La gasolinera trampa

          La gasolinera trampa es una en la que yo he caído en varias ocasiones. Se sabe cuándo se entra pero no cuándo se podrá salir ni en qué condiciones psicológicas. Todo depende de una combinación de azares y personajes que, en algunos casos, me temo que viven en ellas enredados entre las estanterías, atrapados por los donuts y las latas de aceite para los coches. Se trata de individuos que un fatídico día entraron a por algo y desde entonces no encuentran la salida ni un motivo para volver a sus quehaceres. 

          De vez en cuando, y aquí está la trampa, uno de esos zombies andantes se acerca a la caja porque recuerda que ha repostado en algún momento. Además, ha decidido que quiere varias zarandajas adicionales: un paquete de chicle, una barra de pan, un rasca de la ONCE y que le pongan un cortado con la leche templada y sacarina en vaso de cristal pero tipo caña. Cosas todas ellas, que la única persona que atiende la caja debe hacer mientras una fila de incrédulos clientes va creciendo.

          Lo primero que hace quien atiende el negocio es poner a calentar la leche en la máquina, convirtiendo la tienda en una pista de pruebas de motores a reacción. Luego, sale corriendo hacia la caja, porque una serie de nuevos conductores aprietan todos los botones de todos los surtidores haciendo sonar varias alarmas a la vez. Consigue aplacar el pio pio y se dispone a cobrar el combustible de nuestro amigo que, ahora, no recuerda muy bien el número de surtidor y tiene que salir a comprobarlo entre miradas poco amistosas. Mientras tanto, la leche ha hervido hasta la evaporación y la cajera ha marcado el resto de productos del colega. Varios de ellos a mano, porque el lector no pilla el código de barras.

          El número 6 le anuncia en voz alta, pero el 6 no puede ser porque alguien está repostando ahora en el 6. Así que mirando por la ventana, a duras penas entre ambos, identifican la columna correcta que es la 7. La cola de gente ya da la vuelta a la manzana. ¿Cómo va a pagar? Con Waylet contesta tranquilamente. Una vez hecho el cargo, recuerda que con Waylet sólo quiere pagar el combustible y el resto en metálico. Nuevo abono, nuevo cargo y 27 euros de chucherías, pero he ahí que recuerda disponer de unos tickets descuento en la app de la marca. La abre pero no sabe buscarlos. La compungida cajera suda la gota gorda, ayuda pasando pantalla tras pantalla, mientras los murmullos de protesta comienzan a ser evidentes. Resulta que los tickets descuento los había gastado la vez anterior. En metálico no tiene 27 euros, así que debe soltar algo que le cuadre para usar los 23,50 disponibles.

          A estas alturas, quien padece de la tensión y no ha tomado el Enalapril de esa mañana está a punto de fibrilar o de cometer un homicidio en un arranque de ira. Comienzan a escucharse desde atrás incluso algún insulto en plan este tío es gilipollas, y cosas por el estilo. La guinda la pone cuando ya todo el mundo pensaba que se iba por dónde había llegado y entonces dice: necesito factura, te doy los datos mientras me tomo el café, y se tienen que sujetar unos clientes a otros para no ajusticiarlo allí mismo. 

          

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