Caza de brujas

          A principios de la Edad Moderna, allá por el siglo XV, nació en Europa un fenómeno conocido como «Caza de Brujas». Un despropósito colectivo consistente en la persecución de, sobre todo mujeres, acusadas de practicar y alentar un nutrido catálogo de acciones contrarias a la Iglesia o a las normas de convivencia. Un puritanismo fariseo que, cinco siglos después, en España mantiene una vigencia y fortaleza de primer orden.

          Si eras víctima de la cacería, lo más probable es que ardieras entre teas impregnadas de miedos, recelos, odios y fantasmas que era necesario conjurar mediante las llamas de una buena pira en plaza pública. Un espectáculo jaleado por una muchedumbre gritona y sedienta de sangre ajena, una masa cuyo apetito de carnaza nunca llegaba a verse del todo saciado. Un esperpento impulsado por unos poderes que necesitaban alimentar, de vez en cuando, el resentido lado oscuro de la gente.

          Recordaba este antiguo fenómeno social viendo en Netflix un brillante y recomendable documental sobre el caso Wanninkhof – Carabantes, los apellidos de dos chavalas asesinadas hace ahora veinte años (entre 1999 y 2003): Rocío y Sonia. Fue de tal calado el impacto social de la primera muerte, la de Rocío Wanninkhof, que la premura por hacer justicia llevó a una inocente, Dolores Vázquez, a pagar una infamante injusticia. Una amiga de la madre de la víctima convertida en bruja por los medios de comunicación, los gurús de las tertulias, los carroñeros y, sobre todo, por el pueblo ciego, desquiciado y sediento de carnaza.

          Es desgarrador imaginar lo que aquella inocente debió sentir al ser abucheada mientras era conducida por la policía o los guardias civiles. Esposada y tapada la cabeza, insultada y ultrajada sin piedad al grito de asesina por sus propios vecinos, vilipendiada en noticiarios, tertulias de majaderos en la tele y posteriormente condenada y encarcelada por unos jueces condicionados hasta la ceguera por semejante cacería de brujas.

          Sin embargo, el precio mayor lo pagó tres años después, otra niña con apenas 19 años.: Sonia Carabantes. Brutalmente violada y asesinada por la misma mano criminal que había acabado con la vida de Rocío Wanninkhof. Basta con oír el testimonio de su madre, para comprender la responsabilidad que todos tenemos cuando nos comportamos como inquisidores amparados en la masa: «Sonia no habría muerto si no se hubiera condenado a una inocente, y se hubiera seguido con la investigación hasta encontrar al culpable».

          Nadie ha pedido perdón a Dolores Vázquez. Ni a ninguna de aquellas brujas que ardieron en la noche de los tiempos. 

                        

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