TIA: Tonta inteligencia artificial

          No deja de sorprenderme lo inteligentes que son los motores de rastreo en la red, la IA y los algoritmos de identificación de preferencias según mis movimientos internautas. La habilidad extraordinaria que tiene la tecnología para conocerme, identificar mis gustos  y preferencias, o mis desviaciones inconfesables e incluso adyacentes a las más peligrosas conspiraciones. Todo lo que hago deja un rastro virtual que me delata, me descubre y me deja con la patas colgando.

          Ayer, sin ir más lejos, comencé a recibir anuncios y sugerencias para alquilar un trastero guardamuebles en Oxford (UK), después de que media hora antes me ofrecieran un apartamento de lujo en Oxfordshire a un precio de ocasión. Incluso me llamó una amable comercial, que en inglés y con afectada voz británica, deseaba ampliarme información sobre inversiones en la zona. Mantuvimos una breve conversación sobre las bondades de la vida en Headington, y las peculiaridades de sus famosos pubs.

          Hará algo así como un mes comencé a recibir ofertas y notificaciones acerca de yates en venta en Coral Gable (Miami), con fotografías de auténticas maravillas. Se ve que, de momento, lo único que el Big Data y la IA no han logrado situar en su punto correcto es el nivel de mi patrimonio, que ni de lejos, alcanzaría todo junto para un yate de lujo. Me complace que se me tenga en consideración, no obstante, por si en algún momento me toca la mano de la diosa fortuna.

          Pensaba esto porque se me ocurrió lo divertido que es engañar a la máquina. Digamos que basta con dejarles las miguitas de pan en un camino alejado de nuestros intereses. Las palabras introducidas en los buscadores tienen el sonido de las notas de la flauta de Hamelin. En la tele ocurre lo mismo, y según vas eligiendo canales en Netflix, por ejemplo, las guardan en el histórico para ofrecer lo que según ellos te gusta ver. Si alguien quiere gastar una broma que use el perfil de su pareja cuando no esté en casa y ponga películas porno. Así tendrá un motivo para pedirle explicaciones la siguiente vez que entre en su perfil para ver una peli juntos y le sugieran a Manolo el Mandinga con un nivel del 100% de match.

          Yo me lo paso bien mientras escribo algún capítulo nuevo de mi próxima novela. Navego como hacen la mayoría de escritores por los escenarios reales donde se desarrolla la acción. Visito restaurantes, busco extravagancias que son del agrado de mis personajes  por cualquier parte del mundo. Luego dejo de escribir y ya veo a esa inteligencia artificial con sus super poderes preparándome la oferta de productos y servicios que algunos incautos van a pagar para ofrecerme su publicidad en el escritorio de mi Mac.     

           

Reloj de arena

          La escasez es lo que hace a las personas echar cuentas, ya sea con los dedos como hacen quienes andan cortos de habilidades matemáticas o tirando de calculadora. Además, es una costumbre muy del mes de enero. Ese tiempo en el que los días del calendario parecen escalones cada vez más altos a la hora de llenar el carrito de la compra. Conozco a quien después de haber tirado la casa por la ventana en diciembre ha tenido que bajar en enero a la acera para recoger los trastos. ¿Quién no cometió algún error de cálculo?

          Cuando se es joven la vida por delante parece interminable. Uno mira al futuro y lo ve lejano e inaccesible. Los días parecen durar una eternidad y los años son en la conciencia del niño unos espacios de tiempo infinito. Pero que pronto cambian las cosas, y que rápido comienzan a girar las agujas del reloj poco después. Siempre he pensado que uno se hace mayor la primera vez que tiene la sensación de haber perdido el tiempo. Ese pellizco de culpabilidad que nos hace recapacitar acerca de la cuenta atrás.

          Pensaba esto porque no acostumbramos a hacer números, quizá para no deprimirnos, pero debería enseñarse en las escuelas a pensar en términos matemáticos. Así descubriríamos que la esperanza de vida de una persona en España, por ejemplo, es de unos 30.000 días desde su nacimiento. Puede parecer mucho, pero si se piensa bien, restando las horas de sueño, vivir lo que es vivir despiertos serán solo 20.000 días: primer hachazo. Pronto llega un momento en el que ya de adulto, digamos que frisando los 40 tacos, descubrimos que solo quedan 10.000 días por delante quitando las horas de sueño. Es cuando cada día comienza a tener una relevancia diferente.

          Yo hago el mismo ejercicio con las actividades que decido que me interesan, por ejemplo leer. Y le doy la importancia que tiene a lo que leo de una manera muy seria. Dos horas de lectura al día son 730 horas al año, es decir, de los 12 meses más de 1 entero dedicado a leer sin descanso. No es una cifra baladí. Claro que si la comparamos con el tiempo dedicado a enredar en las redes sociales es una minucia. Hoy los adolescentes dedican de media 3 meses enteros, 24 horas al día a ver la tele y enredar con el móvil. Inconscientes de la velocidad a la que cae la arena creando la duna de una vida que ya no recuperarán.

          Esta mañana pensaba acerca de la cantidad de libros que se pueden leer en una vida normal y corriente, es decir, la de alguien que no se dedica solo a leer. Y mi cálculo es que unos 3 o 4 mil viviendo unos 80-85 años. A mi me parecen muy pocos para todo lo que hay escrito y que valdría la pena ser leído. Sin embargo, para llegar a esa cifra se requieren muchas horas y constancia. Son unos 5 años leyendo sin parar las 24 horas del día. Poca broma, así que toca elegir lo mejor posible para dedicarle alrededor de un 10% de nuestra vida consciente a esa actividad.    

El factor X. Serie de post «the missing link» 4.

          El factor X podría ser el nombre de una nueva crema cosmética sin ningún problema. Una de esas que por 100 euros la ampolla promete rejuvenecer el cuero envejecido de los bolsillos mejor acomodados. Recuerdo, hace quizá unos 10 ó 15 años, en el aeropuerto de Singapur, los precios de una conocida marca de cremas milagrosas para el cuidado del rostro. Tuve la sensación de que el precio, en realidad, lo marcaba el envase de lujo y la parafernalia que lo envolvía al margen de las supuestas bondades del potingue.

          Sin embargo, como ustedes saben yo no me dedico a la cosmética, por eso el Factor X al que me refiero es algo muy distinto a las cremas o los shows televisivos. Que su apellido sea el símbolo que usamos para nombrar una incógnita no es casual. La únicas certezas de las que disponemos son su existencia y el hecho de que cada vez podría estar más cerca de convertirse en una problemática realidad sanitaria a escala global. Entre las muchas amenazas del ecosistema que acechan a la especie humana, el Factor X puede ser un verdadero cisne negro.

          Hoy vivimos en un ecosistema que poco tiene que ver con el existente en la época de los denisovanos hace 50000 años. Unos primos de los Neardentales, según publicó la revista Nature en 2010, cuyos últimos vestigios fueron encontrados en una cueva en Denisova, en Siberia. Si bien es cierto que coincidieron en el tiempo con el Homo Sapiens, no prevalecieron. Lo que no es de extrañar dado que en plena era glaciar las condiciones de vida por entonces no debían propiciar un futuro alentador.

          Se desconoce si la causa de su desaparición se debió, precisamente, a nuestros primeros descendientes. Después de todo, el ser humano que hoy somos ha prevalecido colonizando el planeta y sus recursos y eliminando las alternativas que presentaban otras especies competidoras. En esto somos tan animales como cualquier otro ser vivo. Lo que desconocemos hoy es el riesgo que conlleva la fauna viral y microbiana que también quedó enterrada en el frío siberiano de entonces. 

          Sea como fuere, ahora estamos desenterrando restos fósiles gracias a un clima que derrite capas de hielo de aquella época. Estamos encontrando pequeños restos de huesos de aquellos habitantes del planeta de un tiempo remoto. Y convendría considerar la incógnita que nos proporciona la existencia del Factor X, y si su aparición nos sumirá a la humanidad actual en un largo período de hibernación. Como todo el mundo sabe la curiosidad mató al gato.

La pandemia del tiempo

          El día y la noche se suceden cada seis horas desde que empezó el año: cuatro amaneceres y cuatro crepúsculos. Al principio, no le dimos importancia ocupados en las tareas cotidianas, pero pasan los días y ocurre en todo el planeta.  Algunos científicos dicen que se debe al efecto del cambio climático, D. Trump apuesta por una maniobra china y la necesidad de bombardearlos, Bunbury y Miguel Bosé aseguran que es un efecto visual provocado por las vacunas. A la mayoría de las personas, al principio, les daba lo mismo ver o no ver. 

          Seis horas de luz seguidas de seis de oscuridad. El misterio, aseguran los primeros estudios geofísicos, se debe al aceleramiento de la Tierra a la que parece que le han entrado unas tremendas prisas por llegar a ninguna parte. Quizá solo es una maniobra del planeta para deshacerse de la humanidad, como mi perro labrador, Warren Sánchez, que se libra de las gotas de agua cuando sale de la orilla de la playa a golpe de carreras y sacudidas.

         Les cuento esto porque se acaban de publicar los primeros resultados de laboratorio. El envejecimiento de unos ratones desde que empezó el año: en vez de vivir un mes solo duran una semana. Su tiempo, también se ha acelerado por cuatro, y sus días solo duran seis horas. Los médicos comienzan a sospechar que el incremento de patologías crónicas y las muertes por enfermedades propias del envejecimiento se deben a que nos hacemos mayores cuatro veces más rápido. El mundo está quedándose sin mayores. Dentro de unos años los jóvenes de veinte tendrán la edad biológica de ochenta.

          Dicen los expertos que la humanidad se ha quedado sin tiempo. Que nuestra especie está condenada a vivir apenas un par de décadas desde que nacemos. En ese tiempo tiene que desarrollarse, amar, innovar y asegurar la supervivencia de la siguiente generación. Es la única posibilidad de sobrevivir a la pandemia del tiempo. Quienes ahora somos mayores y ya notamos cada día como nos pasa una semana por encima tenemos la obligación de preparar a nuestros descendientes. Un nuevo vertiginoso mundo en el que el valor de la vida sea cuatro veces mayor será muy exigente.

          Hemos empezado a centrarnos en lo importante. Mientras más rápido corre el tiempo más cae la super producción y la contaminación por falta de adaptación y de consumidores. A nadie le interesan las guerras porque son innecesarias ya que las conquistas no sirven a quien las consigue. Cada veinte años el reemplazo de todos los humanos por sus hijos, y así sucesivamente, deja poco margen a la codicia, la maldad, el hedonismo o la acumulación de riquezas. Desde que vemos salir el sol cada seis horas todo ha cambiado: la luz intermitente nos recuerda lo efímeros que somos, y que salvo para amarnos por un instante los unos a los otros, no hay tiempo para nada más.    

La ceguera blanca

          Leí la novela «Ensayo sobre la ceguera» de José Saramago a finales de los años noventa, poco después de su publicación en 1995. No era la primera obra del escritor portugués que leía, pero el hecho de que en 1998 le concedieran el Nobel incentivó un poco más mi acercamiento a su obra. Es una historia distópica llena de simbolismo y, aunque han pasado casi treinta años, es del todo actual, tanto que me atrevería a considerarla premonitoria.

          La pandemia de ceguera que afecta a la sociedad y el pánico que se produce entre las gentes ficticias del relato permite que aflore la amoralidad en su estado más primitivo. Saramago nos muestra la esencia humana en un punto cercano a la locura, en el que la ausencia de valores es absoluta. Conceptos como lo bueno o lo malo, la verdad o la mentira, lo correcto o lo vil desaparecen de forma progresiva. Las mentes más miserables y abyectas se hacen con el control de la situación.

          No se trata ya de una sociedad líquida en el sentido de Zygmunt Bauman, en la que los conceptos se diluyen, sino de una degeneración completa rayana en la pérdida de lucidez. El misterio que Saramago no nos desvela en la novela es el motivo que lleva a algunos a tomar ese camino de degradación. Debemos suponer que es por la única razón de ejercer el poder absoluto desde la locura, cosa que ya hiciera Nerón en tiempos del Imperio romano.

          El autor nos deja una esperanza en uno de los personajes: la mujer del médico. Un caso rara avis que al no estar contaminada trata de ayudar en lo posible a remediar el caos. No es tarea fácil, en un entorno donde la realidad deja de existir y los días dependen de la voluntad del tirano, según lo que en cada momento su patológica conducta desprenda acerca de qué es lo que hay que hacer o quién debe vivir y quién no. 

          Decía que se trataba de una distopía e incluso un relato premonitorio porque es obvio que hoy vivimos una situación de pérdida similar de la lucidez y del criterio racional. Hoy se defiende con soltura y sin el menor reparo lo que en otro tiempo habría sido vergonzante y reprobado por la mayoría. El tirano puede decidir un lunes cualquiera que la luna es verde y cuadrada y que de ella cuelgan aceitunas. No importa, la camarilla abducida lo jura si es necesario, afectada  como está por la pandémica ceguera. No haré espóiler, pero quizá solo nos quede la esperanza de que la mujer del médico salga del relato y nos libre del tirano.  

Una generación aturdida

          A la mayoría de las personas les gusta la ficción, a mí también. Recuerdo épocas de mi vida en las que llegaba a agotar los estrenos disponibles en las carteleras de cine. Bien es cierto, que por entonces la oferta de ocio era mucho menor que hoy en día. Además, desde hace bastantes años, suelo tener varios libros en la mesita de noche y los voy alternando en la lectura, según me coja el cuerpo y el ánimo al final de cada día al acostarme.

          El cine, los libros, las creaciones artísticas nos han mostrado personajes de todo tipo. No sé si demasiados, pero comienzo a sospechar que tantos como para aturdir a una generación sobre expuesta a estímulos y criada en el exceso y la ausencia de control. Recuerdo una visita a un hotel de lujo de Madrid en el que dos pequeños energúmenos de apenas cinco o seis años saltaban sobre un sofá con los zapatos puestos. La tela del mobiliario pronto se llenó de restos de barro y manchas de chocolate. Nadie, ni el personal del hotel ni un padre tontolaba que les pedía por favor que parasen, consiguieron detenerlos hasta que les dio la gana de bajar al suelo motu propio. El sofá quedó hecho una mierda entre risas de las dos crías de kale borroka. 

          Es una generación víctima de la estupidez educativa. De esos desaprensivos que convencieron a políticos y otras especies de desecho de que lo correcto era dejarles hacer: sin límites. Que lo saludable pasaba por observarles mientras enloquecían quemando contenedores ya de adolescentes, o volvían con 15 años a casa hasta las cejas de alcohol, de rayas o de pastillas y, por supuesto, no molestarlos al día siguiente hasta que les pareciera bien levantarse a mesa puesta. Lo ideal, vamos, para educar a toda una caterva de ninis.

          Hoy vemos a algunos de ellos dando sus primeros pasos en la política. La savia nueva que dicen quienes les dan la oportunidad de estrenarse como loros o majaretas de tres al cuarto. Lo cierto es que lo más desalentador para una sociedad es ver la rápida maestría con la que aprenden valores como la desfachatez, la poca vergüenza, la capacidad de mentir sin inmutarse delante de las cámaras, de manipular o de rufianear desde un atril como si se tratase de la barra de un burdel.

          Pensaba esto porque quizá la culpa es de los escritores y creadores de ficción. Esa gente ha creado personajes imaginarios a los que han dotado de maldad sin cuento, de estupidez y villanía y, algunos también, con valores sanos y más elevados pero, por alguna razón ignota esos interesan bastante menos a esta generación aturdida por tantas posibilidades de vivir de la vileza y la servidumbre.   

Ensayo y error. Serie de post «the missing link» 2

          Todo lo hecho y conseguido por el hombre ha sido a base de ensayo y error. O dicho de otro modo, vas y pruebas, te la pegas y lo intentas de otra manera. No es que sea un método muy sofisticado, pero funciona para casi todo el mundo. Siempre hay, como es conocido, quien prefiere reiterar en el error hasta hacerse daño, pero ese es tema para otro día. En el mundo empresarial, siempre dado a los eufemismos, se le llama hacer un ensayo piloto. En la ciencia también, pero en vez de meter a un piloto en un transbordador espacial para convertirlo en polvo estelar, meten a un macaco en una jaula y le pinchan cosas en el lomo.

          En la película dirigida por Franklin J. Schaffner basada en la novela de Pierre Boulle, «El planeta de los simios» (1968), las tornas cambian y son los humanos quienes hacen de cobayas. Hoy decimos que se trata de un relato distópico. Los simios evolucionaron a partir de la raza humana, o prevalecieron, después de que nosotros destruyéramos el mundo tal y como lo conocíamos en el siglo xx. Mi teoría es que no necesitaremos llegar al año 3978 como en la historia protagonizada por el coronel George Taylor (Charlton Heston), sino que ocurrirá mucho antes.

          Después de 1945 y del lanzamiento de las armas nucleares inventadas por Robert Oppenheimer, el mundo ha conocido un tiempo de paz a nivel global (guerras locales o bilaterales no ha dejado de haber nunca), impensable hasta entonces, a la luz de la Historia desde tiempos de Alejandro Magno. Una amenaza con un poder disuasor tan grande que hizo impensable usarla unos contra otros por lo absurdo del resultado final: no es posible el juego de suma cero si el resultado es cero ganadores.

          Pensaba esto mientras escribía mi ya avanzada segunda novela, porque esta semana ha saltado una nueva alerta mundial en China que ha colapsado los hospitales. Un virus respiratorio que ataca selectivamente a los niños. La parte de la población no ensayada con el COVID-19 y que tuvo como diana primaria a la población mayor. Hemos pasado de las residencias de ancianos a las guarderías infantiles. La pregunta es: ¿Y si somos un gigantesco laboratorio planetario antes de poner en marcha el plan definitivo? Es posible que China, que en asuntos de población masiva tiene experiencia, haya entendido antes que nadie que dentro de poco no vamos a caber todos en este planeta. O, al menos, no todos haciendo cada cual lo que mejor le parezca, es decir, no todos en libertad.

          Si la fisión nuclear nos pareció un engendro del diablo, soplado al oído a Oppenheimer, un arma biológica sin restricciones puede ser el siguiente paso hacia la distopía. Y usted se preguntará qué encontraremos allí. Algo que Zaira ya le preguntó a Zaius: «¿Qué encontraré allí, doctor?» y él contestó: «Su destino».

To be continued. 

No cabemos. Serie de posts «The missing link» 1

          No se puede llenar un vaso de agua que ya está lleno, o eso dice la Ley del vacío. A mí también me lo dice el sentido común y la experiencia personal, sin necesidad de normas ni postulados. Las perogrulladas no necesitan ser explicadas casi nunca. La única excepción es cuando la evidencia alcanza un tamaño tan enorme que no se puede abarcar entera con la mirada y, como resultado, no la vemos. Algo de esto ocurre con la población mundial. No cabemos todos los que seremos.

          Nos podemos apretujar más: que si échate para allá, recoge un poco las piernas o no pongas los codos en la mesa, pero poco más. La demografía engorda como esas bolas de nieve que se alimentan de lo que pisa mientras rueda y crece ladera abajo. La ves venir y nada puedes hacer para detenerla. Nada se puede hacer a estas alturas del siglo para que en 2050 no seamos 10.000 millones de seres humanos en el planeta. El doble que hace apenas unas décadas. Y, usted sagaz lector, ya se habrá dado cuenta de que la Tierra tiene el mismo tamaño que entonces, y  el mismo que hace decenas de miles de años cuando acaso éramos una pandilla de primates.

          ¿Y luego qué? Pues salvo que alguien se saque de la manga un planeta adicional, cosa poco probable, tenemos un problema. Para entonces, como ya se está anunciando, los ricos nos habrán abandonado en sus cohetes y naves espaciales pertrechados con sus sombreros de copa y sus puros habanos. A buen seguro se llevarán los toros de lidia para seguir con las corridas, las escopetas para cazar etés y las bodegas llenas de mollate en barricas de roble francés. Aquí quedará lo que ahora se ha dado en llamar «la gente», sin más. La gente a pelo y sin naves espaciales. El problema es que como ricos no hay tantos, yo no conozco personalmente a ninguno, deduzco que lo que es gente vamos a seguir siendo demasiados para un solo planeta.

           Dicen los pájaros de mal agüero que un nuevo episodio de extinción total es inevitable (ELE) –EVEN LINK TO EXTINCTION—. Ya saben, lo de los dinosaurios y el meteorito. Sin embargo, si uno lo piensa con serenidad esa solución no nos resuelve el problema. La solución para tratar una uña del pie incardinada en el dedo gordo no es la eutanasia por mucho que se arregle el problema. De modo que sí, la población seguirá creciendo y creciendo de forma descontrolada. Les doy un dato clarificador: en los próximos 27 años se duplicará la población africana de los 1.200 millones actuales a 2.500 millones y a finales de siglo se rozarán los 4.000 millones de personas en ese continente. ¿Se ve mejor así? Los europeos tendremos en el sur a unos vecinos con una población 10 veces la de Europa. Y es muy posible que necesiten lo mismo que cualquiera: seguridad y alimentos, e incluso bienestar.

          Como yo no estaré aquí a finales de siglo para ver ni contar nada, y no tengo recursos para construirme un cohete, me he metido en el garaje de casa. Estoy revolviendo cajas para ver si me puedo construir un DeLorean capaz de viajar en el tiempo como en «Regreso al futuro». En cualquier caso les iré contando de qué va la serie «The missing link», sin hacer espóiler de lo que aún no ha visto la luz.  

          

El club de los sueños cumplidos

          En pocos lugares como en un club de lectura se vive la magia de los sueños cumplidos. Ayer, después de la escena final del encuentro se apagaron los focos, cayó el telón, cesaron los comentarios, y quedaron apaciguados los ánimos. Fue el momento de la verdad. Como ocurre en el teatro, en las tramoyas la ficción se revela y no se conforma con ser un invento del autor. Al contrario, se hace presente y como el famoso protagonista de madera de Carlo Collodi, lucha por alcanzar su alma de niño para ver cumplidos sus sueños.

          Collodi es una hermosa localidad de la Toscana en Italia. Allí hay un precioso parque dedicado a Pinocchio, la obra mundialmente conocida del escritor florentino Carlo Lorenzini que es su verdadero apellido. Ayer sábado, decía que en el primer aniversario del Club de lectura Sevilla, recibimos a Aldo Ares, un escritor argentino enamorado de Florencia. La obra que nos trajo: «El nieto del misionero». Un original artefacto literario repleto de pinceladas y anécdotas del Renacimiento. Sala llena, y una generosa participación de las nuevas incorporaciones a quienes aprovecho para expresarles una afectuosa acogida.

          Paso a paso, aprovechamos para dar un singular paseo partiendo de la Piazzale Michelangelo, era visita obligada la vista de la ciudad desde ese punto. Prendados del Duomo hicimos una incursión de la mano de personajes como Michelangelo, Savanorola, Leonardo o Los Medici, entre otros, por los vericuetos de las calles florentinas. Asistimos a alguna ceremonia inquisitorial y analizamos el papel de la Iglesia y sus papas en la época. Mientras caminábamos también nos llegó algo de música de reguetón, y el olor a horno de leña donde se preparaba la pasta para degustar con los caldos de la Toscana.

              Al final de la caminata, un poco cansados y acalorados hicimos una parada en el camino. Fue el momento de la tertulia más distendida, donde por aquello de tener presente nuestros orígenes, nos despachamos una paella junto con otras viandas. Que fácil fue entonces descubrir las ilusiones de quienes escriben o aspiran a hacerlo, de quienes leen y disfrutan con los mundos creados por los autores y del encuentro entre unos y otros.

             Mientras observaba la escena pensé que el Club de lectura Sevilla, que cumplía su primer aniversario, era también el Club de los sueños cumplidos. Desde la nada a una iniciativa que ya toma cuerpo. Y para celebrarlo, habíamos viajado a Florencia de la mano de Aldo Ares, hicimos de la ficción la virtud de sentirnos en las vidas de otros y en otro tiempo. La literatura es, ante todo, un lugar de encuentro atemporal en el que es posible crear una burbuja mágica en la que pasar unas horas aspirando a dejar de ser un muñeco de madera.   

          

Dolorosa certeza

          Olvidamos con frecuencia la dolorosa certeza de que somos seres humanos. Acostumbrados como estamos a escuchar desde que nacemos, y creer de mayores, que esa casualidad es una maravilla incontestable. No cabe duda de que, al menos a priori, es mejor pertenecer a la especie humana que ser un roedor o un reptil. Lo que no es óbice para que haya humanos que se comporten como ratas o se arrastren como serpientes. Paradójico resulta que ninguna de esas criaturas se comporte jamás como una persona, por algo será.

          La evolución de nuestro cerebro nos faculta de habilidades para prevalecer como especie dominante, al menos de momento, al precio nada barato de exterminarnos de forma constante e inmisericorde desde que aparecimos sobre la Tierra, hace unos cien mil años. No solo nos liquidamos a nosotros mismos, sino al resto de la fauna animal y vegetal y, cada vez más, al propio planeta en el que vivimos. Destruimos por encima de nuestras posibilidades, y nos llamamos a nosotros mismos individuos civilizados.

          El humano nada tiene que envidiar al comportamiento de un virus cualquiera, por ejemplo el Corona o similar. No en vano, somos un conglomerado de virus y bacterias envueltos en cuero y dotados de un centro de mando gelatinoso encima de los hombros. Un mando cuyo timón, con frecuencia, lo maneja un mono borracho o una orangutana hasta las trancas de maría. ¿Qué puede salir mal?

          Pensaba esto porque esta semana ha empezado otra guerra en Oriente Medio. Entre esos que tanto proclaman su amor por Dios. Decía Iván Karamazov: «Si Dios no existe, todo está permitido». Dostoyevski intuyó una de nuestras humanas debilidades y la señaló en la genial obra «Los hermanos Karamazov»: hacer lo contrario de lo proclamado. Luchar, matar y morir en nombre de aquello en lo que no creemos. Quizá sea esa  certeza dolorosa la que lleva al humano a comportarse peor que una alimaña contra sus propios congéneres. La desesperación que produce la conciencia del ser.

          Hemos tenido cien milenios para aprender a convivir y acostumbrarnos a nosotros mismos, sin éxito. Es difícil perseverar durante tanto tiempo en el error. Tan difícil, que quizá no sea un error sino la constatación de un hecho que ya resulta irrefutable. Una dolorosa certeza: el ser humano no es lo que los bien pensantes y parlantes nos cuentan, sino lo que nuestros ojos horrorizados ven cada día. Lo que la especie humana se hace así misma y a todo lo que la rodea. Eso es lo que nos describe y nos define.