En Occidente no somos tan productivos como en Oriente. Allí curran a destajo, en esa tierra lejana que cuando pequeños nos señalaban en el mapa de colores como Sol Naciente. Recuerden ese hospital para mil camas que lograron construir y poner en marcha en diez días en la ciudad de Wuhan en marzo de 2020. Se dijo entonces, que en España habríamos empleado de dos a tres años. Me río yo de los profesionales de los pronósticos patrios.
Aquel domingo 1 de marzo los chinos pusieron la primera piedra para la que se venía encima. Y el miércoles de la semana siguiente allí estaba: magia. La mole con su equipamiento y sus 1400 médicos en orden de batalla. Aquí, mientras tanto, la Yoli y sus alegres comunistas planchaban el fular para la manifa del «hermana yo si te creo», mientras el corona se nos metía en las residencias de ancianos hasta los tuétanos. Sabían lo que iba a ocurrir, pero hicieron oídos sordos, quizá contando con que el macho alfa del gobierno lo solucionaría. Un poco caro, unas 625 vidas por cada hora perdida de esos diez días sin que nadie les haya puesto el lazo al cuello a los responsables. Al contrario.
Pensaba esto no porque a mí me guste el modo productivo de los chinos, que es el de semi esclavitud. Sino por la diferencia entre lo que pueden hacer en caso de necesidad, y nuestra forma de entender la vida. Tiene lógica, estamos en las antípodas, o como decía con acierto Luis Tosar en Los lunes al sol: «las anti-podas, lo contrario. Allí hay curro, aquí no». Aquí el tonto Simón dijo que tendríamos tres o cuatro casos y se nos diezmó la población; allí que tenían el foco de la infección solo palmaron tres o cuatro despistados: anti-podas, lo contrario.
Entre mi pueblo y el de al lado hay una distancia de alrededor de doscientos metros en linea recta. La buena noticia es que desde la pandemia están construyendo un carril bici. Obviamente, se trata de algo mucho más complejo que un hospital de mil camas, de los que además, nosotros ya tenemos muchos. Cada mañana desde lo de Wuhan, una cuadrilla de unos veinte trabajadores se aplica en remover la arena de un lado para otro —aún no hemos llegado a la fase de alquitranado bermejo—, usando incluso maquinaria pesada, mientras un capataz con un gorro de paja y gafas de sol dirige las maniobras como un director de orquesta. Son, por así decirlo, parte del paisaje. Como esos portales de Belén que se conservan durante todo el año en algunas iglesias, con figuritas que se mueven, y pastorcillos que ordeñan la vaca.
Nuestra forma de entender el trabajo con dinero público es más continua y sosegada, más segura en el tiempo. Si hay que hacer un carril bici se hace bien. Se utilizan los recursos que sean necesarios en hombres (no hay ninguna mujer allí dándole al azadón), y así se crean medio centenar de puestos de trabajo con contrato fijo y, sobre todo, discontinuo. De ese modo baja el paro. Además, se planifica un carrusel de brainstorming en el bar de la esquina para analizar la evolución; un tiempo que redunda en la productividad de las fábricas de cerveza y que favorece el diálogo social con los productores de aceitunas. Nosotros, por suerte, no somos chinos. Lástima que todavía nos quede en común lo peor de su Historia.