El cuento del tonto feliz

          Va para año y medio que el mundo cambió. En algunos países, la mutación social fue más rápida que en otros, pero la forma de vida conocida hasta las Navidades de 2019 se esfumó unas semanas después de las uvas de fin de año. De la pericia en la gestión o la imprudencia, de la empatía y el liderazgo o el sectarismo, dependía la economía y la vida de millones de personas a nivel global. Cada cual y su conciencia que aguante su palo y que, el palo de la justicia, en todo caso, caiga sobre quienes lo merecen antes de que se escurran por las rendijas de madera de las bodegas de unos barcos que dejan en dique seco.  

          Desde una perspectiva nacional, ya sea española o sudafricana, la pandemia ha alterado la vida de los ciudadanos de formas diferentes dependiendo del contexto económico, de la fortaleza de sus sistemas sanitarios y, como es lógico, de los gobernantes de turno que por dicha o por desgracia les tocó tener en ese momento. Recuérdese que nuestra mala suerte, según la exministra Calvo, devenía del hecho de estar situados, en el mapa global, un poco más al oeste que otros países. Mientras en Portugal, con una situación mucho mejor que la nuestra en aquel entonces, miraban para la Azores silbando con disimulo.  

          Sin embargo, cabe la sospecha de que, al margen de que no hay nada más preciado para los depredadores del mercado que un tonto con dinero, en este caso, los tontos seamos una inmensa mayoría de los casi siete mil millones de personas que habitamos el planeta. A excepción, eso sí, de un reducido grupo de líderes, entre los que, obviamente, no tenemos plaza ni para llevar los cafés. Lo normal en un tonto es que tropiece y tire la merienda y pringue a los invitados. Y eso lo sabe todo el mundo.

          Sospecho que media Europa está asistiendo con España a una especie de Show de Truman, en la que nuestro Jim Carrey particular, envuelto por una nube de burbujas de jabón, inhala poder de una cachimba mágica que lo convierte en una marioneta, a veces locuaz y otras veces retraído, como un peluche agazapado en su palacio de cristal. Esa zona segura, en la que un ejército de masajistas lo embadurnan a toda hora.

          Sospecho que es feliz, porque su anhelo de inmortalidad es tan patético como irreal. Y lo es, porque se fijó en el personaje equivocado. El deseo de vida de Pinocho era limpio, puro, inocente; algo de lo que un muñeco de madera creado por la mano de un genio de la literatura puede hacer y perdurar en la Historia. Por eso, sospecho que ni siquiera como imitación, su ridícula figura pasará a la Historia, salvo como la del tonto que nos tocó en el peor momento.    

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