Estar vivos es situarse entre Dios y la nada, y no cabe duda de que ese es un sitio que no puede ser sino inconveniente. Aceptar al primero conlleva no saber en qué canasta coloca uno los huevos, y la segunda opción es aceptar una canasta sin fondo donde los huevos caen sin llegar nunca a la sima. Quizá por eso, lo de estar en medio siempre se ha considerado una pérdida de tiempo; salvo cuando los huevos sirven para hacer una tortilla de papas: ahí la cosa cambia.
A veces se me saltan las lágrimas al pensar que me sitúo entre dos mundos irreconciliables: con cebolla o sin cebolla. Mis lágrimas me delatan enseguida, no obstante, apenas corto el alma blanca en juliana que irá a dar la razón de ser a ese universo temporal de sensaciones que el milagro de la vida nos ha regalado. Y creo que es, en esos momentos, cuando me hago la pregunta más trascendental. ¿A Dios cómo coño le gusta la tortilla de papas?
Según cuentan las lenguas antiguas, Dios se reencarnó en 1798 en una abuela que vivió en Villanueva de la Serena (Extremadura-Spain), y no en Bilbao como el demonio defiende. Estoy de acuerdo con esta teoría porque soy andaluz, pero también porque sé que si un día caigo en el vacío por glotón, a ese espacio de nadie, en mi caída me agarraré al anfiteatro de Merida aunque me tenga que colgar de las melenas de Octavio Augusto. Sé que sigue por allí, metiéndose un cubata en la calle John Lennon a cara de perro, cuando nadie lo ve. Algunas noches me visita en sueños y señalándome con el dedo me dice: «ven pacá que te voy a dar pal pelo». Sabiendo el mamón de él que no tiene de dónde agarrar.
Yo nunca he tenido inconveniente en agarrar la vida como si fueran unos huevos, y estrujarlos hasta que la yema me salga entre los dedos. Con las manos limpias uno puede hacer una magnifica receta y zampársela sin el menor escrúpulo. Sin embargo, cuando alguna vez, no muchas la verdad, me he animado a elaborar ese milagro que es la tortilla de papas, normalmente, me he cortado un dedo con el cuchillo, o me he quemado con la sartén. Lo que unido a la cebolla me ha dado muchas razones para derramar lágrimas.
Las últimas las he derramado esta misma semana cuando, otra vez, tuve la triste noticia de que una amiga ha caído en ese espacio intermedio que hay entre Dios y la nada. Me queda el consuelo de que sepa en su travesía no dejarse llevar por el engaño; hacer posada y fonda en las grandes maravillas de la historia que fuimos y que seremos. Y que cuando llegue el día, allí nos veremos. Todos sentados a la mesa frente a una tortilla de papas. Lo de la cebolla lo discutiremos en ese momento.
me encanta Miguel Angel, tus escritos siempre yienen Un mensaje muy definido.
Muchas gracias, Gloria. Un abrazo.
Hola Miguel Ángel, muy acertada tucreflexión……..
Gracias, Jorge.
Qué pluma tienes. Gracias.
Me encanta leerte.
Gracias, querida amiga. Solo a alguien como tú le permito con gusto decirme que tengo pluma 🙂
Abrazo gigante.
Buena gente en Villanueva de la Serena. Tuve el honor de trabajar algunos años con un vecino de allá, acá en mi tierra. Siempre me hablaba de su pueblo y de la bendita Extremadura… desde entonces sé de la buenas gentes de allá, que me hayan convertido en un mallorquín enamorado de esta tierra extrema, pero tan humana.
Por supuesto, Miguel Àngel con cebolla… con cebolla, siempre. y si quieres te añado una sugerencia si no lo provaste ya.
Antes de menear los huevos echales al mismo tiempo que la pizquita de sal, ajos picados, perejil, apio y hierbabuena, todo picadito y revoltijeado… y a la sartén, hermano.
Ya verás, si lo pruebas… te sentirás más cerca de Dios que de la nada.
Un abrazo, amigo.
Lo pruebo y te doy señas cuando pruebe esa receta manjar. Un abrazo, Juan.