La del pulpo

          El pulpo es un molusco cefalópodo con ocho apéndices que le siguen tras su maleable cuerpo, capaz de estrecharse y alargarse como un contorsionista. Y una capacidad para desfigurarse que ya la quisieran para sí muchos de los que se dedican a la cosa pública. Sin embargo, al contrario que le ocurre al político de turno, el pulpo lejos de ser intragable es un manjar para finos paladares. Pocas cosas hay tan exquisitas como una tabla de este amigo preparado a la gallega con su pimentón, su sal gorda y sus papas.

          Una de las características de este animalito, cuando se encuentra en la libertad de sus aguas y su medio natural, es la eficacia con la que utiliza sus numerosos tentáculos. Con ellos puede agarrar una pequeña presa apenas tirando de una de sus alargadas patas, o puede ponerlas a trabajar todas a la vez para cobrarse otra de mayor tamaño por medio de la asfixia. 

          Los ciudadanos de hoy en día nos parecemos mucho más a la presa que al octópodo y, cada día más, sufrimos el abrazo asfixiante de entidades que, en un alarde de poca vergüenza e impunidad se cuelan en nuestro territorio para hacer y deshacer a su antojo. Como si no tuviéramos suficiente con aceptar que el virus tenga la llave para abrir las células del cuerpo en canal al más puro estilo okupa, también tenemos que soportar los desmanes de la Hacienda Pública o de los bancos, por citar un par de ejemplos.

          Primero no tuvimos más remedio que aceptar que el fisco, convertido en un tirano sin cara pero con una jeta que se la pisa, haga y deshaga, corrija lo que le da la gana, convenga y resuelva sobre nuestras finanzas y patrimonio como un autómata inasible, suba la cuota o la cotización y, cuando le apetece alargue su mano ladrona y pille de la cuenta corriente lo que le salga por el agujero de la tinta. Nosotros, las presas indefensas, apenas podemos ni siquiera alzar la voz contra una tiranía cada vez más alejada de las personas y más apegada a sus bienes. 

          A este festival de patrulleros de las miserias ajenas se han unido los bancos. Quizá aprovechando que cada vez hay menos oficinas y que, por lo tanto, también hay menos objetivos de carne y hueso contra los que un ciudadano indignado pueda descargar sus iras tras verse saqueado. Hoy te cambian las condiciones de la cuenta sin previo aviso, te asignan unas condiciones que se les ha ocurrido a algún pirata sediento y, de repente, te levantas una mañana y un tentáculo electrónico te ha picoteado la cuenta. Así, por la cara, y sin más. 

          La manada solía ser un sistema de protección de sus miembros que, apoyados por el grupo, gozaban de mayores oportunidades de supervivencia y reproducción. Sin embargo, las sociedades modernas se han configurado a base de individualismo dejando a cada cual al albur de un destino muchas veces hostil. Sobre todo, porque todos estos bucaneros invisibles atacan en manada, con alevosía y sabedores de que en un país donde casi nada funciona, reclamar es un desgaste inútil la mayoría de las veces. Ese es su método de caza, la asfixia de los hechos consumados.            

La segunda caída de Occidente

          En el siglo III el imperio romano sufrió una crisis que anunciaba, con pocas dudas al respecto, la caída del dominio económico, político y militar en la mayoría de los territorios conquistados o de su ámbito de influencia. Lejos quedaban los tiempos de Trajano y el esplendor y la gloria alcanzadas también por Adriano: ambos «sevillanos» –dicho sea de paso– nacidos en Itálica y que, acaso, fueron los emperadores de mayor prestigio en Hispania y en la historia de Roma. 

          Pocas civilizaciones resisten el paso de los siglos sin que sus cimientos, como las empalizadas que cercan los territorios, no se vayan abriendo y dejando entrever las debilidades de unas organizaciones cada vez más incapaces, no ya de gobernar más allá de sus fronteras, sino de administrarse en los asuntos internos más básicos. Es, precisamente en ese momento, cuando al albur de la decadencia aparecen las oportunidades para quienes pasan a ser hegemónicos.

          Hoy conocemos como Occidente al espacio minoritario que ocupan en el planeta la Unión Europea, los Estados Unidos de América y Canadá y, aunque un poco forzado, cabe incluir a Japón, Australia y Nueva Zelanda. Una porción de la población mundial de alrededor del 20%, aunque a nosotros en nuestra visión más etnocéntrica, nos gusta pensar que somos lo más importante y poderoso: nada más lejos de la realidad. 

          La actual pandemia no conoce fronteras, como no las conocía la peste Antonina descubierta por Galeno en tiempos de Marco Aurelio y que, a la postre, marcó un punto de inflexión en aquella sociedad. Solo quiénes supieron afrontar la realidad con decisión, solidaridad, capacidad de gestión y visión estratégica, sufrieron menos las consecuencias y lograron formar parte del futuro tras el desastre. 

          Cuando Occidente hoy se debate entre la vida y la muerte a causa de la Covid-19, sus economías se resquebrajan; sus sistemas sanitarios colapsan; sus políticos, sindicalistas, religiosos, e incluso algunos militares huyen despavoridos a robar las vacunas de las viejas para inyectarse ellos el remedio, en un vomitivo acto de indecencia y cobardía, hay quien lo enfoca de otro modo. 

          En el epicentro de la pandemia apenas queda el recuerdo de que hace un año, en un mercado de Wuhan, surgió el contagio que en pocas semanas sembró el caos. Nosotros, casi todos los listos de Occidente, ahora vemos restringidas las libertades individuales, el auge de los populismos de todo signo empieza a ser asfixiante, se cierne sobre nosotros una crisis de hambre generalizada y, por poner un ejemplo, en España llegaremos probablemente a los 7 millones de parados con una presión en los impuestos que ahoga a millones de pequeñas empresas.  

          Nos queda el consuelo, lejano eso sí, de las imágenes que veíamos ayer en un estadio de tenis en Australia. A rebosar de público, sin distancia social, sin mascarillas, sin miedo, sin pandemia. Y uno se pregunta. ¿Nos merecemos mantener la «supuesta hegemonía» mundial, si de Occidente lo único sano y sensato que queda es Australia?             

Okupas de Puerto Hurraco

          El 26 de agosto de 1990 los españoles nos vimos conmocionados por las noticias que nos llegaban de una pedanía extremeña, de nombre Puerto Hurraco, perteneciente a Benquerencia de la Serena en la provincia de Badajoz. Allí y entonces, un cúmulo de mal querencias cocidas a fuego lento, de odios macerados con paciencia más un detonante en el momento preciso, provocaron lo que la historia reciente de España conoce como la matanza de Puerto Hurraco. 

          Aquella fatídica tarde de chicharras, de vino peleón, de ladridos de perros y de fiestas populares,  fue recreada en la película el 7º Día dirigida por Carlos Saura con guión de Ray Loriga. El balance de aquel desbordamiento de inquinas y venganzas se saldó con nueve muertos, entre ellos, dos niñas menores. 

           Treinta años después, desaparecidos los autores de la matanza, algunas políticas y decisiones parecen buscar un nuevo episodio nacional de corte y factura similar. La tragedia se había fraguado mucho antes, a partir del atentado contra la propiedad de una de las dos familias cuyo balance fue un incendio y una muerte como consecuencia del siniestro. 

          La última iniciativa legislativa insta a los jueces a no desahuciar a aquellos que ocupen una vivienda ajena si no ha mediado violencia física o intimidación, es decir: si han aprovechado el descuido del propietario o su ausencia temporal. Cabe esperar que la caterva, a la que se le está indicando que en España se puede uno apoderar por la cara de la vivienda de otra persona, se sentirá apoyada e impulsada a cometer el peligroso dislate de atentar contra lo ajeno.

          Como es habitual, las políticas populistas y radicales solo ven una cara de la realidad: la suya, y por lo general, obvian el resto de peligros y posibles consecuencias. Los okupas andan la mar de contentos localizando casoplones o edificios donde meterse y montar sus comunas de papelinas, tenderetes de trapicheo y albergues de remanguillé donde ejercer todo tipo de actividades ilícitas.

          Esta irresponsable deriva los pone en el riesgo de que, más temprano que tarde, den con el sitio equivocado, en el pueblo o la zona errónea, y con los propietarios legítimos descendientes de aquella España de los noventa hasta los cojones de provocaciones, impuestos salvajes, usurpaciones, robos y falta de justicia. Y mucho me temo que volveremos a vivir una tarde de cartuchos de escopetas recortadas disparados a discreción, de cadáveres por recoger de una calle cualquiera y, en definitiva, de una nueva matanza de Puerto Hurraco.   

    

Vuelva usted mañana

          Mariano José de Larra publicó, en el Pobrecito Hablador número 11 del año 1833, un conocido artículo titulado: «Vuelva usted mañana». Sorprende que casi dos siglos después, la satírica visión que este romántico tenía de aquella España bien pudiera seguir de actualidad en cualquier artículo periodístico de hoy en día. La lástima y el asombro que sintió por Mr. Sans-délai, el ingenuo francés que en quince días pretendía resolver asuntos burocráticos a la velocidad del sentido común, bien podemos padecerla hoy de forma generalizada por los españoles que pretendemos cosa semejante.

          Cada vez es menos frecuente la visita personal para la realización de las gestiones que con alguna de las innumerables administraciones públicas se nos obliga a realizar. En este hipermoderno y tecnológico S.XXI donde casi nada funciona, se nos insta a hacerlo casi todo a través de las webs, las APP, las firmas digitales, los links y las dobles y triples verificaciones, encriptaciones y otras tocadas de cojones. Consecuencia de una cohorte de vendemotos de feria, que se han hecho de oro a base de dar charlas sobre la necesidad de digitalizarlo todo. 

          Hace unos meses me caducó la firma digital y yo, iluso de mí, y dado que no soy un completo zoquete tecnológico como demuestra mi experiencia profesional; incluso he desarrollado una plataforma SaaS de estudios de mercado, me dije: esto es cosa de un momento. Craso error. No comentaré aquí todo el periplo por no aburrir pero baste mencionar que después de descargarme el entorno JAVA, actualizar el software, recuperar la contraseña de la FNMT, instalar el archivo, cambiar el código en el llavero de claves, incluir la extensión en el navegador, cambiar de navegador a uno de los compatibles y un largo etcétera. Una semana después sigo sin firma digital, que además no sirve para todas las comunidades autónomas. 

         Hoy no tenemos aquellas ventanillas donde suplicar a alguien que nos atienda nuestros asuntos. La moderna eficiencia de costes ha llenado las listas del INEM con aquellos rostros enmarcados y, por lo general mal encarados, que solían decirnos con displicencia: «vuelva usted mañana». Y nos los han cambiado por un Call Center offshore en el que trabaja una persona con acento sudamericano que controla miles de contestadores automáticos. Así, consiguen pasarnos del pulse 1 al diga si, o diga no, diga de qué se trata, pulse asterístico, ahora almohadilla, para que después de 20 minutos de repente se corte la llamada sin previo aviso. Dejando nuestro asunto, según la teoría de Larra, en el aire como el alma de Garibay.

          Casi doscientos años después, en España lo mismo da una pandemia que una nevada, sigue vigente el «vuelva usted mañana» o mejor aún: no vuelva. Vivimos en una estructura colapsada de ineficiencias e ineficientes, de colocados, enchufados, soplagaitas y diferentes pelajes y fauna de lameculos embutidos en la administración pública y en las grandes corporaciones privadas. Inútiles con sueldo a fin de mes sumergidos en un marasmo de procedimientos que no entienden, de instrucciones que no se siguen, de responsabilidades tan diluidas que no pertenecen a nadie, de falta de empatía y de desgana generalizada. Líbrese usted de tener que tratar con una ENDESA, una Movistar o una Iberia para que le resuelvan un asunto, o no digamos ya un ayuntamiento o una consejería. Mejor, vuelva usted dentro de doscientos años.  

¡Viva Venezuela!

          Por razones impuestas a causa de la pandemia durante estas fiestas, en casa no hemos sido más de seis personas en ninguna de las celebraciones. Y, por razones que no vienen al caso comentar aquí, la mitad de las seis han sido ciudadanos de Venezuela. Maracuchos, para más señas. Orgullosos de su país, de la belleza de la Gran Sabana en el macizo de las Guayanas, de la riqueza de sus recursos naturales, de sus playas paradisíacas y del lugar de privilegio que ocupan en el continente americano y en el mundo.

          Personas que tuvieron que dejar con mucho dolor y sacrificio la tierra que los vio nacer, que los vio crecer y prosperar con trabajo y esfuerzo, y que acogió el nacimiento de unas hijas que, por las mismas razones, poco antes se vieron también forzadas a dejar su país mientras era envilecido sin piedad por una ideología arcaica y fracasada. Sin embargo, en cada cosa que hacen, en cada pensamiento y en cada idea que expresan sigue presente Venezuela.

          Me ha impresionado, sobremanera, verme reflejado en esas personas que, gozando de una posición de profesores universitarios tanto él como ella, y que teniendo el patrimonio razonable que se puede edificar a lo largo de décadas de oficio y buen hacer, hoy se ven lejos de su tierra y de sus familiares más queridos. Un peregrinaje forzado para recalar temporalmente aquí, en la España de las oportunidades en la que no hay oportunidades ni para ellos ni para casi nadie que, como allí de donde vienen, no se dedique a medrar, a formar parte del plan o parasite en los círculos tóxicos del gobierno.  

          Son ciudadanos normales que me han hecho ver, aún con más precisión, algo que resulta evidente para unos, pero que a la vez es sorprendentemente invisible para otros. El modo tan certero, preciso y comparable en el que avanzamos por las huellas desdichadas de su querida Venezuela. Paso a paso, en una estrategia milimétrica de empobrecimiento de la clase media, de control de las instituciones, de saqueo sistemático de los recursos públicos pagados por las personas privadas y, a la postre, del desastre de unas políticas caducas y siniestras de sometimiento de la población en su conjunto.

          Cuando miro, sin apasionamiento, cómo se hacen leyes para que la educación se convierta en almoneda de reyezuelos regionales, se legisla para perdonar a delincuentes condenados por graves delitos, se fomenta el ataque a la propiedad privada, se miente sistemáticamente y sin escrúpulos, se pacta con quienes nada quieren de España salvo su demolición… Siento la enorme tristeza anticipada de lo que, si no lo remediamos, nos pasará también a los españoles.

          No son revoluciones a la antigua las que hoy doblegan y transforman las sociedades. Ahora sería complicado poner guillotinas, arrasar por las armas o quemar iglesias como proponen en las redes sociales los malcriados nietos de aquellos catetos de la hoz y el martillo del siglo XX. Pero quizá consigan ser igual de eficaces: lo fueron primero en Cuba y luego en Venezuela, entre otros países.     

          En cada detalle y cada momento se aprecia la voracidad sibilina del enemigo. Y en estas fiestas, por supuesto, no iba a ser menos. Hemos asistido al boicot que una televisión pública y mercenaria le ha hecho al homenaje que Nacho Cano quiso tributar a las víctimas de la pandemia: el sectarismo gubernamental se lo impidió. Se saben culpables, se esconden. Y a la infamante estrategia de planos para tapar la iluminación de la Puerta del Sol con la bandera de nuestro país. Las evidencias no pueden ser más claras: a España la gobiernan los enemigos de España. Hemos metido el Caballo de Troya en las instituciones y, o mucho hacemos para evitarlo, o arderá España como ardió Troya. Y seremos respecto de ese gran país que es Venezuela, lo que Venezuela no quiso ser respecto de Cuba pero no consiguió evitar.       

Sevilla y el rey negro

          Hasta donde la memoria me alcanza la tarde del 5 de enero era el preludio de la noche mágica del año. El anticipo de unos hechos prodigiosos que, al amanecer, iban a colmar de felicidad las ilusiones infantiles de los más pequeños de las familias. Allá por la década de los años sesenta y setenta del siglo pasado, en mi querida Sevilla, la magia no era un conejo blanco sacado de una chistera, sino un vaso de leche medio vacío y unas migajas de galletas en un plato. Evidencias incontestables del paso efímero de los Magos de Oriente por el punto de avituallamiento en el que cada casa se convertía esa madrugada insomne, y en el que además, Los Reyes dejaban las peticiones hechas semanas antes a base de letras atropelladas a lápiz, torcidas y emborronadas a medias por dedos manchados de pan con chocolate.     

          Contar aquellas experiencias a las nuevas generaciones es tarea ardua porque requiere imaginar un mundo pretérito que, a pesar de no estar a años luz, tiene desde la mirada de hoy una apariencia prehistórica. Imaginar una vida desconectada, o el mundo antes de la aparición de internet es, incluso para quienes lo vivimos, un complicado ejercicio de regresión. Eliminar los ordenadores personales, los teléfonos móviles, las redes sociales y pensar que, por ejemplo China –la Tierra del sol naciente–, no estaba a diez horas de avión; sino a la imposible distancia que nos separaba del Sol. Así era, la vida hace apenas medio siglo.

          El próximo 5 de enero de 2021 será diferente a todos los demás. El Ateneo de Sevilla y el Ayuntamiento de la ciudad han tomado la decisión de suspender el tradicional desfile de las carrozas de la ilusión. Como podrán imaginar, se trata de razones de seguridad debido a la pandemia que padecemos. Hay que ir nada menos que ciento dos años atrás, hasta 1918, para encontrar una pandemia similar y un hecho insólito, pero coincidentes en el tiempo.

          La pandemia fue la gripe, conocida por razones que no vienen a cuento explicar aquí como la española de 1918. Nada menos que cincuenta millones de personas perdieron la vida en aquel mundo desconectado de satélites y de redes virtuales pero por el que el virus no encontró barreras para viajar. Fue una devastadora experiencia y un aviso de que, ahora quizá entendemos mejor, las cosas pueden cambiar muy rápidamente.  

          Ese año de 1918 fue el primero que la Cabalgata de Reyes Magos desfiló por Sevilla, desafiando al destino con canastas de caramelos para los niños. España no había sufrido los horrores de la recién acabada I Guerra Mundial, pero nos colgaron el Sambenito de la gripe que mató a más personas que el propio conflicto bélico. Aquel año, un botones del Salón Llorens, Antoñito de Santo Domingo, se convirtió en el primer rey negro, Baltasar. Desde entonces, generaciones de niños y niñas tomamos con especial simpatía a ese miembro caribeño del trío de Oriente. Y circulaba la leyenda de que era el más generoso, el que más caramelos repartía y el que siempre entregaba los juguetes que se pedían.

          Era como una consigna mágica: «¿tú a quien le has escrito la carta?» Y la respuesta más habitual era: «al rey negro, a Baltasar.»

          Ignoro si para el próximo año ya estaban designados los nombres de quienes tendrían el cometido de llenar las calles de Sevilla de ilusiones infantiles, de regalos y caramelos, en una de las tradiciones más entrañables que tiene la ciudad. En cualquier caso, el próximo 5 de enero, los padres y madres de miles de niños tendrán que improvisar una buena historia que logre suplir el mágico desfile en el corazón de los más pequeños y, preservar así, la ilusión de ese día. 

          

Quo vadis España ?

El escritor polaco Henryk Sienkiewicz escribió la conocida obra «Quo vadis?», un clásico de la literatura universal entre 1895 y 1896 con una clarividente visión de futuro. Inicialmente fue entregada por fascículos y poco después fue publicada como novela. Se trataba de una de las muchas historias de Roma que siempre se han contado, centrada en la época de Nerón. El argumento es bien conocido y carece de interés reseñarlo. Si la traigo a colación en este artículo es porque, cada día más, cabe hacernos la misma pregunta a muchos ciudadanos españoles.

¿Adónde vamos? Y no me refiero a nuestro destino como consecuencia de la pandemia, que también, sino a la desenfrenada carrera hacia una sociedad desquiciada y gobernada por dirigentes ajenos a las miserias de la gente pero ahítos de privilegios. Es obvio, que al igual que al elegir una novela, o una película de cine, compramos el relato que más nos gusta o interesa. Escuchamos perplejos a responsables de partidos políticos decir cosas como que España necesita más pateras y menos turistas, o que ocupar una propiedad privada es un derecho que asiste a algunas personas por su situación, en vez de que el gobierno les dé una solución para que no la encuentren quitándosela al vecino. Que se puede acosar a una dirigente opositora embarazada de nueve meses, escupirle y empujarla hasta hacerla entrar en pánico. Pero cuando la cosa se vuelve contra según quién, entonces es acoso. Y así, asistimos cada día a esa hemiplejia moral que ya se muestra sin disimulo en el indecente oficio de muchos periodistas que ejercen de mercenarios. Oímos decir, en fin, a quienes gobiernan que su amor a España es un sentimiento compartido con quienes desde las instituciones llevan años tratando de despedazarla. 

Y tiene usted que tragar, so pena de ser tachado de fascista -cosa, por otra parte, desgastada y que nada significa de tanto usarla sin sentido y, a menudo, sin conocer su origen y significado–. Dice la conocida paremia en La Celestina que Zamora no se ganó en una hora, y ahora sabemos que tomar el cielo por asalto tampoco es tan sencillo. Se llega antes a la comodidad del amplio jardín, a la piscina y las tarimas de madera climatizada. Se pasa por arte de birlibirloque de mileurista a burgués acomodado en menos que canta un gallo: sin inventar nada, sin vender nada salvo motos metafóricas, sin crear nada. A costa de todos los demás.

Para mantenerse, o incluso perpetuarse en el poder de esa manera, se necesita una sociedad pobre y analfabeta, inculta y necesitada. Una sociedad rota por el resentimiento y el odio, el frentismo, repleta de sectarios cuya única forma de entender la vida es el hooliganismo, la bulla, la revuelta, el insulto y la infamia contra los demás. Para que de ese modo, el sátrapa se vea en la necesidad de anunciar la nueva lucha contra el capitalismo y sus miserias, mientras el que lo oye apenas entiende lo que le dicen, mermado por el hambre y ocupado en rebuscar algo que llevarse a la boca en el cubo de basura. 

Y oiga, si ese es el objetivo. Vamos por muy buen camino.