La intolerancia del tolerante

         Pocas personas he conocido en mi vida más radicales e intolerantes que algunos defensores de la tolerancia. Me ocurre algo parecido con muchos defensores de la libertad de expresión, el buen rollito, los «toremundoegueno» y especies asimiladas. Decía Fidel Castro que quería tanto a los cubanos que por ese motivo no los dejaba abandonar el paraíso del que disfrutaban. Cosa perecida viene ocurriendo en lugares donde la población es tan amada por sus dirigentes que no pueden dar un paso sin permiso.

          La intolerancia del tolerante suele estar oculta bajo un manto de sonrisas y buen rollito. Opera de forma sibilina, mientras mapea mentalmente y cataloga a quienes intuye que no son muy de rebaño. Entonces, el tolerante siente la incómoda sensación de que su protagonismo bien pensante podría hacer aguas por alguna de las muchas fisuras habituales. Porque la intolerancia del tolerante es como unos de esos perritos chihuahuas que algunas señoras llevan en el bolso, dispuestos a asomar la cabeza a la primera de cambio y emitir un par de ladridos estridentes y extemporáneos.

          Son fáciles de distinguir en cualquier ambiente. Siempre tienen algo que decir sobre cualquier tema y, sobre todo, disponen a mano de una recopilación de mensajes de autoayuda de contraportadas de libro de algún hindú sabelotodo. Son esas frases que sueltan como una sentencia incontestable, un dogma que solo los no iniciados ignoramos, y por eso necesitamos ser alumbrados.

          Usted, estimado lector, quizá haya coincidido, o incluso padecido, a algunos de estos adalides de lo correcto. Poseedores del catálogo de valores y principios que toda sociedad que se precie debe asumir como propios. Es gente poco dada a la controversia: por ejemplo, si lo que toca es asumir que la luna es cuadrada y color verde oliva, mal recibida será su opinión si lo que pretende decir es que suele ser blanca y redonda.

          La intolerancia del tolerante no concibe que nadie baraje las cartas, reparta juego, coja el micrófono y diga algo, asome las orejas, enseñe la patita, salude al respetable, sonría a la chica guapa, cuente un chiste o, no digamos ya, reste un atisbo de brillo a su enfermiza necesidad de protagonismo. En esos casos, es cuando más fácil resulta comprobar la impostura de una tolerancia de pose que es la más habitual en nuestros días.       

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