Al calor de Lolita

          La Casa del Libro, un edificio de cuatro plantas en el centro de Sevilla, parecía un hormiguero en hora punta. Había caminado desde el Paseo de Colón zigzagueando entre turistas abrumados por el calor, carritos todoterreno de recién nacidos adormilados y algún que otro goloso lamiendo una bola de helado. Los grifos de cerveza, cercana ya la hora del mediodía, comenzaban a llenar los vasos y las jarras de una tropa sedienta. Al atravesar la puerta de la librería, mi agobio se vio reconfortado por el aire acondicionado y, sobre todo, al ver las colas en las cajas para comprar libros. También había sed de lectura y de conocer nuevas historias.

          En la última planta, destinada a las actividades culturales, en una cómoda sala que ya conocía, el Club de Lectura Sevilla nos había convocado al calor de Lolita. La célebre novela publicada en 1955 por Vladimir Nabokov. Una obra controvertida y criticada a partes iguales, tildada de genialidad o de simple pornografía, según quién y según cuándo la haya leído o se haya dejado llevar por la opinión de otros para subirse al carro de moda.

          La sala se llenó de lectoras con la novela en la mano, en el bolso o en el recuerdo. Pero todas, con un ojo crítico experto. No es fácil encontrar un público capaz de analizar en profundidad, de manera certera y desde múltiples perspectivas, un libro como Lolita. Se expusieron los sentimientos que su lectura provoca, sin duda en muchas personas, al tratar de un asunto como la pederastia. Lo fácil habría sido quedarse en ese punto y pasar página, pero no fue el caso. El debate fue mucho más enriquecedor y acertado, alejado de una simple corriente de opinión bien pensante.

          La mirada puesta en una sociedad hipócrita como la estadounidense de los años cincuenta, en el elemento denuncia implícito en la novela. El acento en la habilidad del autor para tocar a los personajes con respeto, para coser una historia con hilos de maestría literaria. Una de las participantes confesó que tras terminar la última página del libro había comenzado por la primera. Lo llevaba consigo, como se custodian los objetos a los que concedemos valor y el privilegio de acompañarnos a pasear un sábado por la mañana.

          El encuentro finalizó tras hora y media que a mí, personalmente, me pareció apenas un suspiro o una conversación casual con una amiga en cualquier esquina del centro de la ciudad. Volví a sumergirme en el mar de personas que inundaban el casco antiguo de Sevilla, con el calor añadido por la reunión de este Club de Lecturas. Noté tras de mí unos pasos más cercanos de lo habitual, me giré pero solo había sido una sensación mía. Sin embargo, al volver sobre mis pasos sentí que una voz grave me susurraba al oído: spasibo

Samarcanda y la fatalidad

          Leía esta semana en las clases de literatura que impartió Julio Cortazar en Berkeley, un relato de origen persa que, según parece, inspiró al novelista norteamericano John O`Hara para su obra «Cita en Samarra». Una historia muy conocida sobre la fatalidad que ha sobrevivido hasta nuestros días. La muerte, en definitiva, tiene una cita con cada uno de nosotros, y no importa donde nos escondamos o lo lejos que huyamos. Acabará encontrándonos según está en la agenda del destino.   

          Pensaba en ello cuando, de forma inevitable como para la mayoría de personas con acceso a una televisión o a Internet, me llegó la trágica e insólita noticia del Titán. Primero, lo descabellado de la misión: cinco personas empeñadas en descender, en una especie de cachalote hueco de metal y fibras, al abismo donde duermen desde hace más de cien años los restos del Titanic. Un coloso de la ingeniería de primeros del siglo XX, con lo más representativo de nuestra especie: la riqueza, la pobreza, las ambiciones y las esperanzas, el amor, la traición y, como viene siendo habitual, la desgracia y la muerte.

          Cinco peculiares individuos, que uno no sabe bien si eran exploradores o turistas, o habían sido avisados, como en la historia de Samarcanda, de que la muerte les andaba buscando y trataron de huir a lo más profundo del planeta. Pagaron por ello una cifra millonaria, por un pequeño espacio cerrado con el oxígeno suficiente para despistar a la parca y volver a subir a la superficie sanos y salvos. Una vía de escape que no está al alcance de casi nadie.

          No sabremos nunca si alcanzaron su destino ni si lograron ver los restos del pecio en descomposición. Si pensaron, que allí camuflados entre los restos de más de mil vidas, a la muerte no se le ocurriría volver a mirar donde ya estuvo con tantos para encontrar a tan pocos. Nunca sabremos, en fin, si el dinero entregado para el billete de ida no era, después de todo, sino las monedas exigidas por Caronte para cruzar a salvo al otro lado.

          La muerte, además de igualarnos a todos, juega con ventaja. Sabe más que nadie de matemáticas, y eso es algo con lo que hay que contar. No solo puede desplazarse a gran velocidad de un lado a otro por el mundo, surcar valles, escalar al Everest o sumergirse en lo más profundo del océano. También es paciente. Quizá por ese motivo, el 12 de abril de 1912 después de contar con los dedos de un mano se dijo: «voy a descansar un rato, que aún me faltan cinco que llegan con retraso».   

Visible e invisible

          Visible o invisible, de eso va el libro que acabo de terminar. Es corto, se lee en una tarde. Lo escribe un periodista conocido en los medios de comunicación. El objetivo del «ensayo» es, según mi entendimiento, decir a los autores o creadores de contenidos que quienes mandan en este mundo son los periodistas. Este objetivo parte de una razón y una premisa: la razón es que ellos son los que mandan, la premisa que si no te sabes dirigir a ellos eres un ceporro. Por ejemplo, si envías un email y te permites unas líneas iniciales de saludo cortés es porque eres gilipollas y les haces perder el tiempo. 

         Yo a menudo pienso lo mismo de mi vecina del quinto. Algunas mañanas se sube al ascensor y me saluda con simpatía, me sonríe y me desea los buenos días. Estoy seguro de que es un tiempo perdido utilizado innecesariamente en los preliminares, y que por ello nunca se consuma la aventura durante el trayecto que, de eso no estoy muy seguro, ella piensa cada día.

          Desde que me dio por escribir e intentar hacerme hueco en el mundo de las letras, solo he encontrado gente que manda. Me refiero a individuos que no escriben ni crean contenidos, pero son los que mandan en el business. Tenemos a los editores, por supuesto, sin ellos nada que hacer. Pero hay que añadir a los libreros, correctores, diseñadores, marquetinianos, distribuidores y, por si fuera poco, los periodistas. Ellos deciden, antes eran los críticos a sueldo, quién es bueno, malo, o qué se da a conocer y qué no.  

          Esto no es nuevo. En el mundo de la música, por ejemplo, ha ocurrido siempre. Cuando el autor llega al plato de lentejas es porque ya ha dado de comer jamón de bellota y langostinos a un número de «gente necesaria» equivalente a cinco legiones romanas. Y si el creador de contenidos quiere jamón y langostinos tendrá que pescar 1 por cada 10 o cortar 10 lonchas para comer 1 y repartir las otras 9. Esto, antes de que Hacienda se arrime al pastel.

          Crear cosas: novelas, poemas, pinturas, estas cosas tradicionales que se comen una parte de nuestras vidas muy considerable, es de tontos y tontas. Por lo general lo hacemos palmando pasta, y cuando en alguna ocasión suena la flauta se sienta a la mesa hasta el Sursuncorda y ya, para colmo, que se llegue el periodista y te diga que además de tonto, te toca pagar la cuenta. 

                   

Literatura y tecnología

          Literatura y tecnología han ido siempre de la mano desde la invención de la imprenta de Gutenberg a finales del s. XV. Incluso antes de ese descubrimiento que marcó un antes y un después, nuestros antepasados habían fabricado herramientas —léase tecnología— para grabar paredes con relatos pictóricos o escribir papiros capaces de perdurar milenios aun siendo obras únicas realizadas con escasos rudimentos.

          Pienso en esto cuando leo y escucho, cada vez con más frecuencia, lo poco que le queda al libro impreso y a los creadores de obras literarias tal como las conocemos desde hace siglos. A esta creencia contribuyen diferentes circunstancias como la enorme oferta audiovisual, los planes de estudio en los que se anulan materias como la filosofía, o el empecinamiento en imponer la formación y el ejercicio de profesiones en lenguas vernáculas que solo hablan un puñado de personas. 

          Por si eso no basta, la IA —inteligencia artificial— está propiciando la aparición de aplicaciones capaces de escribir solo con pedirle que lo haga sobre un asunto determinado. A lo que hay que sumar el auge de los audiolibros para hacernos más perezosos y, en vez de gozar de la lectura y aprender al mismo tiempo, que simplemente nos coman la oreja.

          Aún así, en mi opinión la literatura escrita y quienes a ello se dedican no desaparecerán. Es cierto que el mercado, los avances tecnológicos y el hecho de que cada vez la calidad de lo que se publica es peor, no ayudarán a frenar la tendencia. Una gran mayoría de la oferta literaria, en realidad, no lo es. Son productos impresos en los que presentadoras de la tele, miembros de la farándula, futbolistas o cocineros ponen su nombre y alguien les escribe el resto. A las editoriales les salen los números y eso es todo. Son 300 páginas para regalar en Navidad o un cumpleaños que acaban intactas en una estantería o un cajón.

          Esta semana he oído a un periodista en la caja tonta decir que como boomers es la generación que ahora tiene entre 58 y 77 años, pues que todo el mundo será boomer si vive hasta esa edad. Cambié de canal porque la ignorancia es contagiosa, y me encontré para mi regocijo con la alumna que ha quedado primera en su promoción de periodismo de la Complutense. Me recordó con ternura a aquellas verduleras de mi infancia, que a grito pelado emitían frases mal construidas y casi ininteligibles con la intención de vender sus lechugas. Por eso creo, que después de todo, las cosas no cambian ni tanto ni tan rápidamente. 

Las letras del 2022

          Hay diferencias de opiniones sobre el balance de las letras del 2022, sobre todo, si de novela hablamos. Las ferias del libro en España han tenido bastante éxito de público, no sé yo si de ventas, eso los editores y libreros lo sabrán mejor que nadie. En Madrid, desde luego, no cabía un alfiler en las horas de mayor afluencia, y en Sevilla pues más o menos lo mismo aunque en un espacio mucho más reducido. Son las dos ferias que he visitado y en las que he firmado ejemplares dos años después de la publicación de «La novia del papa se desnuda».

          También es cierto que se ha publicado mucho. De hecho, yo creo que con las diferentes fórmulas existentes cada vez hay más papel en las librerías. La oferta comienza a ser tan abrumadora que es casi imposible escarbar tanto sin terminar exhausto. Seguramente, a poco que usted haga algo de investigación descubrirá que en su bloque de vecinos hay media docena de escritoras. Otra cosa es si las conoce alguien o pasan de los 100 ejemplares vendidos.

          Decía Alberto Olmos, escritor y periodista, el pasado día 13 en su columna de El Confidencial, que el 2022 ha sido el peor año de la literatura en lo que va de siglo. No sé si tiene mucho que ver con la cantidad, aunque es posible que, si no directamente, puede que influya en ello. Y lo que quizá usted no sepa es que, aún así, lo que se publica es una ínfima parte de la avalancha de cosas que llegan a diario a las editoriales. La mayoría de las cuales o no se leen y van directamente al cubo, o no pasan ni el primer filtro.

          En mi opinión, gran parte de este vertiginoso descenso de la calidad viene de la mano de la premura por contar una y otra vez lo mismo, de manera machacona y cansina, porque es la línea gubernamental. Nos hemos comido un par de décadas contando lo buenos que eran los buenos y lo malos que eran los malos en España, y ahí seguimos aunque de forma ya atenuada por el hartazgo. Ahora toca mover a la fauna lectora hacia otras consignas.

          Decía Olmos en su artículo: «Casi todo el mundo ha escrito mal, muchos han ofrecido su peor novela y no pocas han fabricado la misma novela que su vecina, sobre tres generaciones de mujeres, cuatro generaciones de mujeres, cinco amigas de la infancia o no sé cuántas mujeres interesantísimas porque abarcan toda la paleta de colores del victimismo». No cabe duda de que son temas que tienen su público, y que las editoriales las publican y las queman en apenas 15 días, con frecuencia, pagando las autoras la mayor parte de su bolsillo.

          Lo que parece claro es que si en la feria del libro de Fráncfort, como ha ocurrido este 2022, había casi tanta casta política gobernante como escritores no puede ser casualidad. Que una gente que no pisa una librería ni por error, se desplace en masa a un acto de ese tipo solo puede tener una explicación: asegurarse de que se sigue contando lo que toca contar, el quién o el cómo se escriba es lo de menos.