Ignorantes e inhumanos

          Casi todo el mundo ha oído mencionar en alguna ocasión la siguiente frase: «La ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento». Es el conocido artículo 6, apartado 1º, capítulo III del Código Civil español. Y esto es así, no porque cada persona deba leer o conocer las más de cien mil leyes escritas en un millón de folios que poseemos para regular nuestra convivencia, sino porque no saber no nos servirá de excusa para eludir la acción de la ley llegado el caso.

          Sin embargo, hay algunos recursos que nos liberan de la necesidad de conocer tantos códigos, apartados y normas como nos imponen sin que en la gran mayoría de los casos jamás lleguemos a conocer su existencia, entre ellas: el sentido común, que como también el lector habrá oído es el menos común de todos los sentidos, la educación y la empatía. 

          Hace unos días despertamos con la desgraciada noticia de que alguien circulando en un patinete con imprudencia por una acera había atropellado a Pilar, una señora de unos 70 años. Y que lejos de ayudarla la dejó allí tirada en el suelo. La mujer falleció unos días después a causa de los traumatismos sufridos. El presunto homicida se dio a la fuga. Sin importarle de quién era madre, abuela, o esposa. Algo que tantas veces hemos visto hacer a conductores después de matar a uno o a varios ciclistas en la carretera. 

          Hace meses, antes incluso de la pandemia. En un paso de peatones me vi obligado a frenar bruscamente ante la aparición de varias bicicletas: una mujer, dos niñas y un hombre. Alerté al hombre de que debían bajarse de la bicicleta por su seguridad, y para que las menores aprendieran seguridad vial y no se pusieran en riesgo. El energúmeno simplemente me insultó: hijo de puta, me dijo. Y siguieron todos en su cómodo paseo en bici.

          Supongo que aquel tipejo, que debe seguir viviendo tranquilamente en Paracuellos de Jarama, es el mismo desalmado capaz de dejar a un ciclista moribundo en la cuneta; sus hijas mañana dejarán morir a otra Pilar en la acera si la atropellan con un patín y, además, vivirán en su confortable ignorancia creyendo que la razón está de su parte. Y que si la próxima vez, por desgracia, el coche les pasa por encima en un paso de peatones querrán tener la razón.

          Son los peligros de vivir en la ignorancia siendo un patán y un desalmado.  

Ese día: el #8M

          Vuelve a ser mañana, pero mañana no será ese día que había sido en años anteriores desde el regreso de la democracia a nuestro país. Una fecha que, hasta el fatídico 2020, venía siendo incluso con sus manipulaciones partidistas, una ocasión para reclamar los derechos y la igualdad de las mujeres -todas las mujeres, y esto ya es raro tener que resaltarlo– en la sociedad internacional y, como es lógico, también en nuestro país.

          Como el lector informado sabe, los orígenes de este día se remontan a la primera década del siglo XX en Estados Unidos. Un fatídico 8 de marzo en el que más de un centenar de mujeres perdieron la vida por el simple hecho de manifestarse para pedir igualdad y derechos laborales. Mucho ha llovido desde entonces y, sin lugar a dudas, gracias a aquellas primeras mártires del movimiento #8M generaciones posteriores de trabajadoras vieron mejoradas sus condiciones de vida y trabajo.

          En España, las primeras manifestaciones del 8 de marzo se producen en 1936, tras la victoria en las elecciones del Frente Popular. Un contexto muy diferente al actual, tanto en nuestro país como en una Europa de fascismos y comunismos; los dos bloques totalitarios condenados en 2019 por la UE por haber cometidos crímenes contra la Humanidad. En aquel intento de sovietizar el país se perdieron muchas oportunidades, faltó visión en favor de la mujer, sobró ideología radical y sectarismo y se acabó en tragedia. 

          Uno repasa las declaraciones del año pasado de algunas ministras socialistas y comunistas, vuelve a ver las imágenes en las que se insultaba, escupía y humillaba a las mujeres de algunos partidos políticos, las declaraciones de los carroñeros mediáticos animando a asistir a la manifestación a pesar de lo que ya se sabía, e inevitablemente tiene ese inconfundible pálpito de rancio sectarismo frente populista.

          El 8M está manchado por quienes más dicen defenderlo. Seguirá siendo un día dedicado a la noble causa de la libertad y los derechos de las mujeres. Pero aquí, entre nosotros y nosotras, sabemos varias cosas más: que ese día se utiliza para enfrentar incluso a unas mujeres con otras, que lo que se defiende desde la ideología es el odio y el frentismo y que en el 2020, en un acto de locura radical quizá se provocaron 23.000 muertes más -según estimaciones–, de las que habría provocado la pandemia por sí sola. De esas muertes, 11.500 debieron ser mujeres: muchas más que las mártires de 1910. 

                  

California de Europa

          Cada 28 de febrero se celebra el día de Andalucía, la tierra que Alfonso Guerra pronosticaba que se convertiría en la California de Europa allá por la década de los ochenta. Ya sabemos que la política es una amalgama de eslóganes llamativos, intereses variopintos y más un desiderátum que un conjunto de hechos y realidades. Y no es menos cierto, que gozar de la confianza absolutamente mayoritaria de la población durante década y media abría todo un abanico de posibilidades.

          Es innegable el desarrollo que se ha conseguido en los últimos cuarenta años en esta tierra, como lo es el hecho de que Andalucía gozó de inversiones faraónicas durante la etapa socialista hasta la Exposición Universal de Sevilla de 1992. También se hicieron en Barcelona con motivo de las Olimpiadas de ese mismo verano; conviene recordarlo porque en ocasiones pasa desapercibida esta coincidencia.

          La llegada del Ave en abril de aquel año ayudó a vertebrar el país y puso en contacto directo la ciudad de Sevilla con la capital. Mucho se ha debatido si empezar por aquí o por allí habría sido mejor, más lógico etc. El hecho cierto es que, desde su inauguración, El Ave es un éxito incontestable. Hoy, 29 años después, la red de alta velocidad en toda España es de las más extensas de toda Europa.

          Para mí, el sueño de una California del sur de Europa debió haberse construido a través de un proyecto internacional de la mano de nuestros vecinos portugueses e incluyendo el sur de ese país. Una franja transversal desde el Cabo de Gata hasta Cabo San Vicente. Un proyecto de esas características, en un momento en el que la alegría de los fondos FEDER daba mucho juego, quizá habría gozado de las simpatías de la Comisión Europea. Puede que a la visión de Alfonso Guerra le faltara altura de miras.

          Pandemias aparte, las necesidades y carencias de Andalucía en materia de empleo o desarrollo industrial se parecen a aquellas de hace cuarenta años, quizá con un repaso de chapa y pintura, pero a todas luces insuficiente para lo que la mayoría habríamos deseado. Hay que seguir trabajando con generosidad, desde las instituciones públicas y los ámbitos privados. Somos los andaluces quienes debemos apostar por nuestra tierra, defenderla y hacerla crecer en este tiempo tan deshermanado en el conjunto del país.

          Y, sobre todo, hoy es día de celebrarlo. Feliz día de Andalucía.  

¿Plan, qué plan?

          Hace alrededor de tres décadas un político sevillano puso de moda aquella frase que decía: ¿Juez, qué juez?, aunque sonaba más o menos como «jué qué jué? Eran los tiempos de los despachos extraoficiales donde, al más puro estilo cacique de pueblo, el hermano del señorito recibía aduladores, medradores, conseguidores, buscavidas y, hay quién asegura, que no todas las profesiones eran ejercidas por hombres. 

          Unos años después, en el fondo norte, donde el tres por ciento se convirtió en un estilo de vida, o en una divisa y seña de identidad, otro político hizo célebre la frase: ¿Qué coño es eso de la UDEF? Y, ciertamente, el individuo vivía tan ajeno a la realidad que le parecía imposible que existiera alguien o algo que desafiara el lucrativo modus operandi. Una vida regalada para que unos hijos bien adiestrados se hicieran ricos a lo Rockfeller con dinero de los impuestos de todos. 

          Cada vez que oígo la monserga esa de «somos servidores públicos», siento una irreprimible náusea. Un asco que me viene de imaginar a ese malogrado botarate yendo a las cercanas Tres Mil Viviendas a comprar papelinas de cocaína para luego consumirlas con su jefe, su cubata y su paquete de Marlboro con las señoritas del Don Angelo. Allí, como un reyezuelo analfabeto, contemplando por la ventana el Benito Villamarín, mientras los parados de Andalucía caían en la desesperanza y la pobreza. A la misma hora, un tal Bárcenas, más fino y pulcro que el andaluz, amasaba millones robados a los españoles y los escondía en Suiza. La lista es interminable.

           El plan siempre ha sido el mismo: robar y enriquecerse. Punto. De los partidos que vinieron a regenerar España, lo mejor que puede decirse es que se acercan más al estatus de banda mafiosa que de partido. Que han llegado, tras engañar a unos y otros, con verdadera voracidad por colocar a los suyos, a sus familias, mujeres o amantes, amigos, y en apresurarse en vivir con todo lujo comunista de detalles: chaletazos, criadas, seguridad pública, aviones para ir a conciertos, repartir títulos de catedrática a la parienta, y eso sí: todos ellos con sueldazos de vértigo. Mientras amenazan con que no se podrán pagar las pensiones, hunden las esperanzas de las nuevas generaciones y demuestran su inoperancia durante la pandemia. 

          Dicen que las graves revueltas que se están produciendo estos días es porque han encerrado a un tipo con claros ramalazos de psicópata en lo que dice. Pero yo creo que no se trata de eso: se trata de que la gente se ha dado cuenta de que el plan para España es que no hay plan. Que ahora tenemos el riesgo de que, simplemente, una nueva banda de bucaneros alienten la violencia para mantener entretenida la rabia y la frustración; y ante el desastre económico fomentar las revueltas para que seamos cada vez más caribeños, mientras ellos continúan con sus orgías a costa de todos nosotros.  

              

La del pulpo

          El pulpo es un molusco cefalópodo con ocho apéndices que le siguen tras su maleable cuerpo, capaz de estrecharse y alargarse como un contorsionista. Y una capacidad para desfigurarse que ya la quisieran para sí muchos de los que se dedican a la cosa pública. Sin embargo, al contrario que le ocurre al político de turno, el pulpo lejos de ser intragable es un manjar para finos paladares. Pocas cosas hay tan exquisitas como una tabla de este amigo preparado a la gallega con su pimentón, su sal gorda y sus papas.

          Una de las características de este animalito, cuando se encuentra en la libertad de sus aguas y su medio natural, es la eficacia con la que utiliza sus numerosos tentáculos. Con ellos puede agarrar una pequeña presa apenas tirando de una de sus alargadas patas, o puede ponerlas a trabajar todas a la vez para cobrarse otra de mayor tamaño por medio de la asfixia. 

          Los ciudadanos de hoy en día nos parecemos mucho más a la presa que al octópodo y, cada día más, sufrimos el abrazo asfixiante de entidades que, en un alarde de poca vergüenza e impunidad se cuelan en nuestro territorio para hacer y deshacer a su antojo. Como si no tuviéramos suficiente con aceptar que el virus tenga la llave para abrir las células del cuerpo en canal al más puro estilo okupa, también tenemos que soportar los desmanes de la Hacienda Pública o de los bancos, por citar un par de ejemplos.

          Primero no tuvimos más remedio que aceptar que el fisco, convertido en un tirano sin cara pero con una jeta que se la pisa, haga y deshaga, corrija lo que le da la gana, convenga y resuelva sobre nuestras finanzas y patrimonio como un autómata inasible, suba la cuota o la cotización y, cuando le apetece alargue su mano ladrona y pille de la cuenta corriente lo que le salga por el agujero de la tinta. Nosotros, las presas indefensas, apenas podemos ni siquiera alzar la voz contra una tiranía cada vez más alejada de las personas y más apegada a sus bienes. 

          A este festival de patrulleros de las miserias ajenas se han unido los bancos. Quizá aprovechando que cada vez hay menos oficinas y que, por lo tanto, también hay menos objetivos de carne y hueso contra los que un ciudadano indignado pueda descargar sus iras tras verse saqueado. Hoy te cambian las condiciones de la cuenta sin previo aviso, te asignan unas condiciones que se les ha ocurrido a algún pirata sediento y, de repente, te levantas una mañana y un tentáculo electrónico te ha picoteado la cuenta. Así, por la cara, y sin más. 

          La manada solía ser un sistema de protección de sus miembros que, apoyados por el grupo, gozaban de mayores oportunidades de supervivencia y reproducción. Sin embargo, las sociedades modernas se han configurado a base de individualismo dejando a cada cual al albur de un destino muchas veces hostil. Sobre todo, porque todos estos bucaneros invisibles atacan en manada, con alevosía y sabedores de que en un país donde casi nada funciona, reclamar es un desgaste inútil la mayoría de las veces. Ese es su método de caza, la asfixia de los hechos consumados.            

La segunda caída de Occidente

          En el siglo III el imperio romano sufrió una crisis que anunciaba, con pocas dudas al respecto, la caída del dominio económico, político y militar en la mayoría de los territorios conquistados o de su ámbito de influencia. Lejos quedaban los tiempos de Trajano y el esplendor y la gloria alcanzadas también por Adriano: ambos «sevillanos» –dicho sea de paso– nacidos en Itálica y que, acaso, fueron los emperadores de mayor prestigio en Hispania y en la historia de Roma. 

          Pocas civilizaciones resisten el paso de los siglos sin que sus cimientos, como las empalizadas que cercan los territorios, no se vayan abriendo y dejando entrever las debilidades de unas organizaciones cada vez más incapaces, no ya de gobernar más allá de sus fronteras, sino de administrarse en los asuntos internos más básicos. Es, precisamente en ese momento, cuando al albur de la decadencia aparecen las oportunidades para quienes pasan a ser hegemónicos.

          Hoy conocemos como Occidente al espacio minoritario que ocupan en el planeta la Unión Europea, los Estados Unidos de América y Canadá y, aunque un poco forzado, cabe incluir a Japón, Australia y Nueva Zelanda. Una porción de la población mundial de alrededor del 20%, aunque a nosotros en nuestra visión más etnocéntrica, nos gusta pensar que somos lo más importante y poderoso: nada más lejos de la realidad. 

          La actual pandemia no conoce fronteras, como no las conocía la peste Antonina descubierta por Galeno en tiempos de Marco Aurelio y que, a la postre, marcó un punto de inflexión en aquella sociedad. Solo quiénes supieron afrontar la realidad con decisión, solidaridad, capacidad de gestión y visión estratégica, sufrieron menos las consecuencias y lograron formar parte del futuro tras el desastre. 

          Cuando Occidente hoy se debate entre la vida y la muerte a causa de la Covid-19, sus economías se resquebrajan; sus sistemas sanitarios colapsan; sus políticos, sindicalistas, religiosos, e incluso algunos militares huyen despavoridos a robar las vacunas de las viejas para inyectarse ellos el remedio, en un vomitivo acto de indecencia y cobardía, hay quien lo enfoca de otro modo. 

          En el epicentro de la pandemia apenas queda el recuerdo de que hace un año, en un mercado de Wuhan, surgió el contagio que en pocas semanas sembró el caos. Nosotros, casi todos los listos de Occidente, ahora vemos restringidas las libertades individuales, el auge de los populismos de todo signo empieza a ser asfixiante, se cierne sobre nosotros una crisis de hambre generalizada y, por poner un ejemplo, en España llegaremos probablemente a los 7 millones de parados con una presión en los impuestos que ahoga a millones de pequeñas empresas.  

          Nos queda el consuelo, lejano eso sí, de las imágenes que veíamos ayer en un estadio de tenis en Australia. A rebosar de público, sin distancia social, sin mascarillas, sin miedo, sin pandemia. Y uno se pregunta. ¿Nos merecemos mantener la «supuesta hegemonía» mundial, si de Occidente lo único sano y sensato que queda es Australia?             

Okupas de Puerto Hurraco

          El 26 de agosto de 1990 los españoles nos vimos conmocionados por las noticias que nos llegaban de una pedanía extremeña, de nombre Puerto Hurraco, perteneciente a Benquerencia de la Serena en la provincia de Badajoz. Allí y entonces, un cúmulo de mal querencias cocidas a fuego lento, de odios macerados con paciencia más un detonante en el momento preciso, provocaron lo que la historia reciente de España conoce como la matanza de Puerto Hurraco. 

          Aquella fatídica tarde de chicharras, de vino peleón, de ladridos de perros y de fiestas populares,  fue recreada en la película el 7º Día dirigida por Carlos Saura con guión de Ray Loriga. El balance de aquel desbordamiento de inquinas y venganzas se saldó con nueve muertos, entre ellos, dos niñas menores. 

           Treinta años después, desaparecidos los autores de la matanza, algunas políticas y decisiones parecen buscar un nuevo episodio nacional de corte y factura similar. La tragedia se había fraguado mucho antes, a partir del atentado contra la propiedad de una de las dos familias cuyo balance fue un incendio y una muerte como consecuencia del siniestro. 

          La última iniciativa legislativa insta a los jueces a no desahuciar a aquellos que ocupen una vivienda ajena si no ha mediado violencia física o intimidación, es decir: si han aprovechado el descuido del propietario o su ausencia temporal. Cabe esperar que la caterva, a la que se le está indicando que en España se puede uno apoderar por la cara de la vivienda de otra persona, se sentirá apoyada e impulsada a cometer el peligroso dislate de atentar contra lo ajeno.

          Como es habitual, las políticas populistas y radicales solo ven una cara de la realidad: la suya, y por lo general, obvian el resto de peligros y posibles consecuencias. Los okupas andan la mar de contentos localizando casoplones o edificios donde meterse y montar sus comunas de papelinas, tenderetes de trapicheo y albergues de remanguillé donde ejercer todo tipo de actividades ilícitas.

          Esta irresponsable deriva los pone en el riesgo de que, más temprano que tarde, den con el sitio equivocado, en el pueblo o la zona errónea, y con los propietarios legítimos descendientes de aquella España de los noventa hasta los cojones de provocaciones, impuestos salvajes, usurpaciones, robos y falta de justicia. Y mucho me temo que volveremos a vivir una tarde de cartuchos de escopetas recortadas disparados a discreción, de cadáveres por recoger de una calle cualquiera y, en definitiva, de una nueva matanza de Puerto Hurraco.   

    

Vuelva usted mañana

          Mariano José de Larra publicó, en el Pobrecito Hablador número 11 del año 1833, un conocido artículo titulado: «Vuelva usted mañana». Sorprende que casi dos siglos después, la satírica visión que este romántico tenía de aquella España bien pudiera seguir de actualidad en cualquier artículo periodístico de hoy en día. La lástima y el asombro que sintió por Mr. Sans-délai, el ingenuo francés que en quince días pretendía resolver asuntos burocráticos a la velocidad del sentido común, bien podemos padecerla hoy de forma generalizada por los españoles que pretendemos cosa semejante.

          Cada vez es menos frecuente la visita personal para la realización de las gestiones que con alguna de las innumerables administraciones públicas se nos obliga a realizar. En este hipermoderno y tecnológico S.XXI donde casi nada funciona, se nos insta a hacerlo casi todo a través de las webs, las APP, las firmas digitales, los links y las dobles y triples verificaciones, encriptaciones y otras tocadas de cojones. Consecuencia de una cohorte de vendemotos de feria, que se han hecho de oro a base de dar charlas sobre la necesidad de digitalizarlo todo. 

          Hace unos meses me caducó la firma digital y yo, iluso de mí, y dado que no soy un completo zoquete tecnológico como demuestra mi experiencia profesional; incluso he desarrollado una plataforma SaaS de estudios de mercado, me dije: esto es cosa de un momento. Craso error. No comentaré aquí todo el periplo por no aburrir pero baste mencionar que después de descargarme el entorno JAVA, actualizar el software, recuperar la contraseña de la FNMT, instalar el archivo, cambiar el código en el llavero de claves, incluir la extensión en el navegador, cambiar de navegador a uno de los compatibles y un largo etcétera. Una semana después sigo sin firma digital, que además no sirve para todas las comunidades autónomas. 

         Hoy no tenemos aquellas ventanillas donde suplicar a alguien que nos atienda nuestros asuntos. La moderna eficiencia de costes ha llenado las listas del INEM con aquellos rostros enmarcados y, por lo general mal encarados, que solían decirnos con displicencia: «vuelva usted mañana». Y nos los han cambiado por un Call Center offshore en el que trabaja una persona con acento sudamericano que controla miles de contestadores automáticos. Así, consiguen pasarnos del pulse 1 al diga si, o diga no, diga de qué se trata, pulse asterístico, ahora almohadilla, para que después de 20 minutos de repente se corte la llamada sin previo aviso. Dejando nuestro asunto, según la teoría de Larra, en el aire como el alma de Garibay.

          Casi doscientos años después, en España lo mismo da una pandemia que una nevada, sigue vigente el «vuelva usted mañana» o mejor aún: no vuelva. Vivimos en una estructura colapsada de ineficiencias e ineficientes, de colocados, enchufados, soplagaitas y diferentes pelajes y fauna de lameculos embutidos en la administración pública y en las grandes corporaciones privadas. Inútiles con sueldo a fin de mes sumergidos en un marasmo de procedimientos que no entienden, de instrucciones que no se siguen, de responsabilidades tan diluidas que no pertenecen a nadie, de falta de empatía y de desgana generalizada. Líbrese usted de tener que tratar con una ENDESA, una Movistar o una Iberia para que le resuelvan un asunto, o no digamos ya un ayuntamiento o una consejería. Mejor, vuelva usted dentro de doscientos años.  

¡Viva Venezuela!

          Por razones impuestas a causa de la pandemia durante estas fiestas, en casa no hemos sido más de seis personas en ninguna de las celebraciones. Y, por razones que no vienen al caso comentar aquí, la mitad de las seis han sido ciudadanos de Venezuela. Maracuchos, para más señas. Orgullosos de su país, de la belleza de la Gran Sabana en el macizo de las Guayanas, de la riqueza de sus recursos naturales, de sus playas paradisíacas y del lugar de privilegio que ocupan en el continente americano y en el mundo.

          Personas que tuvieron que dejar con mucho dolor y sacrificio la tierra que los vio nacer, que los vio crecer y prosperar con trabajo y esfuerzo, y que acogió el nacimiento de unas hijas que, por las mismas razones, poco antes se vieron también forzadas a dejar su país mientras era envilecido sin piedad por una ideología arcaica y fracasada. Sin embargo, en cada cosa que hacen, en cada pensamiento y en cada idea que expresan sigue presente Venezuela.

          Me ha impresionado, sobremanera, verme reflejado en esas personas que, gozando de una posición de profesores universitarios tanto él como ella, y que teniendo el patrimonio razonable que se puede edificar a lo largo de décadas de oficio y buen hacer, hoy se ven lejos de su tierra y de sus familiares más queridos. Un peregrinaje forzado para recalar temporalmente aquí, en la España de las oportunidades en la que no hay oportunidades ni para ellos ni para casi nadie que, como allí de donde vienen, no se dedique a medrar, a formar parte del plan o parasite en los círculos tóxicos del gobierno.  

          Son ciudadanos normales que me han hecho ver, aún con más precisión, algo que resulta evidente para unos, pero que a la vez es sorprendentemente invisible para otros. El modo tan certero, preciso y comparable en el que avanzamos por las huellas desdichadas de su querida Venezuela. Paso a paso, en una estrategia milimétrica de empobrecimiento de la clase media, de control de las instituciones, de saqueo sistemático de los recursos públicos pagados por las personas privadas y, a la postre, del desastre de unas políticas caducas y siniestras de sometimiento de la población en su conjunto.

          Cuando miro, sin apasionamiento, cómo se hacen leyes para que la educación se convierta en almoneda de reyezuelos regionales, se legisla para perdonar a delincuentes condenados por graves delitos, se fomenta el ataque a la propiedad privada, se miente sistemáticamente y sin escrúpulos, se pacta con quienes nada quieren de España salvo su demolición… Siento la enorme tristeza anticipada de lo que, si no lo remediamos, nos pasará también a los españoles.

          No son revoluciones a la antigua las que hoy doblegan y transforman las sociedades. Ahora sería complicado poner guillotinas, arrasar por las armas o quemar iglesias como proponen en las redes sociales los malcriados nietos de aquellos catetos de la hoz y el martillo del siglo XX. Pero quizá consigan ser igual de eficaces: lo fueron primero en Cuba y luego en Venezuela, entre otros países.     

          En cada detalle y cada momento se aprecia la voracidad sibilina del enemigo. Y en estas fiestas, por supuesto, no iba a ser menos. Hemos asistido al boicot que una televisión pública y mercenaria le ha hecho al homenaje que Nacho Cano quiso tributar a las víctimas de la pandemia: el sectarismo gubernamental se lo impidió. Se saben culpables, se esconden. Y a la infamante estrategia de planos para tapar la iluminación de la Puerta del Sol con la bandera de nuestro país. Las evidencias no pueden ser más claras: a España la gobiernan los enemigos de España. Hemos metido el Caballo de Troya en las instituciones y, o mucho hacemos para evitarlo, o arderá España como ardió Troya. Y seremos respecto de ese gran país que es Venezuela, lo que Venezuela no quiso ser respecto de Cuba pero no consiguió evitar.       

Sevilla y el rey negro

          Hasta donde la memoria me alcanza la tarde del 5 de enero era el preludio de la noche mágica del año. El anticipo de unos hechos prodigiosos que, al amanecer, iban a colmar de felicidad las ilusiones infantiles de los más pequeños de las familias. Allá por la década de los años sesenta y setenta del siglo pasado, en mi querida Sevilla, la magia no era un conejo blanco sacado de una chistera, sino un vaso de leche medio vacío y unas migajas de galletas en un plato. Evidencias incontestables del paso efímero de los Magos de Oriente por el punto de avituallamiento en el que cada casa se convertía esa madrugada insomne, y en el que además, Los Reyes dejaban las peticiones hechas semanas antes a base de letras atropelladas a lápiz, torcidas y emborronadas a medias por dedos manchados de pan con chocolate.     

          Contar aquellas experiencias a las nuevas generaciones es tarea ardua porque requiere imaginar un mundo pretérito que, a pesar de no estar a años luz, tiene desde la mirada de hoy una apariencia prehistórica. Imaginar una vida desconectada, o el mundo antes de la aparición de internet es, incluso para quienes lo vivimos, un complicado ejercicio de regresión. Eliminar los ordenadores personales, los teléfonos móviles, las redes sociales y pensar que, por ejemplo China –la Tierra del sol naciente–, no estaba a diez horas de avión; sino a la imposible distancia que nos separaba del Sol. Así era, la vida hace apenas medio siglo.

          El próximo 5 de enero de 2021 será diferente a todos los demás. El Ateneo de Sevilla y el Ayuntamiento de la ciudad han tomado la decisión de suspender el tradicional desfile de las carrozas de la ilusión. Como podrán imaginar, se trata de razones de seguridad debido a la pandemia que padecemos. Hay que ir nada menos que ciento dos años atrás, hasta 1918, para encontrar una pandemia similar y un hecho insólito, pero coincidentes en el tiempo.

          La pandemia fue la gripe, conocida por razones que no vienen a cuento explicar aquí como la española de 1918. Nada menos que cincuenta millones de personas perdieron la vida en aquel mundo desconectado de satélites y de redes virtuales pero por el que el virus no encontró barreras para viajar. Fue una devastadora experiencia y un aviso de que, ahora quizá entendemos mejor, las cosas pueden cambiar muy rápidamente.  

          Ese año de 1918 fue el primero que la Cabalgata de Reyes Magos desfiló por Sevilla, desafiando al destino con canastas de caramelos para los niños. España no había sufrido los horrores de la recién acabada I Guerra Mundial, pero nos colgaron el Sambenito de la gripe que mató a más personas que el propio conflicto bélico. Aquel año, un botones del Salón Llorens, Antoñito de Santo Domingo, se convirtió en el primer rey negro, Baltasar. Desde entonces, generaciones de niños y niñas tomamos con especial simpatía a ese miembro caribeño del trío de Oriente. Y circulaba la leyenda de que era el más generoso, el que más caramelos repartía y el que siempre entregaba los juguetes que se pedían.

          Era como una consigna mágica: «¿tú a quien le has escrito la carta?» Y la respuesta más habitual era: «al rey negro, a Baltasar.»

          Ignoro si para el próximo año ya estaban designados los nombres de quienes tendrían el cometido de llenar las calles de Sevilla de ilusiones infantiles, de regalos y caramelos, en una de las tradiciones más entrañables que tiene la ciudad. En cualquier caso, el próximo 5 de enero, los padres y madres de miles de niños tendrán que improvisar una buena historia que logre suplir el mágico desfile en el corazón de los más pequeños y, preservar así, la ilusión de ese día.