Me dijo un amigo hace una semana: «Odio la Navidad». Un amigo de toda la vida, es decir, de esos que conoces bien y al que has visto con el gorrito de Santa muchas veces. Al que has visitado en años anteriores por estas fechas para tomar el vermú y, de paso, comprobar el esfuerzo invertido en adornar el portal de Belén en el salón y en montar un árbol con guirnaldas y bolitas doradas. Y aquellos brindis… «Feliz Navidad». Decía con una sonrisa de oreja a oreja.
Me sorprendió tan irreverente confesión, mucho más, viniendo de alguien que sabe que conozco su historia de vida. Y, de repente, me vino a la cabeza aquella anécdota que cuentan con los nombres de las niñas después de la guerra. La pequeña que debajo del balcón llamaba a su amiguita a grito pelado: «Luna, baja Luna, vamos a jugar». Y que sorprendida vio asomarse apurada a la madre de Luna y decirle: «No grites, niña. Que te oye todo el mundo. Y se llama Carmen, que no se te olvide, se llama Carmencita».
A mí, sinceramente, me da igual en lo que crea cada uno. En tiempos de negacionistas, terraplanistas, y todo lo que a ustedes se les ocurra que acabe en istas, que un amigo mude sus creencias y tradiciones hacia el cliché de los tiempos que corren me produce pena. Es algo que respeto y que no me supone la menor merma en mi estima hacia la persona que, por supuesto, sigue siendo parte de mis afectos.
Me produce pena por lo que tiene de renuncia impuesta por el entorno. Porque trabajar en según qué administraciones públicas en España se ha convertido en una tarea de alto riesgo. Tienes que ser sí o sí de la cuerda actual. A saber: antimonárquico rabioso, ateo, anticapitalista, debes odiar a determinados partidos políticos aunque no sepas una papa de ellos, ni hayas leído nada acerca de sus programas, debes defender con ahínco el derribo de la sanidad y la educación privadas, comprender el fenómeno okupa mientras vives acojonado por tu casa de la playa y, por supuesto, debes criticar con fuerza el discurso del rey y odiar la Navidad. Y aunque nadie te lo dice explícitamente, si no haces esta pequeña conversión serás encuadrado como un reaccionario. Y claro es, con todos los riesgos que conlleva la etiqueta, desde el desprecio de los compañeros a la pérdida del empleo.
Es una ingeniería social planificada de dominación de los espacios públicos y privados. El objetivo es someter a la masa a los designios y consignas de unos gobernantes sin escrúpulos y dispuestos a todo por permanecer en el poder a costa de la confrontación, a practicar el lisado de las tradiciones y, en el peor de los casos, delinquir y pasar de la justicia o sus condenas. Como hemos visto en otros países se trata de la cultura del odio y la sinrazón. Por eso, cuando estas cosas le pasan a un amigo uno se siente apenado.
Solo quiero darte un fuerte aplauso.
Pepe
Gracias
Miguel Ángel, gracias. Gracias por deleitarme con tus líneas y saber entretenerme y ansiar la siguiente historia