Esta semana leía que la universidad de Northwestern en Illinois, publicaba un estudio cuyo resultado más señalado es que las personas somos cada vez más tontas. Personas en general (género humano). Desconozco el mérito académico que tiene observar un hecho tan evidente y nítido para hacerlo pasar por un estudio científico. Pero en fin, al menos, se le ha dado difusión a algo que poca gente ignora y puede comprobar sin ningún esfuerzo así que vaya, por ejemplo, a comprar el pan o el periódico.
Una de las evidencias del estudio se basa en los libros más vendidos. Yo ahí lo dejo, pero algo se tendrán que hacer mirar quienes los escriben, quienes los publican y, sobre todo, los lectores que los compran para leerlos, regalarlos o, en muchos casos, ocupar espacio en esas estanterías huérfanas de contenido. Ya lo dijo el periodista Carlos Herrera referido a nuestro país: «En España hay más tontos que botellines, no caben más. Llega uno por La Coruña y se caen dos al mar por Algeciras».
Yo confieso que me siento tonto entre los tontos, lo que supongo que algún mérito tiene. Es posible que con los años haya ido perfeccionando mi inutilidad para realizar tareas cotidianas. Por ejemplo, no me siento capaz de abrir con facilidad un envase de plástico de esos que llevan dentro un cable o conector, y que también se venden con algunos elementos de escritura: lápices o rotuladores. Con las manos me resulta imposible, son indeformables. Pero tampoco crean que a cuchillo o con tijeras la cosa mejora mucho. Hay que montar en casa, encima de la encimera, un auténtico disparate de navajazos y cortes para hacerse con el puñetero trozo de madera para escribir, o con el puto cable para el móvil.
Pensaba esto, porque esta semana me llamó alguien del banco para decirme que a partir de ahora solo podría firmar las operaciones usando otra app de ese mismo banco. Es decir, ya tengo banca online en el ordenador, pero ahora necesito una app más para las firmas y que, además, solo se usa con el smartphone. Aquí, reconozco que me pilló un poco ocioso y le dije a la señorita que llamaba desde el Caribe —(lo sé por el acento y la hora de la llamada—durante la siesta—, que yo no tenía smartphone. De repente, se le desmontó el argumentario: sin el aparato, nada que hacer, pero tiró de ingenio. Me sugirió que llevara conmigo, como si fuéramos siameses, a un hermano mío con smartphone, a un sobrino, o a alguien dispuesto a hacer de Lazarillo bancario en caso de necesidad. Le hice notar, la dificultad de convencer a alguien de semejante tarea. Antes de que el diálogo de besugos terminara, después de muchos tiras y aflojas, me ofreció apuntarme gratis a un curso de aprendizaje de la app cuando me comprara un smartphone. He cambiado de banco.
Con todo, lo que más me irrita son las tareas simples que alguien se encarga de complicar por pura sevicia. Se han puesto de moda las botellas de agua de cristal en los restaurantes (bien por eso). Pero en venganza, traen un tapón de aluminio que para abrirlo hay que hacer el mismo esfuerzo que para cambiar la rueda del coche. Además, desprende una tira cortante como una navaja, capaz de seccionar un dedo sin el menor inconveniente. Observe, y descubrirá de lo que hablo, una pista: el camarero siempre se la dejará cerrada para que la abra usted, que se supone que es el tonto.
Nos hemos empeñado en hacer la vida antipática, nada de ir a lo fácil: eso de que las roscas de los envases abran y cierren con normalidad olvídelo, que los cajeros automáticos funcionen en verano es un mito, y aun menos pagar el parquin sin echar un rato en descubrir dónde está el lector de huellas, la ranura de la tarjeta o cómo se cambia el idioma que alguien de Castellón ha dejado en swahilli, solo por joder. Las cosas hay que hacerlas complicadas, antipáticas, difíciles de manejar, para que así pueda venir algún salvador de la gente de la calle a decirnos cuáles son nuestros derechos como honrados gilipollas con cara de paganinis.
La imbecilidad humana que se originó con las dos primeras personas nacidas del primer huevo, inició su recorrido en la eclosión de ése. Desde entonces no ha cesado en su movimiento siempre in crescendo… Al principio eliptico como un simple remolino, ascendiendo a helicoide convirtiendose en un creciente tornado, hasta llegar a la dimensión de una galaxia… y superándose todavía más hasta convirtiéndose en todo un universo y así continuando hacia los próximos multiversos…
Recuerdo un chiste machista, 🙏 pido perdón y advierto que puede herir las sensibilidsdes antimachistas, (entonces sugiero no sigan leyéndome)…
Era un papel, la mitad de una octavilla que decía:
¿Qué se necesita para entender a un hombre? Muy fácil, sólo sexo y comida.
Luego había una libro tan grueso que sobrepasaba la altura del Everest, que se titulaba: ¿Qué se necesita para entender a una mujer?
Yo pienso que si existiera un libro que se titulara ¿Qué se necesita para entender la imbecilidad humana? El grosor de ése, sobre pasaría en dimensión unos cuantos centimetros más que la distancia que separa nuestro planeta de ALFA CENTAURI.
🤣 🤣🤣🤣🤣🤣🤣
🙂 Me has hecho reír, gracias estimado, Juan. Hay una cosa que siempre he tenido por cierta. Nada identifica más fácilmente a una persona inteligente que el sentido del humor.
Feliz domingo.
Me alegra el efecto conseguido en tí. Dicen al mal tiempo, buena cara. Ante ese colosal problema, cuya solución no está en nuestras manos, que mejor que tomarlo con humor.
Sí, creo tener sentido del humor y quisiera tenerlo siempre, porque eso alimenta mi alma de felucidad.
Sin embargo, ya me gustaría a mí ser inteligente, porque así rebajaría unas milésimas de centímetro el geosor del último libro del que te hablé.
Un abrazo, Miguel Ángel.
simplemente GENIAL!!!! ESTUPENDO. amigo!!!!××××
Gracias, Rosa. Un abrazo.
Comparto totalmente tu opinión. Me ha encantado todo lo que cuentas en esta entrada. Y tienes toda la razón con eso de la botella de agua, lo he vivido en carnes propias, no hay quien pueda abrir ese condenado tapón sin sanjarse un dedo.
🙂 Y nunca te la abre el camarero, por si acaso.