En la sima del relato quizá es donde habitan las intenciones más espurias del cuentista. No en el sentido de quien escribe fábulas o quimeras para que sean gozadas por manos y oídos entregados al arte, sino de quien utiliza la palabra como instrumento finalista de intenciones no confesadas.
Construir un relato ficticio se ha convertido en un recurso para explicar la realidad. Normalizamos, a pasos por encima de nuestras posibilidades, la construcción alternativa de lo que vemos como si cualquier contradicción mereciera una mínima atención. Nos hemos convertido en fabricantes del relativismo moral. O dicho en román paladino: tú créete lo que yo te diga, cuando te lo diga yo y al margen de lo que veas o te digan otros. Es decir, los clásicos: «María esto no es lo que parece» o «Pepe, este señor pasaba por aquí mientras yo dormía y se cayó encima mía, y tampoco es lo que parece».
Hasta no hace mucho la desfachatez y el descaro eran objeto de repudio, o incluso repulsa. El falso cuentista, por así llamarle, salía como gato escaldado doblando raudo las esquinas, y dejaba en la gatera ovillos de pelos arrancados del lomo por las prisas mientras con el rabo atizaba un coletazo para cerrar la portezuela.
Hoy no es así. Hoy se puede salir en bolas en la tele con unos colegas, con unos cubatas en la mano y unas «señoritas»—léase putas de toda la vida— un viernes cualquiera en Madrid en plena pandemia. Se puede comprobar que el de la tele es el de la imagen y que el salario que cobra lo pagan los asfixiados ciudadanos que no llegan a fin de mes, salvo los que fallecieron a miles durante aquellas orgías. Y se puede hacer porque se pertenece al club de los buenos, esos que todo lo hacen bien y nunca se equivocan así arda Troya.
La virtud del cuentista y su círculo es nueva. Nunca antes había visto a alguien decir mientras me mira a los ojos y ve que estoy sentado decirme que estoy de pie. Esto formaba y, de hecho, forma parte de un trastorno psiquiátrico de percepción. Pero lo que un servidor nunca antes, quizá desde los años 30 del siglo pasado, había visto, es el actual fenómeno de patología colectiva de la defensa de aquellos que construyen relatos como si creyeran que sus pinceladas de mugre pintan algo.
Que cierto Miguel Ángel.
Así es, Jorge: feliz domingo.