrido que esos chavales que, desgraciadamente y por pura inconsciencia, caen en las garras de la toxicidad y se quedan escuetos reciban el apelativo de comíos: un tipo flaco y desmejorado según me aclaró. O que los menos agraciados debido a su fealdad ahora sean calificados como cracos. Tuvo mi sobrina que apuntarme una lista con el bolígrafo prestado de una camarera una cantidad extensa de terminología Z que me resultaba ajena, además de profusa en lo descriptivo cuando se conoce la semántica de cada término de ese lenguaje particular.
Me vino a la mente otro detalle. En la Feria del Libro de Madrid de hace un par de años, mientras firmaba en la caseta de Publishers Weekly, mi cuñada se acercó a saludarme con mi sobrino Tristan de apenas 8 años. Al verme escribir las dedicatorias con una estilográfica Montblanc que tengo en mucho aprecio, le hizo ver al niño el artilugio como si estuviera usando una pluma de ganso, o un artefacto arqueológico. Lo malo es que el pequeño quedó fascinado por el hecho de que algo así pudiera usarse para escribir.
Nunca he sido, o no me he considerado un abuelo cebolleta, de hecho no tengo nietos. Sin embargo, cada año que pasa me voy dando cuenta de lo fácil que es quedarse atrás en los usos y costumbres de las nuevas generaciones. No todo se aprende en Internet o en las bibliotecas, hay que salir y hablar con los más jóvenes. Hay que preguntarles y averiguar qué se dicen entre ellos, cómo se comunican, o de lo contrario no salimos de escuchar siempre las mismas canciones de la Pantoja o Paquito el Chocolatero. Y claro, así vender historias es cada vez más complicado.
Querido, Miguel Ángel.
Tienes toda la razón. Esta generación es otro cuento y otra historia que contar.
Gracias por escribir.
Un abrazo.
Gracias, compañera. Te deseo todos los éxitos posible con Amanda. Precioso nombre.
🤣 🤣 🤣 🤣 No paro de reír al leer tu artículo, porque siempre he sido muy consciente de que son los jóvenes los que imponen cambios al lenguaje y a las tendencias sociales que vienen surgiendo.
Es cierto, hay que conocerlos a ellos si queremos mantener una comunicación clara. Un escritor no puede pasar de esa generación. Pero, lamentablemente, muchos se creen que son los llamados a dar lecciones.
Me alegra saber que eres uno de los pocos, que rompe esas barreras mentales que las personas de cierta edad se imponen, olvidando que un día ellos también fueron jóvenes y marcaron tendencias.
Bravo y Oléééé por ti mi amigo.
Gracias, amiga. me voy terapia recuperarme de lo de {cierta edad}, Bss.
Tus artículos los espero siempre por certeros y de buen dardo con la actualidad que cuentas, y en este caso es, además, de los que se leen con una sonrisa en los labios…..y te lo dice un padre de dos adolescentes…..sigue así…fuerte abrazo.
Fuerte abrazo, amigo.
¡Genial, como siempre! Enhorabuena, compañero. Un abrazo.
Gracias, compañera. Envidioso me tienes de la aventura argentina.
Un abrazo.