Personalmente no me cabe duda de que los niveles de desquicie del personal ibérico están alcanzando cotas antes nunca vistas y, tocando de largo, lo que ya se encuentra a caballo entre la neurosis y la paranoia desde una perspectiva de diagnóstico sanitario. No han hecho falta chips en las vacunas ni otras artimañas de brujería, para que una gran cantidad de peña haya sucumbido a los eslóganes de la charlatanería de la peor calaña política que hemos padecido desde Fernando VII. Y que, ya puestos, hayan dado rienda suelta a esa parte majara que por genética todos y todas llevamos dentro; unos y unas mejor pastoreada que otros y otras.
El odio fue el instrumento reciente, y antes recurrente, de los psicópatas y las psicópatas que vaya usted a saber porqué suelen llegar al poder. Así ha sido desde donde la memoria alcanza. Un odio que a veces funciona en su finalidad aniquiladora y otras no. Como demuestra la actualidad hispana. Nos hemos sacudido una parte de los creadores y creadoras de ese odio en las urnas madrileñas hace bien poco, pero no por ello, dejamos de oír cada día la palabrita odio de forma maniquea a quienes desde posiciones democráticas no aceptan, en modo alguno, que no sean ellos y ellas los y las elegidos y elegidas. Si no son ellos o ellas, es por culpa del odio: esa es su versión de la democracia, que en ocasiones incluye a elles también.
Cuando yo era pequeño, a long time ago, nunca se me pasó por la cabeza que podía ser tachado de racista por llamar negro a un negro, entre otras cosas, porque haberle llamado coloreado, a todas luces, me habría situado en el lado de la estupidez. Defender que se es racista por decir negro a un negro, amarillo a un chino, o pardo a un asiático es, simplemente, una expresión típica de la gilipollez menos ilustrada. Un atributo de ceporros y ceporras incapaces de hacer, siquiera, una mínima consulta en internet sobre el signifcado de raza, cuáles son, cuántas existen y qué significan.
En la otra parte contratante tenemos lo más casposo y baboso de la piel de toro, algo que además de vomitivo, es la expresión de una España caduca, rancia y llena de verrugas inflamadas, de pelos de guarro en las fosas nasales y de cuernos mal llevados. Adornos regalados por algunas santas en casa, más prestas que las gallinas en cuanto salen a sacudirse los complejos para adornar las cabezas de sus ilustres maridos puteros: esos de mesa camilla, misa y crucifijos, de lavativas previas al abuso de las puteadas y de olor a naftalina.
Solo desde una España tan extrema y fuera de sí y, sobre todo, gracias a la maldad y la sevicia de una clase política tan enferma, cara e inútil, se pueden hacer críticas febriles y filo patológicas de un gesto humanitario como el de la voluntaria de la Cruz Roja. ¡Criticar!, en vez de agradecer ese soplo de aire que nos recuerda que todos somos personas, sea cual sea el color de la piel, la raza, o el dolor y el miedo que nos atrapa en una playa a la que la corriente de la vida nos ha arrastrado en las peores condiciones imaginables. Criticar un simple gesto humanitario: dar un abrazo a un ser humano que se encuentra en una situación desesperada. Hasta ahí hemos llegado mudando nuestras pieles de serpientes.