Hace unos días fallecía a los 89 años el escritor, Premio Nobel de literatura (2010), Mario Vargas Llosa. Se iba uno de los grandes del siglo XX y, mucho me temo, que uno de los pocos que quedaban en la literatura con mayúsculas. Se marchaba de forma desacompasada en el tiempo respecto de su más íntimo contrapunto, desapareciendo así el dueto que formaba con Gabriel Garcia Márquez. Ambos representaban ese gran movimiento de la literatura latinoamericana que cambió la forma de escribir novelas y artículos periodísticos.
Las dos figuras fueron escritores comprometidos con su tiempo, y por ello padecieron críticas, cancelaciones e incluso insultos y bravatas de esa plebe itinerante que conforman la envidia, el sectarismo y la cobardía. Los dos fueron dignos de los máximos galardones mundiales y del reconocimiento del público. Pero nada de ello les acobardó, ni les doblegó. No se abstuvieron de defender sus ideas y valores por muchas críticas que pudieran recibir. Es lo que, al menos yo entiendo, debe hacer un escritor comprometido.
En el caso de Mario, una de sus últimas defensas de las libertades la vimos en su famoso discurso de 2018 en Cataluña. No imaginaba él que, poco después, un gobierno frentepopulista de ultra izquierda echaría todas aquellas palabras por tierra y las llenaría de lodo y fango. Ni que unos cuantos vende patrias indultarían desde la sedición hasta el robo de las arcas públicas. Que se amnistiarían los delitos después de jurar todos ellos que no lo harían. Y que, para ello, meterían en el TC a un lacayo sin dignidad y que, finalmente, se arrastrarían por Waterloo para seguir disfrutando de los privilegios del poder. Algo que, por cierto, ya hacían de la forma más sucia y grotesca un mes después de llegar al gobierno cuando los españoles morían a miles cada día durante la pandemia.
Pensaba esto porque a los escritores actuales parece que les pasa lo mismo que a la sociedad en general: les ha vencido el hastío y el desánimo. Pocos son los comprometidos que se atreven a denunciar que el suelo que pisan se descompone. Hay miedo, mucho miedo y algo de cobardía. No queremos ser señalados, ni etiquetados, ni que la mitad de la gente nos mire mal o incluso, por supuesto, no queremos que nos insulten. Como si algo de todo eso importara. Sin embargo, la mayoría mira para otro lado, o asume con naturalidad esa dramática conclusión de que «son todos iguales». O, en el peor de los casos, no les importa que gobierne la mafia mientras sean los de «su mafia».
Quedan pocos escritores comprometidos, un pequeño manojo, y ahora se ha ido uno de los más grandes. Uno que no se dejó llevar por la tendencia de tener que escribir lo que todo el mundo escribe, con personajes con el mismo color de pelo violeta que todo el mundo describe, contando las mismas mentiras una y otra vez sobre nuestra historia y, todo ello, para besar el culo de los cuatro papanatas que deciden lo que hay que leer y publicar y lo que no. Quizá por eso cada vez hay menos novelas universales como La ciudad y los perros, mientras las librerías se llenan de libelos de chichinabo que solo interesan a su parroquia, y no más allá de un par de días.
Es triste pensar que puede haber «escritores comprometidos» y otros que no lo sean.
Todo ser humano, para ser cabalmente humano, tiene que ser «comprometido»; tener ideas sobre la vida y la sociedad, y decirlas.
Incluso si sus ideas se oponen a las mías, me parece noble que las diga y no tenga miedo a las consecuencias.
El que no lo hace no está poniendo en marcha sus facultades de humano.
Eso creo yo, también. Gracias por la visita y el comentario.
maestro,
ya quedamos menos, tú y yo, jajajaja
y unos pocos y generosos escritores para emprender una silenciosa Revolución
para crear nuevos tiempos, alejados del mundanal ruido,
la esperanza está en alejarse de las modas y la cursilería.
La pasión nunca será vencida
A resistir, querido. No queda otra.