Lo diré sin muchos rodeos: el negocio de las compañías de seguros se basa en cobrar las pólizas y evitar por todos los medios tener que pagar los siniestros de los asegurados. Es así de simple. ¿En qué me baso? En que nadie se lee la letra pequeña, y a veces ni la grande, de lo que firma cuando contrata una póliza de seguro. Ya sea por desidia, porque de todos modos la tiene que contratar al ser una exigencia legal, o porque se la cuela el amigo matutero una tarde tonta de esas que todos tenemos.
El trato se plantea de la siguiente manera: en la primera página, a todo color y con letra visible a un metro de distancia incluso con vista cansada, ahí están las coberturas. Es decir, todas aquellas desgracias, accidentes, infortunios y jugarretas del destino de las que mediante la firma del papel se le salva a usted de las consecuencias económicas y legales en caso de que ocurran. Y en las siguientes 30 ó 40 páginas, en letra tamaño prospecto farmacéutico, se le informa de todas las circunstancias –exenciones le llaman ellos– por las que el seguro no asumirá dichas consecuencias. Es decir, todo tipo de ocurrencias entre las posibles desde una perspectiva lógica y basada en la experiencia, e incluyendo lo improbable y hasta lo estrambótico.
El seguro es un negocio seguro. Y además, es de una simpleza abrumadora. Se trata de un chiringuito donde trabajan una serie de personas, que reciben puntualmente un dinero fresco que les sirve para pagar las nóminas, los gastos, algunos impuestos y mantener la persiana abierta. No hay proveedores con camiones en la puerta, ni mercancías que mantener en stock, no hay cadenas de producción porque nada produce una compañía de seguros salvo frustraciones y desengaños. No hay innovación tecnológica, ni eso que llaman I+D+I; pero a cambio si tienen mogollón de operadoras en los call center offshore en Colombia, Perú o República Dominicana porque la nómina que pagan no llega a los 300 euros al mes. Son esas simpáticas señoritas que le llaman a la hora de la siesta.
Viendo esta semana los incalculables destrozos provocados por las tormentas en ciudades como Toledo o Tarragona, y la desesperación de familias enteras que ven pisoteados sus recuerdos, embarrados sus enseres y derribados los muros de sus casas, me invade un sentimiento que creo que se podría definir como compasión. Un pellizco en el estómago provocado por ver sus primeros testimonios de esperanza, entre lágrimas, cuando hablan de que por suerte cuentan con el seguro.
Ese seguro que les va a pedir los papeles que han perdido en la inundación, las facturas de los enseres que nunca conservaron o también perdieron; y al que todo eso se lo van a tener que explicar por teléfono mediante una asistente virtual que les va a cortar la comunicación dos de cada tres llamadas. Ese seguro que les va a decir, cuando les diga algo, que así no se reclama porque deben seguir los 1.001 puntos, cláusulas, plazos, estipulaciones, peritaciones, salvoconductos y bulas papales que figuran en la letra pequeña y así, hasta la completa desesperación.
Hace un par de años otra DANA se llevó por delante vidas y haciendas de muchas familias que aún no han visto un euro del seguro. Dos años, háganse a la idea. Para que dos años después te salgan con la frase preparada: «se va a hacer cargo el consorcio, cuando la administración pague, o como es zona catastrófica….» En fin, lo único seguro del seguro es que si tiene usted problema, el problema es suyo.