Seguro que usted ha oído hablar de la brecha digital. Una distribución desigual en el acceso a diferentes servicios públicos y privados para determinados grupos sociales: por ejemplo, las personas mayores o con menor formación. Es la consecuencia de esa decisión que nadie ha tomado, según parece, pero que se ha impuesto en todas partes: aquí todo el mundo debe tener un teléfono inteligente y manejarse con las descargas, las memorias internas de los móviles, las redes y demás trampas tecnológicas. Y el que no, pues que se atenga a las consecuencias.
La banca fue uno de los sectores más agresivos en este sentido. Aquel abuelete que iba con su cartilla un par de veces al mes para que se la pusieran al día, de la noche a la mañana, se encontró con el infranqueable muro tecnológico. Trató de pedir asistencia y se encontró con el careto de sorpresa de una directora de oficina recriminándole que no tuviera un smart phone, que no se manejara por el mundo de las apepés como un estudiante de Silicon Valley y que, para colmo, no tuviera un nieto a mano del que tirar. O sea, un estorbo de cliente.
Esta semana he tenido que viajar en avión a Oporto desde Madrid y he vivido otra de esas situaciones de deshumanización tecnológica. Vaya por delante que, incluso para quienes nos manejamos con cierta soltura en el mundo tecnológico, la cosa es correosa y pesada. Para salir de España se necesita la documentación habitual y algunos extras: DNI o pasaporte, certificado COVID-19 y formulario de los portugueses donde les juras que no les vas a provocar un brote pandémico. Sacas la tarjeta de embarque la metes en el monedero electrónico y una vez tienes asiento asignado rellenas el formulario online o en papel. Para volver más de lo mismo, pero además necesitas rellenar el formulario español Stph ya sea familiar o individual y que, cosas nuestras, a cantidad de gente se le queda enganchado y no puede volver a intentarlo. Además, solo puedes rellenarlo 2-3 días antes del vuelo siempre que tengas la tarjeta de embarque.
Como es lógico, al llegar al aeropuerto de Oporto, no todo el mundo había conseguido salvar la carrera de obstáculos. Un matrimonio mayor –entre 65 y 75 años– había encallado en el laberinto virtual. Él en estado de shock sin saber qué hacer y ella, temblando y con lágrimas en los ojos, hablando con un hijo que en destino no sabe muy bien como ayudarles. Nadie de la compañía les asiste, al contrario, les habían apartado como apestados, para que resolvieran el asunto como pudieran. Imaginen la incertidumbre y el miedo a perder el vuelo y quedarse varados en la incomprensión.
Les ayudamos, claro. Navegando por sus cosas, sus fotos, sus emails, usando nuestros propios portátiles, y ciscándonos entredientes en la desidia y mala baba de unos despiadados empleados aeroportuarios. Pero lo realmente indignante es que esos diligentes uniformados ni siquiera conocen lo que piden. A mí, personalmente, me intentaron convencer de que el certificado COVID que les mostré, el oficial de la UE, no era válido porque no indicaba cuántas dosis de vacuna me habían puesto. Cosa que sí figura en dicho certificado digital, solo había que desplegar una pequeña pestaña en el borde superior derecho de la pantalla para verlo.
Es un laberinto ratonero, pero sin queso que nos guíe aunque sea por el olor.
Son medidas, como bien dices deshuesadas e indignantes