El año pasado, poco antes del verano y después de que terminaran los primeros estados de alarma que limitaban todo movimiento, tuve la oportunidad de ir a Sevilla. La ciudad había visto pasar una primavera sin fiestas mayores: la Semana Santa y la Feria de abril, y se preparaba para un verano de sequía en todos los sentidos. El económico, en lo laboral y en el emocional. Y por si fuera poco, asistía cada día a un nuevo recuento de víctimas de la pandemia, de la inoperancia y de la pésima gestión del gobierno.
Ya por entonces, había muchas persianas bajadas de tiendas y pequeños comercios de todo tipo y condición, hostelería cerrada, calles medio vacías y taxistas vagando por las esquinas en busca, al menos, de un par de carreras para llenar el depósito de gasoil y no volver a casa sin unos euros para poder hacer la cola en el Mercadona. Todos no lo consiguieron, y fueron otras las filas que se vieron obligados a soportar para poder comer.
La gente se daba ánimos con ese mantra de la factoría del engaño: cuando llegue «la nueva normalidad», se escuchaba decir a muchos que lo usaban sin saber muy bien qué significado podía tener ese eslogan huérfano de contenido. Incluidos unos cientos de miles en ERTE que el SEPE no era capaz de atender y que aún siguen sin cobrar, ciudadanos que veían como los responsables políticos se la pegaban gorda en verano y se sacudían las responsabilidades por las muertes. Gente absolutamente indignada que tenía que escuchar en las noticias que el gobierno todo lo hacía bien y que nunca se equivocaba. Y que lo importante era mudar a Franco de sepultura, acabar con el fascismo en España –estamos en el S. XXI, así que es como de coña–, expropiar la riqueza nacional y ponerla al servicio de los sátrapas, ocupar las viviendas de tu vecino y otras lindezas. Desatinos vertidos por un tipo que dejaba morir a miles de ancianos en las residencias de toda España; sin empatía, sin importarle nada, sin piedad.
Esta semana he vuelto por Sevilla y la situación es muy parecida un año después. Este año también ha llegado la primavera sin fiestas mayores, y ese quizá sea un síntoma de que el mantra de la «nueva normalidad», en realidad, se refería a una vida diferente a la que habíamos conocido hasta ahora. Es cierto que en algunos países parecen haber logrado retroceder dos años y vivir sin mascarillas, sin distancias y disfrutando de actos masivos en deportes o actividades culturales. Algo han hecho bien, eso parece claro.
No dudo que seamos capaces de hacer lo mismo, pero no con esta gente: los creadores de odio, de la mentira, de la manipulación, de la construcción del relato guerracivilista apestoso y antiguo. Con estos revolucionarios de pacotilla de patio de colegio, de alborotadores de calles que luego corren como ratas a esconderse, a afeitarse la cabeza o a parapetarse detrás de los guardias civiles. No con esta gente. El 4 de mayo hay que dar el primer paso para hacerlos desaparecer de nuestra política e instituciones. En las urnas, y olvidarnos de esta pandemia política también, por mucha correspondencia que se envíen a sí mismos para seguir provocado odio entre los españoles.