La lucidez es un interruptor de rosca. Uno de esos que no funcionan al pellizco, sino que se retuercen como cuando estrujas una toalla o jugueteas con la oreja del perro. Se soba el intelecto como se acaricia una bola de cristal con la intención de que nos descubra verdades que nos duelen, mentiras que nos alivien las penas y, en todo caso, esperanzas que nos renueven. La lucidez es una luciérnaga para alumbrar el pequeño rincón de conocimiento que el tiempo nos brinda para luego sisarlo de una vez y para siempre.
Ser lúcido solo exige el requisito de no ser esclavo. Y eso es mucho exigir, mucho más de lo que posee quien en su riqueza material, en su oportunidad o en su flaqueza pretende edificar una forma de vida o pensamiento. La lucidez, en definitiva, es libertad.
Descubrí ese pasillo angosto pero ampliable en la universidad a punto de licenciarme en ciencias políticas y sociología a finales del siglo pasado. Recuerdo aquellos años como un aterrizaje en la realidad del conocimiento, al margen de lo que sucedía en la sociedad de los años 80 y 90 en mi país. Me hice adulto, por decirlo así, leyendo y conociendo. Acepté entonces la misma reflexión que ahora, tres décadas después: que ignorante soy y que poco sé de la vida.
Pensaba esto porque creo que hay una epidemia que está a punto de extinguir a las luciérnagas. No es una cuestión menor: apagar los focos y las luces del pensamiento es como bajar el interruptor del escenario del gran teatro. No quiero pensar, todavía, en las marionetas que seremos, rendidas y amontonadas en las tramoyas a la espera de que el olor a humedad y naftalina nos cobije en el olvido. Responsables somos, en definitiva, al aceptar los hilos que manejan en vida nuestra breve existencia
La luciérnaga brilla en la oscuridad. Emite una luz fría. Una de sus propiedades fundamentales es que no produce calor. Este dato siempre me llamó la atención. Un profesor de filosofía política que tuve, el gran Antonio Escohotado, me dijo una vez: los resultados de la ciencia tienen una cosa buena por encima de las demás: que calientan tanto si queman como si no y son la verdad. Ese día aprendí a diferenciar entre las luciérnagas y los murciélagos. Descubrí entonces, que las personas libres brillan incluso en tiempos de sombras, y nunca las encuentras colgadas bajo un puente en las oscuras noches del sectarismo.
Miguel Ángel, que cierto, ese es el camino que llevamos obedientemente .
Tiene toda la pinta.
Buenísimo Miguel Ángel
Muy agudo y muy cierto
No me gustan los murciélagos
Adoro las luciérnagas
Fuerte abrazo
Eres un escritor y pensador inteligente, querido amigo.
Lo lamentable es que cada vez son más los que están colgando bajo ese puente.
Sí, es una pandemia cognitiva.
Pluma ágil y elocuente de la cual fluyen ideas con cargas de profundidad. Su relato es fácil de leer y difícil de abandonar, lo que convierte en una delicia cualquiera de sus textos.
Gracias, amigo. Que bueno leerte por aquí. Un abrazo.