¡Venga, no seas flojo y dobla el lomo! Recuerdo esa frase desde que tengo uso de razón y edad para realizar alguna tarea de provecho, por mínimo que fuera. Doblar el lomo no tenía nada que ver con el oficio de la charcutería o la carnicería, no se trataba de dar forma a piezas comestibles de animales para exponerlas cara al público o almacenarlas. En mi familia nunca hubo, que yo recuerde, una abacería o establecimiento de ultramarinos, ni yo serví en la de nadie.
Pensaba en ello esta semana, ahora que se habla tanto de empleo y productividad, y de fijos y discontinuos como si el trabajo fuera una de esas líneas de carreteras nacionales en las que se puede o no adelantar a otro vehículo. Yo, personalmente, la palabra discontinua solo la he tenido en mente conduciendo por carretera. A modo de señal indicativa de que podía librarme del camión chimenea que estaba a punto de asfixiarme.
Esta semana el concepto de trabajo fijo discontinuo ha adquirido una nueva dimensión para mí, en una oficina de servicios municipales. No mencionaré cuál porque solo hago de testigo de la nueva realidad, sin señalamientos. El lector avispado sabrá qué hay en la rotonda de Tomares, y qué servicio presta a todo el Aljarafe para que fluya el agua. Yo tenía cita allí. Un logro que había conseguido desde Madrid tras varios intentos telemáticos, y cuyo resguardo indicaba que sería atendido en la mesa Nº 1 entre las 09:00 y las 09:20 de la mañana tal.
Allí me presenté, ascendiendo por una zona accesible solo para montañistas. Unas escaleras con unos 10-12 tramos, que necesariamente te hacen pedir agua cuando llegas arriba aunque solo subas para ver el pueblo desde la cumbre. Me saludó con un gesto un segurata en la puerta, sin pedirme identificación alguna, y luego otra persona en una ventanilla que si se interesó por mi visita. «Su número y nombre saldrá en pantalla y entonces le atienden, mesa 1. Puede esperar ahí». En la zona de espera no había nadie, y nadie en ninguna de las 12 mesas numeradas previstas para los funcionarios.
Al filo de las 09:20 apareció mi nombre en pantalla y, dos individuos, uno en la mesa 4 y otro en la 11, tomaron asiento frente a sus pantallas de ordenador. Mi gestión no tuvo mayor inconveniente, pero lo que me resultó sobrecogedor fue la actividad del tipo de la mesa 11. Durante los 20 minutos que duró mi visita, no separó la mirada de la pantalla. En ella se podía ver una fotografía de él y de una mujer joven —su mujer o hija, seguramente— en algún evento. La típica imagen de caras sonrientes. La mano izquierda abandonada sobre la mesa, inerte, y la derecha sobre el ratón, también inmóvil. Así, sin pestañear. Un funcionario de yeso.
La compañera me atendió con diligencia, y el motivo de mi visita quedó resuelto. Durante largos minutos no pude evitar mirar de soslayo a la efigie sentada de la que comencé a dudar si se trataba de humano o ciber, uno de esos robots modernos que había entrado en modo standby. Al marcharme, no pude evitar ser un punto indiscreto y preguntarle a la persona que me había atendido: ¿Le ocurre algo a tu compañero? Y gracias a su respuesta hice mi descubrimiento: «No, nada. Es que es fijo discontinuo» —Me dijo.