El club de los sueños cumplidos

          En pocos lugares como en un club de lectura se vive la magia de los sueños cumplidos. Ayer, después de la escena final del encuentro se apagaron los focos, cayó el telón, cesaron los comentarios, y quedaron apaciguados los ánimos. Fue el momento de la verdad. Como ocurre en el teatro, en las tramoyas la ficción se revela y no se conforma con ser un invento del autor. Al contrario, se hace presente y como el famoso protagonista de madera de Carlo Collodi, lucha por alcanzar su alma de niño para ver cumplidos sus sueños.

          Collodi es una hermosa localidad de la Toscana en Italia. Allí hay un precioso parque dedicado a Pinocchio, la obra mundialmente conocida del escritor florentino Carlo Lorenzini que es su verdadero apellido. Ayer sábado, decía que en el primer aniversario del Club de lectura Sevilla, recibimos a Aldo Ares, un escritor argentino enamorado de Florencia. La obra que nos trajo: «El nieto del misionero». Un original artefacto literario repleto de pinceladas y anécdotas del Renacimiento. Sala llena, y una generosa participación de las nuevas incorporaciones a quienes aprovecho para expresarles una afectuosa acogida.

          Paso a paso, aprovechamos para dar un singular paseo partiendo de la Piazzale Michelangelo, era visita obligada la vista de la ciudad desde ese punto. Prendados del Duomo hicimos una incursión de la mano de personajes como Michelangelo, Savanorola, Leonardo o Los Medici, entre otros, por los vericuetos de las calles florentinas. Asistimos a alguna ceremonia inquisitorial y analizamos el papel de la Iglesia y sus papas en la época. Mientras caminábamos también nos llegó algo de música de reguetón, y el olor a horno de leña donde se preparaba la pasta para degustar con los caldos de la Toscana.

              Al final de la caminata, un poco cansados y acalorados hicimos una parada en el camino. Fue el momento de la tertulia más distendida, donde por aquello de tener presente nuestros orígenes, nos despachamos una paella junto con otras viandas. Que fácil fue entonces descubrir las ilusiones de quienes escriben o aspiran a hacerlo, de quienes leen y disfrutan con los mundos creados por los autores y del encuentro entre unos y otros.

             Mientras observaba la escena pensé que el Club de lectura Sevilla, que cumplía su primer aniversario, era también el Club de los sueños cumplidos. Desde la nada a una iniciativa que ya toma cuerpo. Y para celebrarlo, habíamos viajado a Florencia de la mano de Aldo Ares, hicimos de la ficción la virtud de sentirnos en las vidas de otros y en otro tiempo. La literatura es, ante todo, un lugar de encuentro atemporal en el que es posible crear una burbuja mágica en la que pasar unas horas aspirando a dejar de ser un muñeco de madera.   

          

Al calor de Lolita

          La Casa del Libro, un edificio de cuatro plantas en el centro de Sevilla, parecía un hormiguero en hora punta. Había caminado desde el Paseo de Colón zigzagueando entre turistas abrumados por el calor, carritos todoterreno de recién nacidos adormilados y algún que otro goloso lamiendo una bola de helado. Los grifos de cerveza, cercana ya la hora del mediodía, comenzaban a llenar los vasos y las jarras de una tropa sedienta. Al atravesar la puerta de la librería, mi agobio se vio reconfortado por el aire acondicionado y, sobre todo, al ver las colas en las cajas para comprar libros. También había sed de lectura y de conocer nuevas historias.

          En la última planta, destinada a las actividades culturales, en una cómoda sala que ya conocía, el Club de Lectura Sevilla nos había convocado al calor de Lolita. La célebre novela publicada en 1955 por Vladimir Nabokov. Una obra controvertida y criticada a partes iguales, tildada de genialidad o de simple pornografía, según quién y según cuándo la haya leído o se haya dejado llevar por la opinión de otros para subirse al carro de moda.

          La sala se llenó de lectoras con la novela en la mano, en el bolso o en el recuerdo. Pero todas, con un ojo crítico experto. No es fácil encontrar un público capaz de analizar en profundidad, de manera certera y desde múltiples perspectivas, un libro como Lolita. Se expusieron los sentimientos que su lectura provoca, sin duda en muchas personas, al tratar de un asunto como la pederastia. Lo fácil habría sido quedarse en ese punto y pasar página, pero no fue el caso. El debate fue mucho más enriquecedor y acertado, alejado de una simple corriente de opinión bien pensante.

          La mirada puesta en una sociedad hipócrita como la estadounidense de los años cincuenta, en el elemento denuncia implícito en la novela. El acento en la habilidad del autor para tocar a los personajes con respeto, para coser una historia con hilos de maestría literaria. Una de las participantes confesó que tras terminar la última página del libro había comenzado por la primera. Lo llevaba consigo, como se custodian los objetos a los que concedemos valor y el privilegio de acompañarnos a pasear un sábado por la mañana.

          El encuentro finalizó tras hora y media que a mí, personalmente, me pareció apenas un suspiro o una conversación casual con una amiga en cualquier esquina del centro de la ciudad. Volví a sumergirme en el mar de personas que inundaban el casco antiguo de Sevilla, con el calor añadido por la reunión de este Club de Lecturas. Noté tras de mí unos pasos más cercanos de lo habitual, me giré pero solo había sido una sensación mía. Sin embargo, al volver sobre mis pasos sentí que una voz grave me susurraba al oído: spasibo

Estas son mis tetas

          No dejes que tu teta izquierda sepa lo que hace la derecha. Ya sé que la celebre frase del Evangelio según San Mateo se refiere a las manos y no a las ubres de ningún animal mamífero, pero a lo que vengo da lo mismo. El significado bíblico es que las buenas obras hay que hacerlas sin ánimo de reclamar luego lealtad o sometimiento. O en estos tiempos que corren, sin pedir además el voto, la concesión a dedo o la subvención cuando toque.

          A mí me ha sorprendido mucho el concierto de Amaral en Teherán. Un país en el que la libertad de la mujer está cercenada, la discriminación es brutal y la vida femenina tiene como eje la anulación de su rol en la sociedad. Mucho les queda por pelear allí para alcanzar lo conseguido en España: que no haya un solo derecho que tengan los hombres que no lo tengan también las mujeres, entre otras cosas, porque aquí es ilegal e inconstitucional. Me parece bien que se apoye la causa de las mujeres que viven sin libertad y bajo la opresión de la República iraní. 

          Enseñar las tetas, y no me pregunten por qué, también ha sido habitualmente una forma de hacerse notar. No sé, me vienen a la memoria las de Marta Sánchez en el Interviú (lo menciono en la novela La novia del papa se desnuda), la de Janet Jackson en el escenario ¿A quién se le ocurre algo así? Creo que a Justin Timberlake, o más recientemente las de Rita Maestre en Nigeria en una capilla de Boko Haram. Allí las niñas son violadas y esclavizadas y esta valiente feminista, ahora más con pinta de monja católica, se lanzó a la lucha reivindicativa como debe ser. 

          En nuestro país tenemos la suerte de poder dedicar recursos públicos (impuestos) mil millonarios, para conseguir que no haya violencia machista contra la mujer (estadísticas aparte). Ha sido un gran logro del ministerio más feminista de la Historia, que además, ha conseguido que los violadores estén donde según ellas tienen que estar. Yo si te creo hermana. La lucha debe continuar, hace falta subir los impuestos aún más, y necesitamos que se monte siquiera una asociación que nos recuerde lo bien que lo hacemos. Alguna peli por lo menos que nos hable de lo machista que es Pepe o Paco, y nos recuerde la necesidad de integrar a Mohamed con sus costumbres avanzadas de libertad con las mujeres.

          Pensaba esto porque esta semana nos ha deslumbrado una artista cincuentona con su naturaleza al aire, para recordarnos la suerte que tenemos en España de tener quien nos enseñe la teta izquierda sin que la derecha lo sepa o mire para otro lado con tanto meneo. Sin esperar nada a cambio: ni publicidad, ni tendencias en redes ni que yo, por ejemplo, que nunca me han gustado sus tetas, escriba este comentario. 

 

Visible e invisible

          Visible o invisible, de eso va el libro que acabo de terminar. Es corto, se lee en una tarde. Lo escribe un periodista conocido en los medios de comunicación. El objetivo del «ensayo» es, según mi entendimiento, decir a los autores o creadores de contenidos que quienes mandan en este mundo son los periodistas. Este objetivo parte de una razón y una premisa: la razón es que ellos son los que mandan, la premisa que si no te sabes dirigir a ellos eres un ceporro. Por ejemplo, si envías un email y te permites unas líneas iniciales de saludo cortés es porque eres gilipollas y les haces perder el tiempo. 

         Yo a menudo pienso lo mismo de mi vecina del quinto. Algunas mañanas se sube al ascensor y me saluda con simpatía, me sonríe y me desea los buenos días. Estoy seguro de que es un tiempo perdido utilizado innecesariamente en los preliminares, y que por ello nunca se consuma la aventura durante el trayecto que, de eso no estoy muy seguro, ella piensa cada día.

          Desde que me dio por escribir e intentar hacerme hueco en el mundo de las letras, solo he encontrado gente que manda. Me refiero a individuos que no escriben ni crean contenidos, pero son los que mandan en el business. Tenemos a los editores, por supuesto, sin ellos nada que hacer. Pero hay que añadir a los libreros, correctores, diseñadores, marquetinianos, distribuidores y, por si fuera poco, los periodistas. Ellos deciden, antes eran los críticos a sueldo, quién es bueno, malo, o qué se da a conocer y qué no.  

          Esto no es nuevo. En el mundo de la música, por ejemplo, ha ocurrido siempre. Cuando el autor llega al plato de lentejas es porque ya ha dado de comer jamón de bellota y langostinos a un número de «gente necesaria» equivalente a cinco legiones romanas. Y si el creador de contenidos quiere jamón y langostinos tendrá que pescar 1 por cada 10 o cortar 10 lonchas para comer 1 y repartir las otras 9. Esto, antes de que Hacienda se arrime al pastel.

          Crear cosas: novelas, poemas, pinturas, estas cosas tradicionales que se comen una parte de nuestras vidas muy considerable, es de tontos y tontas. Por lo general lo hacemos palmando pasta, y cuando en alguna ocasión suena la flauta se sienta a la mesa hasta el Sursuncorda y ya, para colmo, que se llegue el periodista y te diga que además de tonto, te toca pagar la cuenta. 

                   

Las letras del 2022

          Hay diferencias de opiniones sobre el balance de las letras del 2022, sobre todo, si de novela hablamos. Las ferias del libro en España han tenido bastante éxito de público, no sé yo si de ventas, eso los editores y libreros lo sabrán mejor que nadie. En Madrid, desde luego, no cabía un alfiler en las horas de mayor afluencia, y en Sevilla pues más o menos lo mismo aunque en un espacio mucho más reducido. Son las dos ferias que he visitado y en las que he firmado ejemplares dos años después de la publicación de «La novia del papa se desnuda».

          También es cierto que se ha publicado mucho. De hecho, yo creo que con las diferentes fórmulas existentes cada vez hay más papel en las librerías. La oferta comienza a ser tan abrumadora que es casi imposible escarbar tanto sin terminar exhausto. Seguramente, a poco que usted haga algo de investigación descubrirá que en su bloque de vecinos hay media docena de escritoras. Otra cosa es si las conoce alguien o pasan de los 100 ejemplares vendidos.

          Decía Alberto Olmos, escritor y periodista, el pasado día 13 en su columna de El Confidencial, que el 2022 ha sido el peor año de la literatura en lo que va de siglo. No sé si tiene mucho que ver con la cantidad, aunque es posible que, si no directamente, puede que influya en ello. Y lo que quizá usted no sepa es que, aún así, lo que se publica es una ínfima parte de la avalancha de cosas que llegan a diario a las editoriales. La mayoría de las cuales o no se leen y van directamente al cubo, o no pasan ni el primer filtro.

          En mi opinión, gran parte de este vertiginoso descenso de la calidad viene de la mano de la premura por contar una y otra vez lo mismo, de manera machacona y cansina, porque es la línea gubernamental. Nos hemos comido un par de décadas contando lo buenos que eran los buenos y lo malos que eran los malos en España, y ahí seguimos aunque de forma ya atenuada por el hartazgo. Ahora toca mover a la fauna lectora hacia otras consignas.

          Decía Olmos en su artículo: «Casi todo el mundo ha escrito mal, muchos han ofrecido su peor novela y no pocas han fabricado la misma novela que su vecina, sobre tres generaciones de mujeres, cuatro generaciones de mujeres, cinco amigas de la infancia o no sé cuántas mujeres interesantísimas porque abarcan toda la paleta de colores del victimismo». No cabe duda de que son temas que tienen su público, y que las editoriales las publican y las queman en apenas 15 días, con frecuencia, pagando las autoras la mayor parte de su bolsillo.

          Lo que parece claro es que si en la feria del libro de Fráncfort, como ha ocurrido este 2022, había casi tanta casta política gobernante como escritores no puede ser casualidad. Que una gente que no pisa una librería ni por error, se desplace en masa a un acto de ese tipo solo puede tener una explicación: asegurarse de que se sigue contando lo que toca contar, el quién o el cómo se escriba es lo de menos.     

 

El éxito misterioso

          En el mundo artístico y literario el éxito misterioso es una constante difícil de explicar. Al menos, en la música, el cine y la literatura se produce con una frecuencia que casi es una regla no escrita. Incluso para autores o escritores de fama mundial es un fenómeno que viven en algún momento. Hay carreras que comienzan de forma anodina y sin que el público se fije en la obra y, un día, sin explicación aparente, se produce lo que en mi tierra se conoce como un pelotazo. También es cierto, que para la mayoría ese día no llega nunca o les llega después de muertos.

          Me fijaba en la pasada feria del libro de Sevilla en las obras que compartían mesa y expositor con mi novela durante la firma de ejemplares. La mayoría eran novedades de autores muy conocidos, muchos de ellos bestsellers de los que llenan las librerías de El Corte Inglés o FNAC por no citar a nadie en concreto. Escritores, en todo caso, de los que juegan en las ligas mayores con editoriales de primer nivel y amplia distribución y promoción.

          De algunos de ellos he leído sus obras más conocidas o, por así decirlo, la obra por la que el público en general los conoce. Recuerdo un par de casos allí presentes, junto a mi desconocida novela, que presentaban su lanzamiento o lo acababan de publicar en el último mes. Autores que vendieron cientos de miles de ejemplares de obras anteriores y se tradujeron a un buen puñado de idiomas. Aciertos de los que se escribieron ríos de tinta en medios especializados. 

          No pude menos que interesarme por la suerte de sus novedades, allí presentes al alcance de mi mano y de la de los lectores que visitaban la caseta de la librería Entrelíneas. Sus propietarios y mis anfitriones en ese evento, me contaban que no se vendían apenas aquellos libros, que prácticamente nadie, en definitiva, preguntaba por esos nuevos títulos a pesar del peso del nombre del autor en letra grande en la portada de diseño. Un misterio. Imagino lo que debe significar para alguien que toca una vez la gloria, verse de repente en el rincón de los no vendidos.

          Nadie sabe a ciencia cierta por qué se produce el éxito misterioso, qué concatenación de hechos, casualidades, rebotes o manos de duendes se confabulan para que se produzca. Nada es para siempre; dice el conocido refrán que no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo aguante. Pero también es cierto, que lo normal es que el éxito y la fama en las artes se evapore con rapidez y, además, se vuelva reticente a llamar a la misma puerta por segunda vez. 

 

Soñar despacio

          Cumplir con los deseos, a veces, requiere tener paciencia y soñar despacio. El corto plazo como criterio suele traer días con altos contenidos de decepción y dudas al no ver cumplidas las expectativas, en muchas ocasiones, no por desajustes con lo posible sino con los tiempos necesarios para darles cumplimiento. 

          Esta idea me pasaba por la cabeza durante los días de la feria del libro de Sevilla, en los que he tenido la suerte de volver a mi tierra y, además, hacerlo para conocer a otros escritores y lectores durante una sesión de firmas de mi primera novela. Ha sido una experiencia de esas con las que uno sueña cuando inicia un proyecto y que, como es lógico, no sabe si algún día se hará realidad.

          Recuerdo el mes de julio de 2020, fecha en la que salió al mercado La novia del papa se desnuda, como un tiempo muy complicado para todo el mundo. Días tristes que cuesta recordar sin sentir aquel vacío en el estómago; aquella incertidumbre acerca de si volveríamos a la normalidad o, en todo caso, qué aspecto tendría lo que empezó a llamarse «la nueva normalidad». La novela salió a la luz de forma modesta, sin promoción ni publicidad salvo la que yo mismo realizaba en redes sociales. No había presentaciones en librerías para nadie, como era lógico, ni tampoco se celebraron ferias del libro. Esto, unido a la dificultad de hacerse un hueco en las estanterías, me desanimó. 

         No podía imaginar que dos años más tarde, en junio de 2022 firmaría en la feria del libro de Madrid y en octubre en la de Sevilla. Si me hubieran enseñado las fotografías, los videos o la entrevista del Chester rojo de Publisher Weekly no lo habría creído. Habría pensado que eran mis sueños convertidos en un pasatiempo para hacerme sufrir.

          La determinación de no tirar nunca la toalla y aprender a soñar despacio me ha ayudado mucho a lo largo de mi vida. Que yo recuerde, no he abandonado nunca un proyecto que haya decidido poner en marcha. Algunos me han traído más sombras que luces, y otros al contrario, pero los he sostenido con mano firme. Pienso en todo lo que se pierde cuando uno abandona algo que le gustaría ver hecho realidad, ya sea porque deja de creer en ello o porque elige un camino diferente. Prefiero que mis sueños me acompañen aunque, con el tiempo, tanto ellos como yo caminemos a solas siguiendo un rumbo incierto. 

          

Un millón para el mejor

          

          A finales de los años sesenta un concurso, titulado Un millón para el mejor, sorprendió a los todavía escasos telespectadores en blanco y negro. Más o menos un tercio de la población disponía de la «caja tonta», quizá no tan tonta como ahora, en el conjunto del país. Unos tres millones y medio de receptores que acababan de estrenar el UHF (un segundo canal además de la TVE1). Eran tiempos de rápido crecimiento del medio que, a principios de la década, apenas contaba con unos cuantos cientos de miles de aparatos en las casas españolas.

          El presentador Joaquín Prat conducía aquel programa en el que el objetivo era que el ganador se llevara un millón (de pesetas), que a ojos de todo el mundo significaba una auténtica fortuna. Lo que quizá muchos no conocían entonces, porque no era una cantidad habitual en los ingresos medios de la gente, es que el IRPF a pagar era de alrededor del 40%. Sin embargo, cosa que hoy es diferente, los premios no pagaban impuestos. Se daba por hecho que era algo que le ocurría a muy pocos y que, por lo general, solo una vez en la vida: ¿Para que amargarles el dulce? Si no recuerdo mal fue un tal Montoro del PP el que, ya en este siglo, tuvo la feliz idea de meterle la mordida a la suerte, además de al mérito y al trabajo.

          Me viene a la cabeza ese concurso cada año cuando se falla el premio Planeta de novela. Ahora dotado con la cantidad de un millón de euros para el ganador. Es decir, 166 millones y pico de las antiguas pesetas. Esto nos da una idea de lo que le pasa al dinero en apenas medio siglo. No he hecho los cálculos, pero me da a mí que lo que hoy te puedes comprar con esa suculenta cantidad de euros es más o menos los mismo que con el millón de pesetas de 1968. No estoy seguro, pero no creo que me equivoque mucho. 

          La diferencia fundamental estriba en que el millón de euros es un anticipo por los derechos de autor (y hay que vender como poco 500.000 ejemplares para que salgan los números). La parte mas «graciosa» es la del ganador, que debe tributar por ese millón de euros alrededor del 50%. Y si, como ocurre a menudo en la profesión de escritor, es un profesional autónomo, tendrá que adelantar otro porcentaje no menor de lo que le quede porque Hacienda, en su infinita sabiduría, estima que volverá a ganar el Planeta, otra vez, el año que viene. 

          Yo creo, y no es por dar ideas, que a la gala de los Planeta y similares deberían asistir los ministros y consejeros de Hacienda. Engalanados para tan señalada ocasión con sus trajes caros y complementos de lujo. Beberse el champán y atiborrarse de canapés hasta el hartazgo y la diarrea y, luego, subir al escenario con la media papa y la sonrisa bobalicona a recoger el cheque. Total, el 75% de los billetes se los llevan ellos, que ni siquiera leen. 

Escribir con pluma

          Escribir con pluma, estilográfica me refiero, se ha convertido en poco menos que una extravagancia o una frikada en el lenguaje de los más modernos. De hecho, utilizar un instrumento vertical de unos quince centímetros con tinta o cualquier otro líquido, también parece una costumbre llamada a desaparecer. Algo propio de simios adaptados que, después de dominar el palito para extraer hormigas de los troncos de los árboles, ahora lo usan para emborronar páginas con sus aventuras y desventuras.

          El mundo digital, en parte, se ha llevado muchas cosas por delante: la compresión lectora, el uso correcto del lenguaje (en mi caso el español), en buena medida el amor por los libros y las bibliotecas y, sobre todo, el tiempo de reflexión que se necesita para decir o escribir algo con sentido. Hoy, es al contrario, el zasca (en mis tiempos la colleja) más celebrado es el más inmediato. De hecho, una respuesta digital que tarde más de treinta segundos queda en el limbo de lo olvidado. En ese medio minuto miles de mensajes anodinos han inundado la red sepultándose unos a otros en una especie de orgía zombie.

          En la Feria del Libro de Madrid del pasado mes de junio, una madre se acercó al puesto donde estaba firmando mi novela La novia del papa se desnuda. Me encontraba en ese momento dedicando un ejemplar a un lector cuando la escuché decir a su hijo de no más de siete u ocho años: «¡Mira! Eso que usa para escribir es una pluma». Se pueden imaginar, o quizá no, mi sorpresa ante el instructivo comentario. Supongo también el pasmo del chaval, al comprobar que  algunos escritores lejos de usar espadas láser y super poderes para comunicarse, usamos un instrumento descendiente del pelaje de los gansos. 

          La estilográfica no es, en eso estoy de acuerdo, el instrumento más cómodo y funcional para el uso diario de quien tiene que escribir sobre papel. Hay miles de soluciones desde el simple boli a los sofisticados sistemas de geles y otros compuestos. Lo importante no es tanto con qué se escribe sino qué y cómo se escribe. No obstante, el placer que experimento usando la pluma en el momento adecuado no lo consigo de ninguna otra manera.

          Para mí escribir a mano es como destilar ideas. Hay tiempo para que fluyan desde las neuronas a través de mi cuerpo hasta la mano, un espacio necesario para que se articulen de manera comprensiva las palabras que convierten lo pensado en un mensaje con intención de ser comprensible. Algo cada vez más complicado, porque me resisto a usar la pluma para escribir cosas como pk en vez de por qué, o simplemente K en ves de Qué. ¿K le vamos a hacer?   

    

La forma de contar historias

          La forma de contar historias a lo largo de los siglos, desde que el Homo sapiens tiene capacidad para comunicarse, ha ido cambiando. Desde las pinturas rupestres hasta hoy nuestra especie se ha caracterizado, entre otras cosas, por la necesidad de dejar testimonio de su paso por la vida en este planeta y la habilidad para hacerlo. Es un recurso ultima ratio para alcanzar una inmortalidad que el ser humano sabe inalcanzable. 

          Una de las formas tradicionales de contar historias ha sido, y sigue siendo, la forma oral. El escritor Juan Goytisolo quedó atrapado en el tiempo en la plaza de  Jemaa El Fna en Marrakech, donde semanalmente se dan cita gentes de todos los pueblos de alrededor para asuntos de mercaderías. Una plaza junto a la mezquita Koutoubia llena de historias que eran narradas por adivinos, curanderos, encantadores de serpientes o artesanos. Poetas callejeros, músicos bereberes, comerciantes y bailarines gnawis convertían cada noche la palabra en la herramienta para transmitir la cultura local.

Un día en la plaza Jemaa El Fna - Blue Sea Hotels & Resorts

          No cabe duda de que la forma de contar historias vivió una revolución en 1440, cuando un tal Johannes Gutenberg tuvo la genial ocurrencia de inventar la imprenta. Gracias a ello se popularizaron los libros durante los siguientes cinco siglos, hasta llegar a niveles como los actuales, inimaginables por entonces. Libros llenos de todo tipo de historias reales o ficticias, que proyectan una visión del mundo particularizada y a menudo errante en busca de destinatario. Hoy, la tecnología digital absorbe no solo el canal de transmisión de historias en gran medida, sino que, además, ofrece una variedad de productos alternativos de proporciones mareantes.

          Esta semana, uno de esos contactos que llamamos «amigos» en una conocida red social me preguntó que si la novela –La novia del papa se desnuda– la había escrito yo, porque le gustaría leerla. Le dije que sí y que estaba disponible en Amazon por poco más de 3 euros en versión digital. Pero su respuesta fue que no sabía que tenía que pagar por leerla. Ortega y Gasset en su ensayo –Ideas sobre la novela– escribió en 1925: «Creo que el género de la novela, si no está irremediablemente agotado, se halla, de cierto, en su período último y padece una tal penuria de temas posibles, que el escritor necesita compensarla con una exquisita calidad… »

          Acaba de terminar la Feria del Libro de Madrid, que ha sido un evento maravilloso del mundo de las letras para los lectores; escritores; editoriales; prensa y libreros, en definitiva, para toda la industria. Y donde cualquier persona ha tenido a su alcance miles y miles de historias contadas y escritas. Todos los escritores tenemos la obligación moral, por así decirlo, de intentar ser muy inventivos en nuestros relatos o seguir el consejo de Ortega y, si es posible, las dos cosas.