Hace la friolera de 65 millones de años ocurrió, según dicen los que conocen las técnicas de los viajes en el tiempo tomando y analizando huellas arqueológicas, un evento ligado a la extinción. Lo que se conoce por las siglas ELE (en español y en inglés). Durante el período que hoy llamamos cretácico-terciario o paleógeno, los sufridores del meteorito fueron los simpáticos dinosaurios, esos que tanto dinero han hecho ganar recientemente a la industria del entretenimiento. Desde entonces, han caído en la Tierra muchos peñascos de diferentes tamaños, como si Dios, de vez en cuando, tuviera la necesidad de meternos una pedrada. Cosa que no sería de extrañar.
Una de las características de estos ELE es que afectan a toda planta y bicho viviente sobre el planeta; ya sea terrestre, marítimo o volador. Y dejan, tras su paso, el mundo en un letargo de eones; en una noche de mutaciones y combinaciones de restos remotos e invisibles que luchan por volver a producir eso que un flower power como Allen Ginsberg llamaría «el milagro de la vida». Y ya se sabe, de recortes sacados del cajón de sastre, a veces, se obtienen inverosímiles obras maestras pero, otras veces, el resultado es una estrambótica combinación al azar.
Es obvio, que el ser humano sobrevive como especie por pura suerte y a pesar de su vehemente estupidez. De otro modo, no sería fácil encontrar una explicación plausible salvo la mano protectora de alguna deidad. Algún ente que al mirar para abajo a ver cómo nos va nuestra descerebrada gestión de la pandemia, descubre algo que le hace perder la confianza en los humanos: una mascarilla de ganchillo. Imagino el sobresalto, y el monumental cabreo por tener que levantarse e improvisar un nuevo remedio que nos salve de la extinción.
Recuerdo que de adolescente hacíamos chistes malos cuando se producía en nuestro entorno cercano algún embarazo presumiblemente no deseado, y lo atribuíamos entre ocurrencias picantes a los condones fabricados a base de encajes de bolillos. Después de todo, el mal ya estaba hecho y las consecuencias no pasaban, unos meses más tarde, de la aparición de otro futuro lumbreras.
Hemos desviado el instinto de supervivencia hacia lo social e inmediato y, quizá por eso, el enfoque de muchos está en la negación de todo salvo del pensamiento único: todo es fake salvo la verdad oficial. No es cierto lo que se dice de la gestión de la pandemia, como no lo es que el número de fallecidos sea el doble del oficial, ni que se hayan quedado los ERTE de muchos sin cobrar, ni que se pacte con quien se dijo por ahí jamás, ni que la justicia esté tomada al asalto ni, por supuesto, que haya una amenaza de radicalización socialcomunista. Nada de eso es cierto, salvo para los conspiranoicos. Quizá por eso, y es solo una hipótesis, los defensores del pensamiento único acabarán poniendo de moda las mascarillas de ganchillo.