Olvidamos con frecuencia la dolorosa certeza de que somos seres humanos. Acostumbrados como estamos a escuchar desde que nacemos, y creer de mayores, que esa casualidad es una maravilla incontestable. No cabe duda de que, al menos a priori, es mejor pertenecer a la especie humana que ser un roedor o un reptil. Lo que no es óbice para que haya humanos que se comporten como ratas o se arrastren como serpientes. Paradójico resulta que ninguna de esas criaturas se comporte jamás como una persona, por algo será.
La evolución de nuestro cerebro nos faculta de habilidades para prevalecer como especie dominante, al menos de momento, al precio nada barato de exterminarnos de forma constante e inmisericorde desde que aparecimos sobre la Tierra, hace unos cien mil años. No solo nos liquidamos a nosotros mismos, sino al resto de la fauna animal y vegetal y, cada vez más, al propio planeta en el que vivimos. Destruimos por encima de nuestras posibilidades, y nos llamamos a nosotros mismos individuos civilizados.
El humano nada tiene que envidiar al comportamiento de un virus cualquiera, por ejemplo el Corona o similar. No en vano, somos un conglomerado de virus y bacterias envueltos en cuero y dotados de un centro de mando gelatinoso encima de los hombros. Un mando cuyo timón, con frecuencia, lo maneja un mono borracho o una orangutana hasta las trancas de maría. ¿Qué puede salir mal?
Pensaba esto porque esta semana ha empezado otra guerra en Oriente Medio. Entre esos que tanto proclaman su amor por Dios. Decía Iván Karamazov: «Si Dios no existe, todo está permitido». Dostoyevski intuyó una de nuestras humanas debilidades y la señaló en la genial obra «Los hermanos Karamazov»: hacer lo contrario de lo proclamado. Luchar, matar y morir en nombre de aquello en lo que no creemos. Quizá sea esa certeza dolorosa la que lleva al humano a comportarse peor que una alimaña contra sus propios congéneres. La desesperación que produce la conciencia del ser.
Hemos tenido cien milenios para aprender a convivir y acostumbrarnos a nosotros mismos, sin éxito. Es difícil perseverar durante tanto tiempo en el error. Tan difícil, que quizá no sea un error sino la constatación de un hecho que ya resulta irrefutable. Una dolorosa certeza: el ser humano no es lo que los bien pensantes y parlantes nos cuentan, sino lo que nuestros ojos horrorizados ven cada día. Lo que la especie humana se hace así misma y a todo lo que la rodea. Eso es lo que nos describe y nos define.