Imaginen una mañana cualquiera en un pequeño pueblo de León, de Galicia o de Burgos por citar algunas localizaciones reales de esta historia. Nuestro personaje abre los ojos poco a poco, con el alba. El gallo empezó a saludar un poco antes, al clarear. Su preaviso lo acompaña cada día como una premonición de la luz que asoma por el horizonte. Poco después, son los pájaros con su alboroto de gorjeos quienes saludan y, como si la naturaleza prendiera un horno de esencias, se esparcen los aromas a tierra mojada; a pinares; a lavanda; a romero y a tomillo ayudando a devolver a la vida a nuestro amigo.
Abre el viejo postigo de madera de la habitación y respira hondo. Mira a derecha e izquierda; conoce cada casa de la calle como la palma de su mano. Y las que hay en la calle de atrás y en la pequeña plaza del pueblo; en total unas veinte viviendas. Casi todas con muros de piedra de un metro de grosor y vigas de maderas cansadas pero resistentes, que soportan la soledad y el paso del tiempo con mucha dignidad.
La ducha con el agua del riachuelo que acompaña uno de los márgenes del pueblo: en verano fresquita y en invierno calentando el cubo de aluminio junto a la lumbre de leña. Aún queda algo de pan del amasado hace un par de días, y un trozo de chorizo, por suerte la provisión de aceitunas aliñadas también sigue aguantando. Mientras repone fuerzas no hay televisión que ver, nadie lo llama porque tampoco hay cobertura de redes digitales pero, eso sí, de vez en cuando aparece ese gato moteado que ha decidido merodear por el pueblo en busca de quién sabe qué.
Allí no hay nada y hay de todo, solo es una cuestión de perspectiva, de enfoque de vida. No es fácil imaginar las dotes y habilidades de superviviente que tiene nuestro protagonista. Pero no dudo que ganaría cualquier programa enlatado de la tele donde unos famosillos salen bronceados y muy atareados con hacer fuego en la playa.
En España hay 1800 pueblos y zonas rurales en los que solo hay un habitante, un último superviviente. En total, 1800 robinsones resistiendo para que, al menos, haya un testigo de esos maravillosos amaneceres que un día decidimos olvidar.